CULTURA
palabras finales viii

Un ventilador de alto riesgo

¿Siempre se muere por una conducta, nunca por accidente, aunque se muera accidentado? Si esta afirmación es cierta, en el acto de intentar mover el ventilador de pie apenas salido de la ducha, cuando todavía se está mojado, hay un mensaje y un secreto que deberíamos intentar develar. Porque así murió Thomas Merton, el poeta y monje de clausura, pacifista y propulsor de la confluencia entre budismo y cristianismo.

Merton. Se lo considera uno de los escritores sobre espiritualidad más influyentes del siglo XX.
| Cedoc Perfil
Morir en circunstancias opacas y algo absurdas fue lo que le tocó en suerte a Thomas Merton (1915-1968), poeta y monje de clausura, pacifista y propulsor de la confluencia entre budismo y cristianismo durante un año decisivo de la Guerra de Vietnam, entre la ofensiva del Tet y el aumento de la oposición antimilitarista en Estados Unidos.
Nacido en Francia de padres anglófonos, Merton estudió en Cambridge y terminó su doctorado en Literatura en Columbia antes de convertirse al catolicismo en 1938. Gracias a su abundante producción autobiográfica, se sabe que sus días universitarios fueron especialmente movidos, de borracheras en pubs, fiestas de estudiantes y relaciones con chicas, con una de las cuales tuvo un hijo, esto último un detalle eliminado por los censores eclesiásticos de la primera versión de su libro más conocido, La montaña de los siete círculos, que vendió medio millón de ejemplares en su primera edición, de 1948.
Admitido en 1941 en la Abadía de Nuestra Señora de Getsemaní, en Kentucky, una hermandad trapista célebre por su estricta observación de los votos de silencio, Merton inició su vida de monje al mismo tiempo que su camino como escritor, publicando en vida más de diez libros de poesía y más de treinta ensayos, además de desarrollar cierto activismo pacifista que lo llevó a invitar a monjes budistas vietnamitas críticos de la guerra a hablar en la abadía, todo lo cual le originó una relación tensa con sus superiores y llamó la atención de la CIA.
En 1966, una operación en la espalda que lo confinó casi un mes a un hospital dio inicio a una relación con una enfermera que pasó de una amistad íntima a un sorprendente enamoramiento. Parece que no llegaron al sexo genital, aunque sí a un alto grado de erotismo potenciado quizá por el límite que imponía el voto de castidad del monje. Pero una conversación telefónica entre los enamorados alertó al abad que lo observaba y se le ordenó a Merton cortar de cuajo todo contacto con la mujer que en sus diarios aparece con la inicial M.
Un año después de ese amor desdichado, Merton aceptó una invitación a una conferencia en Tailandia que le permitiría hacer su primer periplo al exterior después de su ingreso a la vida monástica. “Me voy con la mente completamente abierta –escribió el 9 de septiembre del ’68, dos días antes de partir–. Mi esperanza es gozar simplemente de un largo viaje, sacar partido de él, aprender, cambiar, tal vez encontrar algo o alguien que pueda ayudarme a progresar en mi búsqueda espiritual”.
En la India se reunió con el Dalai Lama y soñó que había vuelto a EE.UU. vestido como un monje budista tibetano. También consignó en su diario el deseo de dejar el monasterio y su certeza de que el budismo estaba en armonía con el cristianismo. En su último día, el 10 de diciembre, leyó en la Conferencia de Abades Trapenses y Benedictinos del sur de Bangkok su artículo “El marxismo y la perspectiva monástica”. Habló de la posición del monje “en un mundo en revolución”, del monasticismo como “actitud crítica” ante la sociedad, de la alienación, del cambio de estructuras y de conciencias, de Marcuse y el “hombre unidimensional”, y de la necesidad de una apertura a las tradiciones orientales.
Según testimonio de la madre superiora Mary Luke Tobin, tras el almuerzo una monja francesa se acercó a cuestionarlo porque no había “hablado de Dios” ni de “convertir a la gente al cristianismo, ya que estaban en una zona pagana y eso es lo que allí más se necesitaba”. Al parecer, Merton respondió fastidiado que ya había suficientes “sermones por televisión diciendo quién es Dios y que al final hacen que uno se pregunte qué significa Dios actualmente”. Y de inmediato se encerró en la habitación de la que no saldría con vida.
Las versiones sobre su muerte fueron volviéndose más detalladas a medida que pasó el tiempo, aunque también adquirieron orlas de leyenda. Primero se creyó que se había electrocutado mientras trataba de arreglar un ventilador que no funcionaba. Luego, que había tocado ese ventilador involuntariamente. El padre François de Grunne, cuya habitación era contigua a la de Merton, dijo que alrededor de las 15 escuchó un ruido y un grito. Golpeó la puerta y nadie respondió. Recién a eso de las 16 se le ocurrió que podía haber sucedido algo y, mirando entre las rendijas que había sobre la puerta, que estaba cerrada desde dentro, divisó a Merton caído de espaldas sobre el piso. El ventilador de pie estaba enchufado y extendido en diagonal sobre el cuerpo desnudo y quemado en parte por la descarga eléctrica. La suposición fue que había querido mover el ventilador apenas había salido de la ducha, cuando todavía estaba mojado.
No hubo autopsia ni investigación alguna. Luego de una noche de velatorio en la Cruz Roja cercana, el cadáver de Merton fue enviado a la base aérea norteamericana en Bangkok para volar al día siguiente hasta la abadía de Kentucky, donde sería sepultado. Nadie sabrá nunca qué pasó ni cómo llegó a tocar o encender ese ventilador fatal. Como ironía final, el cuerpo voló en un avión militar en compañía de decenas de conscriptos norteamericanos muertos en Vietnam.