CULTURA
FELIPE PIGNA Y SU PRIMERA NOVELA

Una historia fuera de registro

A poco de publicar su primera novela, “Conspiración en Londres” (Planeta), el escritor e historiador Felipe Pigna conversó con PERFIL acerca de los aspectos más relevantes de su obra: la invención en el ámbito de la más estricta y fundamentada verdad, la figura sesgada que la historiografía escolar ofrece de determinados protagonistas del pasado argentino, las pulsiones oscuras de algunos “patriotas” y, en medio de todos ellos, la figura induscutible, progresista, de Manuel Belgrano, tal vez el único que supo mantener una conducta verdaderamente intachable.

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Pigna. El historiador en su estudio de Caballito. Aunque “Conspiración en Londres” es su primera novela, ésta no es su primera incursión en la literatura de ficción. | néstor grassi

Siempre resulta interesante, para quien le interese la historia argentina, conversar con Felipe Pigna, no solo por su saber histórico sino por su espontaneidad, como si estuviera sumergido, con una luz propia, en el universo político y social que recuerda. La entrevista, con motivo de su último libro Conspiración en Londres, se llevó a cabo en su estudio de Caballito, en una sala enorme rodeada completamente de libros. En esa atmósfera libresca y cálida no es fácil sustraerse de las evocaciones de Pigna de un mundo que, todavía, ha dejado una huella perdurable. Por eso mismo, al arrojarse la mirada al presente, como sucede en un segmento de esta entrevista, lo ya acontecido abre una perspectiva que está lejos de la nostalgia y de lo olvidable

—Leyendo “Conspiración en Londres”, su primera novela, me preguntaba cuánto había en ella de ficción, incluso de libre ficción, y de historia verídica, de bibliografía especializada y de documentación histórica como respaldo de las situaciones y episodios que allí se relatan. Según entiendo, la novela se basa en un hecho real de la vida de Manuel Belgrano, denominado “el asunto de Italia”.

—Ya había hecho ficción en cuentos para chicos: Los cuentos del abuelo José y Los cuentos de don Manuel. Pero esta es mi primera novela. En el centro de ella está el llamado “asunto de Italia”, que se refiere al viaje que hicieron Bernardino Rivadavia y Belgrano a Europa para sondear qué pasaría si se proclama la independencia. Eso es real, y la primera parte de la novela, en Río de Janeiro, también es real. Allí se encuentran con Domingo Cabarrús, quien les ofrece coronar a Francisco de Borbón, hermano de Fernando VII, como rey de las Provincias Unidas del Río de la Plata. También es real el intento de secuestro de Francisco. Casi toda la trama es real y el agregado literario tiene que ver con las interacciones y cuestiones, como el viaje en barco, que le dan color a la novela. Las partes reales se encuentran en la bibliografía tradicional argentina. En la historia de Belgrano se menciona tangencialmente “el asunto de Italia”. Después hay mucha documentación sobre la diplomacia de la época, como sobre Rivadavia en funciones diplomáticas, y mucho material duro, digamos, sobre los hechos, que no hacen más que ratificar lo que cuento en la novela.

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—A propósito de Rivadavia, el tratamiento estético que le da la novela es bastante grotesco, diría. ¿Está de acuerdo o estoy equivocado?

—Así era Rivadavia. Muchos que lo conocieron lo describen en esos términos. Lord Ponsonby, por ejemplo, dice que era una especie de Sancho Panza ilustrado, un tipo de modales muy rústicos. Todos lo que lo trataron hablan de eso, de que era alguien con serias dificultades para vincularse, envidioso y proclive a las bajezas. Yo no hice más que transcribir esas descripciones, que contrastan con una personalidad tan empática y habituada al poder y la diplomacia como Belgrano, quien había estudiado en Salamanca y manejaba varios idiomas. Era, además, un tipo galante, muy cortés. Mucho más educado que Rivadavia. De hecho, Rivadavia no tenía estudios. Cuando Mariano Moreno vuelve a Buenos Aires, luego de recibirse de abogado, y comienza a trabajar para el Cabildo, tiene que resolver un pleito en el que está involucrado Rivadavia, y descubre que este muchacho, que quería que le pagaran como abogado, no había terminado los estudios secundarios.

—Cuando Belgrano y Rivadavia llegan a Europa, aparecen dos personajes más, Sarratea y Cabarrús, tan grotescos como Rivadavia.

—Manuel de Sarratea es un agente diplomático en Londres, que ya está ahí cuando ellos llegan, y se supone que tiene contactos con la monarquía española. Por eso conoce a este Cabarrús, que se vende como un gran lobista y de excelentes relaciones con la casa real de España, lo que era cierto, pero no al nivel que decía. Lo que ocurre es que, al caer Napoleón, les hacen saber a estos enviados del gobierno de Buenos Aires que Europa no aceptará otro modelo político que no sea la monarquía. Ahí Cabarrús les dice que él tiene un rey para el Río de la Plata, el hermano de Fernando VII. Sarratea compra la idea y se produce un debate entre Rivadavia y Belgrano, porque lo ven muy complicado. Lo único que puede hacer Belgrano es redactar una Constitución para limitar el poder del monarca, siguiendo el modelo parlamentario inglés.

—¿Eso es real? ¿Belgrano escribió la Constitución de una monarquía parlamentaria?

—Es real, existe el borrador de esa Constitución. En la novela, por eso, Belgrano va a la National Library para estudiar todo lo que puede.

—En contraste, Sarratea y el conde de Cabarrús pertenecen al linaje grotesco y ridículo de Rivadavia. ¿Es adrede?

—Son buscavidas. Cabarrús ve la oportunidad y les saca mucha plata a los enviados con sus gastos de representación, viajando por Europa, lo que Belgrano cuestiona y le pide rendición de cuentas. Eso termina con un duelo a muerte entre ambos. Eso es real también.

—Hay muchos episodios reales entonces.

—Sí, sí. Gran parte de la novela es real, donde yo me permito jugar un poco con los diálogos. El duelo se llevó a cabo en Londres, tal y como relato. Me imaginé la bruma matinal, eso sí. En el caso de Sarratea, era un personaje con antecedentes complicados, por ejemplo, había maltratado a Artigas. Procedía de una familia rica de Buenos Aires y quería hacer negocios.

—Todos quieren hacer negocios, salvo Belgrano.

—Belgrano es quien, de alguna manera, intenta poner racionalidad cuando vienen con la idea del secuestro del infante y coronarlo a la fuerza. Era demasiada locura. De ahí que la historia me fascinó cuando escribí la biografía de Belgrano. Ya me pareció de película que dos que se odian, porque eran enemigos acérrimos, tengan que ir juntos a una misión. Belgrano acepta porque amenazan con meterlo preso y no le dicen con quién viaja: él y Rivadavia representan dos modelos antagónicos de país. En realidad, los envían amigos de Rivadavia, a quien le dan instrucciones secretas, de las que Belgrano se entera ya avanzada la misión.

—Ahora, al menos en la historia escolar, gran parte de esos personajes de la burguesía porteña son próceres, prohombres, y en la novela aparecen como completamente degradados.

—No es culpa mía. De acuerdo, aparecen fuera de los registros habituales, pero me parecía interesante mostrar como lo humano también se relaciona con el país que quiere cada uno. No es lo mismo alguien que apunta solo a su interés personal y en hacer negocios y otro que piensa en la patria. Los hechos de la novela, las intenciones de los personajes están respaldados por documentos. El único que actúa con conciencia patriótica es Belgrano. La imagen tradicional de Rivadavia es un producto de la historiografía liberal. Mitre lo caracteriza como el más grande hombre civil argentino. Sin embargo, Alberdi, que era liberal, crítica con dureza a Rivadavia por la deuda. Así que es un personaje cuestionado por propios y ajenos.

—¿Es real que Belgrano leyó a los tres autores principales del contractualismo clásico: Hobbes, Locke y Rousseau? Su “amado y querido” Rousseau, consigna la novela.

—Es real. De hecho el comentario sobre Rousseau lo saqué de una carta que le envía a la madre, cuando estudiaba en Salamanca, donde no se enseñaba nada de eso. Pero él tenía permiso para leer los libros prohibidos por sus altas calificaciones. Esa carta a la madre revela que, para la época, era una mujer que leía mucho. En la carta Belgrano le dice “nuestros queridos y bien amados” Voltaire, Rousseau y Montesquieu. Algo muy curioso. Belgrano también había leído a Adam Smith y Shakespeare.

—¿Cómo define el pensamiento político de Belgrano?

—Era un liberal progresista, como San Martín, entendiendo por “liberal” un revolucionario de aquel momento, posterior a la Revolución Francesa. Belgrano era un liberal ilustrado, diría yo, con conciencia social. Se ve, por ejemplo, en lo que escribe en diciembre de 1810, en un ensayo casi constitucional sobre el reglamento de los pueblos de las misiones, donde les otorga derechos a los guaraníes camino a Paraguay. Ahí Belgrano dice que a los indios hay que darles los mismos derechos que a los americanos españoles y respetarles la propiedad comunal.

—De todos modos, hay muchos episodios poco conocidos de Belgrano.

—La historiografía liberal no les ha dado cabida a muchos aspectos de Belgrano. Lo ponen en un papel estrictamente militar o de creador de la Bandera, dejando de lado su inmensa obra política, económica y social.

—¿A qué adjudica la agresiva política del gobierno libertario respecto de los Institutos de preservación e investigación histórica?

—Creo que no les gusta mucho la memoria histórica y, además, tienen la convicción de que es un gasto inútil. Lo que está detrás del cierre de Institutos siempre es lo mismo, bajar el presupuesto, pero de hecho los Institutos tienen un gasto insignificante para el presupuesto nacional y muy importante para la historia argentina. El Instituto Belgraniano, por ejemplo, ha publicado toda la obra de Belgrano, que es extensísima, y dispone de sedes en todo el país para difundir su tarea. Lo mismo podría decir del Instituto Nacional Sanmartiniano o del Instituto Browniano y de muchos otros. Salvo que al Instituto Sanmartiniano, aunque quieran, no van a poder disolverlo, porque fue creado por ley. Lo que más le interesa al gobierno libertario es recortar gastos y avanzan sobre aquellos sectores donde pueden hacerlo, en la medida que los consideran superfluos, como sucede con el Conicet. Lo que contradice ese discurso del gobierno que aspira a convertir a la Argentina en un país de avanzada, cuando en Europa se destina a los Institutos históricos varios puntos del PBI. No existe un país importante que no valorice la investigación científica.

—En el caso de Gabriel Di Meglio, el historiador que dirigía el Museo Histórico Nacional, despedido en junio de este año por Milei, ¿no resulta algo bastante confuso el motivo?

—Fue una cuestión ideológica, porque no cerraron el Museo. Claro que hay un intento de refundar la narrativa histórica argentina. Di Meglio había organizado varias exposiciones donde se vinculaba la historia con la cultura popular, como el rock o el fútbol, entendiendo que el Museo no es solo el sable de San Martín, digamos. Un Museo Histórico Nacional puede y deber hablar también de la cultura popular que, por supuesto, contradice el canon de historia que plantea el gobierno libertario.

—¿Cuál es ese canon?

—La verdad que no lo tengo demasiado en claro. Me parece que proponen una historia muy amañada y muy sesgada, en la cual, por ejemplo, se quedan con el Roca de la Conquista del desierto y su liberalismo y pasan por alto el Roca estatista, que promulgó en 1844 la ley 1.420 y estableció la educación primaria obligatoria, gratuita y laica. El Alberdi que critica la guerra del Paraguay y a Rivadavia por la deuda externa tampoco existe para los libertarios. Tienen una mirada histórica de ultraderecha, donde la cultura es algo peligroso.

—El intento de refundar la narrativa histórica argentina se registra claramente en el discurso de Agustín Laje, grabado en Casa Rosada, el último 24 de marzo.

—Sin duda. Y antes lo hubo con el 12 de octubre del año pasado, cuando volvieron a hablar del Día de la Raza, que se había quitado del calendario, y de que Colón trajo la civilización. Eso me resulta interesante en sentido académico. En cualquier universidad del mundo se reirían del empleo que hacen los libertarios de la noción de civilización. Por lo menos desde el historiador Fernand Braudel, en los años 60, civilización y cultura están asimiladas. Por eso, esta gente te lleva a un punto que no vale la pena ponerse a discutir.