CULTURA
la presencia permanente

Una historia universal del mal

Probablemente la historia de la filosofía –y con ella la de la humanidad en su conjunto– pueda reconstruirse a través de la presencia del mal en la historia. Ya sea como un peso específico categórico o sugerido gesto, el mal en todas sus variantes ha dibujado la civilización y sus encuentros con una elocuencia que la bondad –su contraparte– no ha conseguido nunca. El notable libro de Susan Neiman revisa, una vez más, la banalidad del enemigo más coherente jamás creado por los hombres.

Obra. El libro de Neiman es un ensayo filosófico radical, en el cual se reflexiona y se cuestiona la idea del mal en la historia contemporánea.
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Seguramente El mal en el pensamiento moderno de Susan Neiman (Fondo de Cultura Económica) constituye uno de los más sugestivos estudios sobre el problema del mal de la filosofía contemporánea y, a la vez, una historia alternativa del pensamiento de la modernidad. Este, en pocas palabras, para la autora, surge como una respuesta a la existencia del mal –prefigurado por el genio maligno de Descartes–  a partir de la primera Ilustración con el Diccionario histórico y crítico (1695) de Pierre Bayle, uno de los libros de mayor circulación de su época. Muy anterior al ateísmo del barón D’Holbach o de La Mettrie, que entra en escena hacia la mitad del siglo siguiente, no está claro si Bayle es ateo o lo contrario, pero las irónicas reflexiones del Diccionario socavan directamente la teología cristina y el alcance de la razón al cuestionar la benevolencia y la omnipotencia de Dios (en cualquier caso, una herejía) en relación con el mal. Para Bayle el argumento de san Agustín que justifica los males morales como condición del libre albedrío halaga el orgullo del hombre de ser a imagen de Dios y la necesidad de hallar sentido en el mundo, cuando la experiencia más bien muestra que el maniqueísmo (secta gnóstica a la que pertenecía Agustín antes de convertirse al cristianismo) estaba en lo cierto: existen por igual el bien y el mal. Afirmaciones como estas y algunas otras no menos suspicaces darían origen a las teodiceas modernas de Leibniz, Hegel y Marx junto a las filosofías pesimistas o ateas de Voltaire, Hume, Sade y Schopenhauer, y también a la crítica de la religión de Nietzsche y Freud.

Como se sabe, Leibniz escribe la Teodicea (1710) –término que inventa y que significa (theos dike), justificación de Dios– contra los argumentos heréticos de Bayle a fin de demostrar que el mal no contradice la bondad de Dios y que el mundo, pese a todos los males, es el mejor posible. Este optimismo metafísico de raíz fideísta, que sostiene que cualquier otro mundo sería peor que el existente, se satiriza en el Cándido (1759) de Voltaire a través de uno de sus personajes principales, el doctor Pangloss, quien obstinadamente no cesa de declarar ante las continuas adversidades que parece que “todo sucede para bien” (objeto de impugnación también en las novelas Justina y Julieta de Sade). En el relato de Neiman, el terremoto de Lisboa de 1755 provoca una gran crisis en la civilización europeo-occidental respecto de la Providencia divina que se haría explícita en el Poema sobre el desastre de Lisboa de Voltaire, y separaría de una vez el mal natural del moral (y aquél como castigo de éste) en el pensamiento ilustrado.

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En el siglo XVIII, mientras se debate esta cuestión, Rousseau profundizaría esa separación y así se convertiría en el primer pensador que afronta el problema del mal como tema filosófico, adjudicando a la enajenación de la naturaleza humana el umbral de todos los males morales. Luego, si Hume destruye la idea de Dios como prima causa, con Kant, quien adhiere a la prohibición bíblica de representarlo, la teodicea se torna imposible o una blasfemia.

Según Neiman, la supresión de la brecha kantiana entre naturaleza y libertad (o entre lo que es y lo que debe ser), que establece la indiferencia del mundo respecto del hombre, hace posible la teodicea hegeliana cuyo principal propósito –dicho por Hegel– es eliminar la contingencia. En ella la conciencia que conoce se reconoce como Dios desplegándose en el calvario de la historia y de este modo seculariza el mal como la oposición radical entre pensamiento y ser, entre lo real y lo racional. El siglo XIX heredaría la Providencia divina bajo la noción de progreso. Desde este punto de vista, Marx realiza una crítica severa de la teología hegeliana pero no renuncia a la teodicea al darle un sentido al sufrimiento (la esencia irredimible de la existencia para Schopenhauer) en la totalidad del proceso histórico. En el caso de Nietzsche, el problema del mal se transformaría por entero porque aparece como algo creado por la religión y no dado, como una forma idealista de darle sentido al sufrimiento (el que, de por sí, no lo tiene), como negación de lo trágico de la vida. En El porvenir de una ilusión (1927), Freud seguiría la huella nietzscheana desde el momento en que interpreta la religión como una neurosis universal.

En la sección dedicada al siglo XX, partido al medio por el mal insondable de Auschwitz-Birkenau –el fin de las teodiceas modernas–, Neiman analiza a varios autores (Camus, Améry, Rawls, Adorno, Horkheimer), pero es evidente su preferencia hasta cierto punto por el concepto de “banalidad del mal” de Hannah Arendt. En opinión de Neiman, Eichmann en Jerusalén (1963) representa el mayor aporte del siglo XX acerca del problema del mal, en la medida que define el mal contemporáneo más allá de la moral de las buenas o malas intenciones (el mal, sin más, para Sade o Kant). Criminales con buena conciencia y conducta ejemplar como Eichmann, que hacen irrelevantes los aspectos subjetivos o las encarnaciones diabólicas, prueban el fulminante aserto de Arendt: los crímenes más atroces pueden ser realizados por personas completamente comunes y ordinarias, y sin que lo adviertan.