Bien o mal, pero que hablen. Esa máxima que guía a esos personajes mediáticos que exponen sus propias miserias para sostener medio punto de rating se podría aplicar a algunos futbolistas. No es que existan jugadores que recorran programas de la tele para contar intimidades. Todavía no. Pero algunos se ganaron un lugar de privilegio y no precisamente por definir una final o convertir uno de esos goles que dentro de años se van a repetir en YouTube.
Ahora, con esto de que terminó la década, empezaron a salir listas por todos lados. Y ahí, en medio de tanto listado, aparece Gabriel Paletta. ¿Se acuerdan? Es aquel central que salió de Banfield y después se nacionalizó italiano. Resulta que Paletta hizo méritos para figurar en uno de los rankings de la década. A los 33 años, pelado y después de haber jugado en clubes de Inglaterra, Italia y China, es uno de los jugadores más expulsados de los últimos diez años. No es para despreciar. Bien o mal, pero que hablen.
A Paletta lo echaron en nueve de los 202 encuentros que disputó, con un promedio de una roja cada 22 partidos y medio. Los números no nos presentan un serial killer, es cierto, pero le alcanzaron para quedar quinto, después del burkinés Charles Kaboré, el español Sergio Ramos, el portugués Ricardo Costa y el italiano Mario Balotelli.
Claro que si hablamos de expulsiones, Paletta y compañía son principiantes al lado de Pedro Damián Monzón. Al rústico ex defensor de Independiente lo rajaron en el Argentina-Alemania del Mundial 90 y con esa roja quedó en la historia como el primer expulsado en una final en la historia de los mundiales. No nos detengamos en qué hacía Monzón jugando esa final. Acá el tema es otro. Porque desde aquella tarde italiana el tipo quedó en los libros. Cuando dentro de muchos años a un periodista australiano o a un investigador del Conicet hondureño se le dé por estudiar los mundiales, se va a encontrar con el Moncho, destacado del resto, único, distinto a todos, a Cruyff, a Beckenbauer, a Messi y al mismísimo Maradona.
Monzón, digámoslo, es un elegido. Cuando nació en Goya, provincia de Corrientes, el dedo del destino le señaló un camino. El augurio se cumplió el 8 de julio de 1990, en Roma, a los veinte del segundo tiempo. Fue un movimiento intempestivo. Un latigazo. Una reacción de puro instinto, como los que saben. Nadie le reconoció el gesto técnico ni lo llamó barrilete cósmico. El tampoco lo reclamó. Se conformó con lo que le tocó: pasar a la historia por darle a Klinsmann la patada que todos le queríamos dar.