La tiradora Elvira Bello fue protagonista, en 1996, de un verdadero pecado: ser mejor que todos los hombres con su fusil, en un campeonato que organizaba la Federación Argentina de Tiro (FAT). Mientras la ganadora del torneo estaba festejando su victoria, los responsables de la organización le advirtieron que no le iban a otorgar el premio por ser mujer.
En un torneo en donde ella había demostrado ser mejor que todos los hombres que participaban, tuvo que conformarse con una “mención” a la “mejor mujer”, toda una ofensa, además, considerando que era la única. Diez años más tarde, y por una demanda iniciada por la propia tiradora, la FAT debió reconocerle el premio a Bello y además indemnizarla con 35.000 pesos por el daño moral causado por la discriminación.
A punto de concluir la primera década del siglo XXI, en un contexto mundial en donde las mujeres avanzan en terrenos antes prohibidos, el deporte parece ser uno de los últimos reductos machistas que quedan. Los ejemplos sobran.
Desplazadas. Las postergaciones vienen de bien lejos. En el año 776 antes de Cristo, en la ciudad de Olimpia de la antigua Grecia, lugar de origen del olimpismo moderno, las mujeres no sólo no podían competir en las tradicionales competencias deportivas de la época, sino que tampoco podían asistir como espectadoras.