Nunca conviene hacer lecturas mirando sólo la chapa del marcador. En el vistazo general del verano, es verdad que River subió un escalón de confianza si se atiende lo sombrío de su pasado inmediato. Pero nada como para creer que tiene todo listo para lanzarse a la caza del campeonato que empezará el viernes. Boca, después de haberse demostrado con un gran primer tiempo que tiene potencial para salir de la nube, se entregó mansamente cuando quedó abajo en el segundo. El chisporroteo del festejo final de uno –repetido, además– y la decepción del otro no debería confundirlos. Al fin y al cabo, River y Boca, empeñados siempre en diferenciarse, siguen pareciéndose bastante. Espejismos de verano al margen.
Papeletas invertidas. Al revés que en Córdoba una semana atrás, el primer tiempo fue dominado por la presión que imponía Boca a partir de moverse en bloque. Y bien arriba: Sánchez Miño-Acosta-Martínez intentaban (y conseguían) ensuciar la salida de River, a cuyos defensores no se les caían las medias por tirar la pelota hacia adelante más que buscar a un compañero bien ubicado. Pero detrás de esa línea de tres (más Gigliotti), Boca mostraba un avance coordinado que incluía el adelantamiento de sus defensores y volantes.
River, mientras pudo, se dedicó a vivir de la renta acumulada. El 2-0 de Córdoba más el favor que Orion le hizo anoche en el arranque (salió mal y propició el gol de Mercado) le parecían un colchón lo suficientemente confortable como para echarse a esperar un buen contraataque. Le sonaban a detalles sin importancia que Burrito Martínez desequilabraba por las dos bandas y que el pibe Acosta encontraba espacios para moverse en esas lagunas que ofrecían los volantes de River. Así, el partido, en ese primer tiempo, se volcó hacia Barovero. Y el arquero, siempre confiable, anoche andaba como Orion: regaló el empate primero y enseguida salió tan mal en un córner que lo tuvo que salvar una pirueta de Vangioni. El cierre del primer tiempo, espasmos de ataques de River mediante, creó la falsa impresión de que el empate estaba bien; Boca, como nunca en el verano, había empezado a ver la luz para salir de la opacidad.
Otro ritmo. Esas idas y vueltas del cierre del primer tiempo se cortaron en el descanso; a la vuelta, los dos bajaron el vértigo y el juego se hizo más moroso, menos eléctrico. Como si Bianchi se hubiese conformado con el test de presión alta, como si Ramón temiese volver a adelantar las líneas. Gago no pesaba en la distribución de un lado, Lanzini seguía ausente en el otro. El quiebre, así las cosas, vino de una jugada con aires de intrascendencia: Zárate no cuidó la posición ni la pelota y Carbonero, lúcido como nunca en los meses que lleva en River, le dio el gol a su coterráneo Gutiérrez. Teo definió de una, ayudado por las miradas pasivas de Cata Díaz y Forlín, y River se abrazó al botín del resultado. Se agrandó, y ya Cavenaghi (excelente en los desmarques) y el propio Teo dejaron de ser dos manchas en el horizonte para sus compañeros, como había pasado en el primer tiempo. Inyecciones que suelen darse con el tanteador a favor.
Después, Boca no tuvo la mente ni las piernas frescas del principio y se enredó buscando caminos intransitables. Y River, cómodo en ese desarrollo, esperó el final para repetir una sonrisa que se le había extraviado.