Un gol en el momento preciso activó a San Lorenzo, que se desató de golpe en la noche de Quilmes y ganó un partido que venía torcido. Cosas que tiene el fútbol, tan imprevisible como un viaje por la ruta 40. Tan hermoso como eso.
Quilmes se había plantado mejor, con la energía de quien está dispuesta a establecer condiciones sobre la cancha. Tenía a Cobo como abanderado de la presión adelantada y a Elizari como receptor de ese primer pase. El chico de 22 años tiene la pausa que suele escasearle a los que recién aparecen en Primera: no se arrebata nunca. Es pronto para aventurarse sobre lo que puede ser de su vida futbolística, pero promete. Suyo fue el primer gol de la noche, después de una jugada en la que Cauteruccio había aguantado una pelota de espalda al arco rival hasta que encontró un pase; de un rebote en el movimiento siguiente apareció Elizari para marcar el tanto. Después, Quilmes se acomodó mejor todavía a un partido que tenía controlado. En parte por la falta de respuestas de San Lorenzo, que mostraba algún rebusque de Piatti y la movilidad de Verón y Correa en el ataque, sobre todo. Argumentos, en todo caso, demasiado débiles para sostener la idea de que empatar era posible. Hasta ahí.
Pero todo cambió en el segundo tiempo. Ayudó, claro, el golazo de Buffarini al minuto: un remate cruzado que dibujó una parábola en contra del intento de despeje de Trípodi y a favor de la entrada por el segundo palo. San Lorenzo, entonces, se soltó. Se puso liviano, sin tantas ataduras tácticas. Algunas de esas sensaciones se instalaron en el cuerpo de Alvarado, que dejó de despejar para intentar coordinar una salida prolija: en el segundo intento inició una jugada preciosa, que continuó en la asistencia de Correa y terminó en la lúcida definición a un toque de Verón, que cambió el paso para encontrar el perfil zurdo y tocar al gol.
Quilmes se desesperó y se fue al ataque, furioso. Dejó un mar de espacios atrás, que no terminó de aprovechar. Pero igual ganó.