Sí, a mí se me murió el fútbol.
Ayer me di cuenta. Fue triste. Las brisas que traía el recuerdo de verme un pibe de la mano del viejo yendo a la cancha se empezaron a secar en la primera fecha con el sonda mendocino. Las imágenes de los dos caminando y comiendo una barrita de chuenga se borraron con los barras que atacan estacionamientos y el silencio amargo y miedoso de los dueños de los autos. Las pícaras miradas y los breves diálogos que teníamos con familias de la hinchada contraria de camino al estadio, de un plumazo se las robó un dirigente en un vestuario arbitral.
El apretujón emocionante de estar en una tribuna colmada gritando el nombre del ídolo se transformó en un apriete mafioso a los jugadores, para ir para atrás. Y atrás el abismo, el suicidio. Y otra vez el silencio, el miedo, el “no paso nada”, el “no te metás”. Pero esta vez pasó y se metió, fue la muerte que llegó al fútbol que vivió cuarenta años conmigo. Toda una vida, toda una muerte si dignidad alguna.
El hincha que había en mi ya no vuelve. Hay un piquete que le impide el paso, lo mismo que a los micros de los jugadores alojados en un hotel de lujo. La voz del estadio, la Spika y el Alumni ya no me sirven para saber lo que pasa en otras canchas. Los poderes de la TV acallaron a la radio, también amordazaron mi inocencia y transformaron comunicación vibrante en poder asfixiante. Los dueños de una pelota manchada, los socios de la dirigencia absurda.
No me había dado cuenta. Ayer después de cuarenta años no quise saber nada de fútbol, ni de resultados, ni de tablas, ni de goleadores. ¡Que se yo! ¡Fue así nomás! Se murió y listo.
Yo no sé si todo lo que pasa está matando al fútbol. Sólo sé que ayer me di cuenta que el fútbol se murió en mi. Y lo peor no es eso. Lo más triste fue que al ir a enterrarlo me encontré con un montón de gente como yo con los mismos muertos a cuesta, y ya ninguno de nosotros quería que resuciten.
Ya está. Fue lindo mientras duró. Pro se me murió. Ya fue. Chau.
* De Villa Ballester.