DOMINGO
libro

24 de marzo: no olvidar

Una fecha que en la Argentina marca los años más oscuros de la historia.

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Cuatro libros que desde diferentes editoriales y ángulos llaman a la reflexión. | cedoc

Sin consenso sobre cómo definir e interpretar aquel proceso crucial.

La dictadura militar de 1976-1983 es, a escala global, uno de los procesos más ampliamente conocidos de la historia argentina.

La razón principal debe buscarse en las violaciones masivas a los derechos humanos cometidas por las Fuerzas Armadas y de seguridad en esos años, resultado de un proceso de violencia represiva denotada por metodologías muy específicas de eliminación de personas, entre las que destaca la desaparición forzada. Ello situó a esa dictadura en una lista de regímenes autoritarios –de naturaleza y temporalidades diversas– que perpetraron procesos de exterminio masivo por motivos político-ideológicos, étnicos, religiosos o de cualquier otro signo, en la línea de las principales masacres del siglo XX.

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Pero también existen otras razones que explican ese extendido conocimiento y que se vinculan con el ejercicio de la violencia estatal: de un lado, la actuación del vigoroso movimiento político-social organizado en torno a la denuncia de los crímenes que se cometieron, que tuvo como principales animadores a madres, abuelas y familiares directos de las y los detenidos-desaparecidos y, de otro, las políticas de memoria y justicia que el Estado argentino implementó, con vaivenes, en la posdictadura. En un contexto global donde la memoria se erigió como clave principal para interpretar el pasado y el presente, y la voluntad de investigar y penalizar crímenes de lesa humanidad traspasó las fronteras nacionales y adquirió relevancia a escala transnacional, la experiencia argentina alcanzó un lugar muchas veces definido como pionero o ejemplar en la búsqueda de memoria, verdad y justicia.

Si nos situamos en otra perspectiva, la dictadura que comenzó el 24 de marzo de 1976 ha sido usualmente caracterizada o interpretada como una ruptura o un parte aguas en la historia nacional. Esa condición de acontecimiento extraordinario –por sus características singulares y, en particular, por sus huellas y su persistencia en las memorias sociales y el presente– explica, en gran parte, el sostenido interés en el período. (…)

Desde los años ochenta y hasta nuestros días, la dictadura ha sido objeto de análisis e interpretación, y también de debates sobre sus orígenes, su historia y sus memorias. En ese lapso, ha variado mucho no solo su relevancia en el ámbito público y político, sino también el modo de analizarla y los problemas estudiados. La primacía de los abordajes sociológicos y politológicos dio paso a un mayor número de indagaciones provenientes de la disciplina histórica (durante mucho tiempo reticente a ocuparse del pasado más cercano), mientras que han sido particularmente influyentes las pesquisas promovidas por el activismo de los derechos humanos y diversos agentes judiciales, como fiscales y jueces, en el marco de causas por delitos de lesa humanidad. Por su parte, y en lo que hace a la investigación académica, en los últimos quince años se verificó una renovación significativa en la producción de conocimiento sobre el período. (…)

Con todo, aún no existe consenso acerca de cómo definir e interpretar aquel proceso histórico. Los calificativos y conceptualizaciones utilizados para aludir al golpe de Estado de 1976 y al régimen que engendró abundan dentro del ámbito académico y en espacios extraacadémicos (como el movimiento de derechos humanos o la Justicia), entre los que se cuentan por su amplia difusión los de dictadura de seguridad nacional, dictadura cívico-militar, terrorismo de Estado e, incluso, genocidio. En la elección de muchas de las definiciones y categorías en uso se entrecruzan distintos planos: las explicaciones históricas, sociológicas y/o politológicas, los posicionamientos político-ideológicos y las dimensiones morales o ético-políticas. Esta mixtura de interpretaciones y análisis sobre la dictadura producidas desde el ámbito académico, la investigación periodística o judicial, así como la difusión de memorias, imágenes y representaciones del período, ha determinado que, muchas veces, resulte difícil diferenciar el estudio y la interpretación del proceso histórico en sí mismo de la condena a los crímenes perpetrados por las Fuerzas Armadas y de seguridad en esos años.

Asimismo, el golpe de Estado ha sido explicado mediante un conjunto de causas de corto y largo plazo y atribuido a variables exógenas o procesos endógenos. Todavía es posible encontrar análisis que acuden a la tan mentada como poco probada injerencia de los Estados Unidos como elemento explicativo fundamental de la intervención militar, cuando las razones del golpe de Estado hay que buscarlas no tanto en las imposiciones externas sino en procesos de orden interno –y sin que esto signifique negar la importancia de elementos como la política exterior de los Estados Unidos hacia América Latina, la influencia de las doctrinas contrainsurgentes de matriz francesa o estadounidense o de las ideas neoliberales–. En esta dirección, existe un amplio acuerdo en que el golpe tuvo su génesis en el contexto de la crisis política, social y económica que se desplegó y profundizó en los últimos tramos del gobierno peronista (1973-1976). Los estudiosos del período han analizado más o menos pormenorizadamente y en sus distintas dimensiones el derrumbe del gobierno de Isabel Perón a la par que el creciente rol político asumido por las Fuerzas Armadas en esos años, poniendo de relieve tanto los rasgos específicos de la coyuntura como factores de larga data de la historia nacional e incluso del contexto regional conosureño.

Sintéticamente, y sin omitir los matices y particularidades presentes en los planteos de los distintos autores y autoras, existen dos grandes líneas explicativas del golpe de Estado y del régimen militar de 1976-1983. De un lado, la larga tradición de estudios provenientes de la ciencia política y la sociología puso el foco en las características del sistema político argentino, destacando la debilidad de las instituciones democráticas, el pretorianismo y la centralidad del actor militar y, en términos más coyunturales, analizando la crisis de hegemonía y/o la crisis de representatividad de los partidos políticos. (…)

Por otro lado, se ha subrayado la importancia de las dinámicas socioestructurales en la gestación del golpe de Estado, tanto sea por el agotamiento o la crisis del modelo de acumulación sustitutiva como por los elevados niveles de movilización social o el poder adquirido por los trabajadores y sus organizaciones, en una periodización variable que se extiende durante la segunda mitad del siglo XX o se centra, más específicamente, en los años setenta o el momento del tercer peronismo. 

☛ Título: Historia de la última dictadura militar

☛ Autora: Gabriela Águila

☛ Editorial: SXXI Editores

 

El momento fundacional del kirchnerismo: el Presidente dice: “Proceda”.

24 de marzo de 2004, El Palomar, Colegio Militar de la Nación.

Néstor Kirchner le ordena a su jefe de Gabinete que vaya a estudiar los ánimos antes del comienzo del acto. Alberto Fernández obedece.

—Buenas, ¿cómo andamos? –saluda con una sonrisa forzada.

—Estamos mal, estamos mal… –el que habla con tono dramático es el ministro José Pampuro.

—¿Qué pasó, Pepe?

—Acá estamos discutiendo con Bendini quién baja el cuadro –responde el hombre a cargo de Defensa.

—Y bajalo vos, Pepe –dice Fernández, como si no viera el problema.

—Pero escuchame, si el cuadro lo bajo yo, no vuelvo nunca más al ministerio.

—¿Y usted, general? –Fernández gira la cabeza y mira a Roberto Bendini, titular del Ejército.

—Y bueno… para mí es difícil, porque para mis camaradas es un tema complicado. Finalmente, más allá de lo que hicieron como presidentes, ellos están acá por haber sido directores del Colegio Militar –se excusa.

—¡Eran dos asesinos, a quién le importa lo que fueron antes! ¿Qué hacemos entonces?, ¿le decimos que lo baje al edecán?

—Y bueno, es un tema difícil –insiste Pampuro.

—Déjense de joder, resuelvan quién baja el cuadro. Lejos de lo que ustedes sienten, van a pasar a la historia.

En medio de la charla, la puerta del cuarto se abre y aparece el presidente Néstor Kirchner.

—¿Qué pasa acá? –pregunta.

—Estamos viendo quién baja el cuadro –responde Fernández.

—¿Cuál es el problema? Es bajar un cuadro –dice entonces Kirchner, y hace un gesto con sus manos como agitando el aire. No hay respuestas. Kirchner insiste.

—¿El problema es quién baja el cuadro? ¡Que lo baje el jefe del Ejército! Bendini, haceme caso, subí vos y bajá a Videla de ahí que vas a quedar en la historia. ¿O no te animás? –Kirchner pega media vuelta y se va, sin esperar respuesta.

Los tres se quedan en silencio, pero piensan en escenarios completamente diferentes. Fernández considera que la situación está resuelta, Bendini comprende finalmente su destino y Pampuro sigue sin saber quién va a bajar el cuadro, acostumbrado a que Kirchner le juegue bromas con cada asunto delicado que aparece.

Unos minutos después salen de la sala y comienza el acto que muchos consideran como el momento fundacional del kirchnerismo: el Presidente dice: “Proceda” y Bendini sube dos escalones y descuelga el cuadro de Videla del Colegio Militar. A partir de ese minuto, los derechos humanos pasarán a ser una bandera clave en el gobierno y se inaugurará el movimiento popular más importante de la historia reciente de la Argentina.

Pero esta historia tiene un lado oculto, que había comenzado unos días antes, en esa misma galería llena de cuadros, cuando un grupo de cadetes del Colegio Militar, aspirantes a oficiales del Ejército, se reunieron en secreto y organizaron el robo de ese cuadro que –sabían– planeaba bajar Néstor Carlos Kirchner. Durante casi dos décadas nadie tuvo la certeza de si ese hurto finalmente se hizo o no, todo quedó oculto tras la imagen efectiva de Bendini retirando el famoso cuadro. Pero un día del año 2020, uno de esos cadetes (hoy un militar en servicio) quiso hablar. Este libro es la historia de esa confesión, una crónica de un robo del que nadie supo nada, pero que sucedió. Un puñado de jóvenes de entre 19 y 22 años hicieron un operativo veloz un día antes del acto del 24 de marzo y sustrajeron de la galería la imagen de Jorge Rafael Videla. (…)

El oficial tiene más o menos nuestra edad, seguramente esté entre los 37 y los 42 años. Abre un paquete de Marlboro. Saca un fósforo de una cajita y con una técnica muy de macho alfa raspa la cabeza de azufre colorado contra el borde de vidrio molido. A uno de nosotros la pose le hace acordar a “Cinema Verité”, una canción de Serú Girán. La cerilla suena como si hubiera encendido una bengala en el silencio de una Buenos Aires autorrecluida por la pandemia del coronavirus. La reunión se produce en aquellos días en los que de a poco los bares volvían a abrir.

El tema del encuentro está claro. Y surge una pregunta sencilla, como para entender con quién estamos hablando.

—¿Y vos qué pensás de lo que hizo Videla?

—Yo creo que el tipo agarró una olla caliente y se le fue de las manos la situación.

El oficial saca el teléfono del bolsillo de su pantalón pinzado y lo apaga. El aparato tiene unos años y tarda en reaccionar.

—Vamos más cerca de la fuente –pide–. Antes, cuando hablábamos de algo confidencial, les podías sacar la batería… Cosas de milicos –completa, sumergido en su juego de espías.

Nos sentimos en una novela de los ochenta, antes del final de la Guerra Fría. La ciudad vacía se convierte en un elemento clave de esa escenografía surrealista. Pero el tipo tendrá sus razones para desconfiar: si su accionar saliera a la luz, podría ponerse en juego su carrera militar.

—Por eso les digo, si hubieran blanqueado adónde pusieron a los muertos se acababa todo el quilombo –sigue, convencido de una teoría que claramente quiere hacernos saber.

Antes del encuentro teníamos pautas claras: lo íbamos a dejar hablar y no podíamos cruzarlo con posiciones personales. Cuando termina su teoría los dos nos miramos, pero apenas si movemos los ojos. Trabajamos durante meses para llegar a este momento. El oficial sigue hablando y no para de fumar. Toma el cigarrillo siempre con los dedos índice y pulgar de su mano derecha.

—Qué loco que justo nos encontremos hoy –dice uno de nosotros para romper el hielo.

—Sí, menos mal que a éste no se le ocurrió llamarnos –responde, rápido de reflejos, sabiendo de qué hablamos.

Cuando dice “este”, se refiere al presidente, Alberto Fernández, que a esta altura ya agota unos cuatrocientos días de su mandato.

—¿Y qué hubieran hecho si los llamaba?

—Nooo… no hubiéramos ido. No nos íbamos a cagar a tiros con la policía por estos zurdos.

La casualidad dictó que esa misma noche, mientras nos juntábamos con una de las cabezas de un robo que permaneció oculto durante casi veinte años, un robo que remite al pasado más oscuro y que al parecer sigue escondido, latente en algunos estratos de la sociedad, la Policía Bonaerense rodeara la quinta de Olivos con el presidente adentro para reclamar mejores condiciones de trabajo. La casualidad dispuso también que Eduardo Duhalde, justo ese día, dijera que existía la posibilidad de un nuevo golpe de Estado en la Argentina. Y finalmente decretó que durante esa oscura y solitaria noche en medio del confinamiento, junto a una fuente, prendiendo cigarrillos nerviosos una y otra vez, el hombre que quiso rescatar de la historia la figura de Jorge Rafael Videla nos lo confesara todo.

☛ Título: El cuadro

☛ Autores: Joaquín Sánchez Mariño y Julián Zocchi

☛ Editorial: Planeta
 

Adolfo Pérez Esquivel: “¡Qué sé yo, soy un sobreviviente de muchas cosas!”

En el inicio de la década de 1970 Adolfo Pérez Esquivel ya estaba involucrado en movimientos que luchaban por la paz y la justicia a través de la no violencia activa. En 1973 fundó el periódico “Paz y Justicia”. Y en 1975, junto a otras personas provenientes de diversos sectores sociales, políticos, intelectuales, sindicales y religiosos argentinos, participó de la creación de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) en respuesta a la creciente violencia y violaciones a los derechos humanos que acontecía en el país. A partir de 1976 se dedicó a viajar por el mundo, brindó conferencias, fundó el Servicio de Paz y Justicia (Serpaj), llevó como bandera la defensa de los derechos humanos y creó para tal fin programas de ayuda y desarrollo junto a comunidades indígenas latinoamericanas, movimientos obreros y personas en situaciones de vulnerabilidad.

En cada vida, como en la historia de la humanidad, hay una cronología, una línea de tiempo marcada con aciertos y desaciertos, triunfos y fracasos, dichas y desdichas, nacimientos y muertes. Y en nuestro país, entre tantas marcas, hay algunas recientes, muy dolorosas, aún abiertas, signadas por secuestros, torturas, muertes y desapariciones, cuyo epicentro es el 24 de marzo de 1976, cuando las Fuerzas Armadas toman el poder a través de un golpe de Estado derrocando al entonces gobierno constitucional de Isabel Perón, dando así inicio a una dictadura cívico-militar-eclesiástica que duraría hasta 1983.

Cuando todavía no se había fundado Madres ni Abuelas de Plaza de Mayo, cuando eran anónimas mujeres, algunas junto a sus maridos y otros familiares, todos inmersos en la más absoluta desesperación, buscando a sus hijos e hijas, Adolfo se juntaba con ellas en la parroquia de la Santa Cruz, en el barrio porteño de San Cristóbal, en la misa de las seis de la tarde. Al lado de la iglesia estaban la Casa Santa Cruz y la Casa Nazareth, que ya funcionaban como un lugares de encuentro, donde las familias de los desaparecidos y desaparecidas rezaban –desde sus perspectivas, ya que eran hombres y mujeres de diversos credos, incluso los había agnósticos o no creyentes–, se contenían y coordinaban acciones de denuncia y de visibilización de lo que estaba sucediendo en el país. Y se quedaban allí toda la noche, hasta la primera misa del siguiente día. Por entonces el párroco era Mateo Perdía, un hombre influenciado por los propósitos de la teología de la liberación, a favor del accionar colectivo, en defensa de los derechos humanos, de solidaridad con los pobres y de lucha contra la pobreza; además, era presidente de la conferencia latinoamericana de religiosos.

Hacia el final del mes de marzo de 1976, Adolfo tenía programada una gira por Europa para realizar diversas actividades ligadas a la promoción y defensa de los derechos humanos. Viendo lo que estaba sucediendo en Argentina, propuso posponer el viaje. Pero los organizadores europeos le dijeron que viajara igual, así podría explicarles lo que estaba pasando en el país. Luego de varios controles militares, logró salir junto a Amanda, su mujer. Cuando llegaron a Berna, Suiza, Adolfo se enteró de que en Argentina lo estaban buscando y que habían detenido a varios integrantes del Serpaj, entre ellos, a su hijo mayor, Leonardo, de diecisiete años. A partir de una campaña, con apoyo internacional, fueron liberados. La Embajada de Austria protegió a los hijos de Adolfo y los ayudó a salir del país. Exiliados primero en Suiza, después se trasladaron a Viena, a Bruselas y a París. Hasta que lo invitaron a Ecuador, como asesor de una reunión de obispos comprometidos con el acontecer latinoamericano. Y además podría quedarse como misionero para trabajar con las comunidades indígenas. Allí, el 4 de agosto, se enteró del asesinato de Enrique Angelelli, obispo de La Rioja, que venía pidiendo justicia por sus colegas sacerdotes asesinados. Y el 12 de agosto Adolfo fue detenido y estuvo preso junto a diecisiete obispos latinoamericanos y cuatro norteamericanos. Luego de tres días los expulsaron a Ipiales, frontera con Colombia. Amanda, en compañía de unos sacerdotes, los rescató. Retornaron de manera clandestina a Ecuador y finalmente decidieron regresar a la Argentina.

El 4 de abril de 1977 Adolfo fue capturado mientras intentaba renovar su pasaporte en el Departamento Central de la Policía Federal Argentina. Permaneció detenido en la Superintendencia de Seguridad Federal. Durante su detención sufrió todo tipo de torturas e incluso estuvo en uno de los vuelos de la muerte que despegó el 5 de mayo del aeródromo de San Justo, esposado y encadenado en el asiento trasero. Pero en pleno vuelo, una orden de último momento evitó que lo arrojaran vivo al Río de la Plata. Aterrizó en la base aérea de El Palomar, Morón. Luego fue trasladado a una cárcel de máxima seguridad, la Unidad Penal 9 de Villa Elvira, La Plata, hoy sitio de la Memoria. Estuvo en la celda 14. Pasó catorce meses detenido.

¿Por qué se salvó Adolfo? Quizá no haya una única respuesta. Él, de profundas convicciones espirituales, suele responder que “Dios así lo quiso”. Pero más allá de su fe y los misterios, además hubo mucha presión internacional, organizaciones europeas, iglesias, gobiernos, militantes, hasta la familia Kennedy pedía por su liberación. Fue liberado dos días antes de la final entre Argentina y Holanda por el Mundial 78. Hasta su casa fue trasladado en un Ford Falcon y quedó con custodia militar durante catorce meses más, en libertad vigilada; una versión deformada de la libertad.

“A veces, cuando uno comienza a recordar, dice: ¡qué sé yo, soy un sobreviviente de muchas cosas!”, relata Adolfo, que por estos días sumó una caída bajando las escaleras de su casa.

Aun así, Adolfo, con más de noventa años en los bolsillos del alma, con la suma de las consecuencias psicológicas, emocionales y físicas de las detenciones, las torturas y la proximidad de su muerte, continúa trabajando a favor de los derechos humanos, la paz, la justicia social y económica, utilizando siempre los medios legales y nunca la violencia.

Una luz en la oscuridad. Adolfo Pérez Esquivel ya había sido postulado al Premio Nobel de la Paz mientras estaba preso. Por entonces le dieron el premio Memorial Juan XXIII por la Paz, otorgado por Pax Christi International. Pasaron varios años de lucha y resistencia, de exilio, de cárcel y de persecuciones, hasta que el 13 de octubre de 1980, en plena dictadura militar, el Parlamento noruego anunció su distinción como Nobel de la Paz.

Cuando en el país se confirmó que el galardón era para un argentino, muy pocos conocían al nuevo Nobel de la Paz, y en los medios de comunicación, donde aún existían la censura y el miedo, no sabían cómo titular la noticia. ¿Cómo hablar del Premio Nobel de la Paz, de Adolfo Pérez Esquivel, de un hombre que venía trabajando en contra de la violación de los derechos humanos, denunciando la desaparición de personas y la apropiación de bebés? ¿Cómo narrar las causas de su premiación sin referirse a lo que sucedía en la Argentina, y lo que el mismo Adolfo había padecido?

“La noticia más completa la anunció Ariel Delgado, el periodista de radio Colonia, Uruguay”, recuerda Adolfo. Más allá de lo que se dijera en los medios masivos de comunicación, el gobierno militar no podía impedir que Adolfo Pérez Esquivel viajara a recibir el premio. “Pero a los dos días quisieron asesinarme. Me anunciaron el premio el 13, y el 15 sufrimos un atentado. En la calle México y Bolívar, casi en la esquina de la sede del Serpaj. Íbamos en el coche, en el 4 L, manejaba mi hijo Leonardo. Entonces vi que avanzaban dos tipos con armas, corrieron hacia el coche para matarnos y yo grité: ‘¡Acelerá que nos matan!’. Mi hijo aceleró y atrás se cruzó un tachero. Entonces los tipos no pudieron disparar, porque a ese tachero lo mandó Dios. Soy como los gatos, siete vidas”, recuerda Adolfo con nostalgia y con la voz cargada con la tensión que necesariamente impone el recuerdo de la cercanía de la muerte.

☛ Título: Para ser humanos

☛ Autor: Pablo Melicchio

☛ Editorial: Marea

 

Enjuiciando al terrorismo de Estado

Aesta altura contamos con suficientes elementos para concluir que, para cualquier presidente que asumiera el poder en diciembre de 1983, la salida “fácil” habría sido dar vuelta la página, olvidar el pasado y comenzar a gobernar. Previo a las elecciones el Partido Justicialista, históricamente el de mayor caudal electoral, de ninguna manera había dado señales de que buscaría revisar lo actuado por los militares en su alegada “guerra sucia” contra la subversión. A su vez, su candidato presidencial había dado a entender, sin perjuicio de posibles reparos personales a una Ley de Autoamnistía, que la misma tendría “efectos irreversibles”. Ese partido, no debe olvidarse, había obtenido el cuarenta por ciento de los votos.

Tampoco existía en el país ninguna exigencia generalizada por el juzgamiento y castigo por los delitos que pudieran haber cometido las Fuerzas Armadas. Eso era algo que, en el pasado, no se había hecho nunca. Ni en la Argentina, ni en toda la región, donde los golpes de Estado fueron moneda corriente durante buena parte del siglo XX. Los medios periodísticos, a su vez, se habían ocupado muy poco de exigir respuestas ante los reclamos provenientes de las organizaciones por los derechos humanos. Vale decir, tampoco puede sostenerse que Alfonsín se haya sentido presionado o influenciado por una suerte de “ola” de demandas en ese sentido. Casi todos los entrevistados han coincidido en que una supuesta demanda de juicio y castigo a los militares era algo inexistente.

El Presidente, en definitiva, puso en ejecución su política de derechos humanos movido por imperativos morales y de recuperación del imperio del derecho. “No podría nunca reconstruirse la República sobre la base de la impunidad y mirando para otro lado”, fue básicamente lo que les transmitió a algunos asesores y colaboradores en esos momentos fundacionales.

La decisión de enjuiciar a las juntas y a generales con capacidad decisoria. Razones para una “inculpación selectiva”. Aun cuando Alfonsín tomó la decisión de enjuiciar a los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas con escaso apoyo, su intención era también responsabilizar a aquellos generales con mando sobre determinadas zonas y subzonas. El Decreto 158 anunció así “que la existencia de planes de órdenes hace a los miembros de la Junta Militar y a los mandos de las Fuerzas Armadas con capacidad decisoria, responsables en calidad de autores mediatos por los hechos delictivos ocurridos en el marco de los planes trazados y supervisados por las instancias superiores”.

Sabemos que, para esta decisión, así como para rechazar la Ley de Autoamnistía, el presidente se apoyó en la opinión de unos pocos asesores del mundo jurídico (Carlos Nino y Jaime Malamud Goti, e inicialmente también Martín Farrell y Genaro Carrió). Ello lo hizo contra la opinión de integrantes de su propio gabinete, preocupados principalmente por la “gobernabilidad” del país.

Unas palabras previas al respecto. Quizá muchos recuerden la película “Todos los hombres del presidente”, estrenada en los Estados Unidos a mediados de los años setenta. El contexto era el escándalo de Watergate y las maniobras del presidente Nixon y un grupo de colaboradores para encubrir su participación en tareas de espionaje en la sede del Partido Demócrata, escándalo que vio la luz a raíz de la investigación de dos periodistas del “Washington Post”. “Los hombres del presidente” eran justamente esos colaboradores inescrupulosos que ayudaron a Nixon en las maniobras de encubrimiento.

Entiendo que la valía de un jefe de Estado puede medirse por la calidad de los asesores que elige. Para este tema tan delicado de diseñar una política de derechos humanos, Alfonsín buscó a personas de una gran formación intelectual y jurídica, absolutamente ajenas al mundo de la política. Junto a Nino y Malamud Goti, a los que les dedicaba en sus charlas largo tiempo, ideó un esquema de atribución de responsabilidades que le permitiera encontrar un equilibrio entre, por un lado, lo que era moralmente aceptable, y por otro, su capacidad real de mantener el poder de mando sobre las Fuerzas Armadas.

Así nació la idea, la cual le daría luego más de un dolor de cabeza, de concebir los “tres niveles de responsabilidad”: los que habían dado las órdenes, así como los que se habían desviado de ellas y cometido delitos con ensañamiento o un propósito de lucro, serían castigados. No así los oficiales inferiores, que las habían ejecutado. Alfonsín seguramente entendió que era moralmente defendible no buscar el castigo de todos los militares que hubieran cometido delitos, siguiendo aquí las ideas de Bentham que le acercó Martín Farrell. Y seguramente compartió también la posición de que prolongar por largo tiempo los enjuiciamientos a militares sería algo muy divisivo para la sociedad, según las ideas de Malamud Goti. (…)

La creación y puesta en funcionamiento de la Conadep. Como adelanté en las palabras previas a la entrevista a Graciela Fernández Meijide, un aspecto central en la política de derechos humanos de Alfonsín fue haber creado una comisión especial que investigara la tragedia de la desaparición de personas. Esa comisión, según estipulaba el Decreto 187 del 15 de diciembre de 1983, tendría a su disposición todos los recursos necesarios para recibir denuncias, determinar el destino de los desaparecidos y la ubicación de niños sustraídos, solicitar y producir pruebas, recabar informes, tomar testimonios, visitar los lugares que considerara necesario (incluidos, claro está, los centros de detención), poner en conocimiento de la Justicia los elementos relacionados con la comisión de delitos y producir un informe final con una explicación detallada de los hechos investigados. Es interesante además remarcar que Alfonsín sorprendió a varios de sus asesores al idear esta comisión, según los testimonios recogidos durante este trabajo.

No voy a reiterar aquí el completísimo relato que ofreció Graciela Fernández Meijide sobre cómo, pese a sus reservas iniciales, esta decisión de Alfonsín de preferir una comisión de notables, alejados del mundo de la política, rindió todos los frutos que seguramente el Presidente tuvo en mira al disponer su creación. Solo voy a remarcar algunos aspectos relevantes.

Según ilustraron José Ignacio López y Raúl Alconada Sempé, para la conformación de la Conadep Alfonsín optó por personas con una gran experiencia en temas de derechos humanos, varios de ellos fogueados ya en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, institución que el Presidente conocía bien. La decisión de uno de sus integrantes, Jaime de Nevares, de convocar a Graciela Fernández Meijide fue sin duda un gran acierto. Basta recordar todo lo narrado por ella a la hora de buscar incansablemente pruebas y visitar centros clandestinos, siguiendo su “método del imán” para el armado de “paquetitos”, que se enviarían luego a la Justicia.

Todo ello explica, entonces, el reconocimiento hecho por el fiscal Strassera respecto de la labor de la Conadep cuando afirmó que, para la presentación de la prueba en el juicio a los comandantes, la Fiscalía se basó principalmente en el informe del “Nunca más”.

☛ Título: Alfonsín y los derechos humanos

☛ Autor: Alejandro Carrió

☛ Editorial: Sudamericana