DOMINGO
libro

Argentina posperonista

La voz del pueblo callada en 1976.

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De Alfonsín a Milei, con fotografías de Eduardo Longoni, es un libro donde Eduardo Jozami hace un análisis de 40 años de democracia. | JUAN SALATINO

En la Argentina posperonista, quienes más hablaban de democracia eran los que habían apoyado la autodenominada Revolución Libertadora; pero, a lo largo de dieciocho años de proscripción de las mayorías, esos discursos fueron perdiendo, naturalmente, credibilidad. El peronismo, con más razones que ninguno para considerarse democrático, por el respaldo popular mayoritario y la notable ampliación de derechos sociales generada desde los tiempos de la Secretaría de Trabajo y Previsión, no utilizaba mucho esa denominación. Halperin Donghi minimizaba el aporte democratizador del peronismo cuando señalaba que Perón, a pesar de sus grandes triunfos electorales, no cifraba en el sufragio universal la legitimación de un poder que consideraba natural confirmación de su genio de conductor. De todos modos, es cierto que el primer Perón no tuvo la preocupación que mostró en sus últimos años por las formas del poder y el rol de los partidos políticos. Desgraciadamente, este último Perón, que hablaba de ecología e integración latinoamericana, revalorizaba la democracia y se apoyaba en un poderoso frente de trabajadores y empresarios, no pudo controlar la compleja coyuntura que encontró a su retorno, y pagó tributo tanto a las inclemencias de la interna peronista como a su propia dificultad para liberarse de la creciente influencia que alcanzó en su gestión el sector más reaccionario de su gobierno, encabezado por José López Rega.

El presidente electo en 1946 había invocado a la Nación y al pueblo más que a la democracia, y es comprensible que en los textos que circularon entre la militancia, en clave de resistencia, después del derrocamiento del gobierno peronista, el tema democrático no ocupara el lugar central. Para ampliar un poco la mirada, puede recurrirse también a otro legado muy rico. En su actividad legislativa y periodística iniciada en 1946, el diputado John William Cooke diseñaba un futuro de protagonismo popular y profundas transformaciones, “con el pueblo en la calle expresando sus emociones y nosotros haciendo leyes para la recuperación de la soberanía nacional”.

Lejos aún de su perfil más conocido, el que adoptaría más tarde como teórico de la resistencia, la revolución institucional que entonces imaginaba el joven parlamentario no contemplaba la utilización de la violencia, en un momento en el que la inmensa mayoría de la población celebraba pacíficamente el advenimiento de un nuevo orden social y, retomando una frase de Perón, “las manifestaciones peronistas tenían mucho de romería”. Es comprensible que, después de los bombardeos al pueblo inerme, el golpe de septiembre de 1955 y los fusilamientos del año siguiente, estos textos de Cooke parecieran algo inactuales. Hoy merecen ser rescatados, porque sirven para entender lo que es esencial en el peronismo y, además, para deslindar responsabilidades acerca del advenimiento de la violencia en la Argentina moderna.

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La proclamación de la candidatura presidencial de Arturo Frondizi provocó en 1957 la ruptura del radicalismo. A pesar de que un sector muy importante de la UCR (Unión Cívica Radical), encabezado por Ricardo Balbín, siguió apoyando a la dictadura, se produjeron desgajamientos del bloque antiperonista, especialmente significativos en el campo cultural. Allí se inscriben tanto el balance de la revista Contorno, que combinaba audacia intelectual y eclecticismo político –“esto del peronismo sí, esto del peronismo no”–, como las denuncias de torturas que Ernesto Sabato acompañó con la renuncia a la dirección de una revista oficial y la adhesión de grandes contingentes de universitarios, profesionales y trabajadores de la cultura al candidato que recibiría más tarde el apoyo de Perón. Estas franjas de clase media no atinaban a sumarse al peronismo; sin embargo, les resultaba insoportable la represión contra el movimiento obrero y el discurso mentiroso de la Libertadora.

El derrocamiento de Frondizi, consecuencia de haber autorizado la presentación de candidatos peronistas que ganaron la elección en varias provincias, mostró en 1962 que no se podía gobernar sin el concurso del movimiento proscripto. Es cierto que entonces tampoco hubiera podido hacerlo con apoyo peronista, porque serían necesarios todavía muchos años de luchas y recomposiciones políticas para que las Fuerzas Armadas aceptaran el levantamiento de la proscripción del movimiento mayoritario.

Solo un año había transcurrido desde el Pacto Perón-Frondizi cuando el líder exiliado denunció su incumplimiento y la militancia del peronismo pasó otra vez a la resistencia. La ocupación del frigorífico Lisandro de la Torre por sus empleados, rechazando la privatización de la empresa, fue apoyada por una huelga general y marcó el punto más alto de estas luchas a comienzos de 1959, cuando el gobierno acordó el primer convenio con el Fondo Monetario Internacional. La represión a los militantes que actualizaron las recomendaciones enviadas por Perón en 1957, que no excluían la acción violenta, alcanzó niveles comparables a los peores tiempos de la Libertadora. El llamado Plan Conintes (Conmoción Interna del Estado) implicó el retorno de la tortura y la movilización militar de los trabajadores en conflicto.

Todas estas concesiones del gobierno de Frondizi no impidieron que las Fuerzas Armadas complotaran para derrocarlo desde el primer momento. Ernesto “Che” Guevara visitó la Argentina y tuvo una reunión secreta con el presidente. Como, además, el gobierno argentino ponía reparos a la ruptura de relaciones con Cuba, los jefes militares agregaron otro motivo para cuestionar al gobernante, y poco después éste fue depuesto. En los comienzos de lo que se llamaría Doctrina de Seguridad Nacional, rápidamente quedaría conformado un nuevo enemigo, el castroperonismo. Mientras tanto, aumentaba la injerencia de los militares en la vida política, y los titulares de los diarios irían siendo ocupados por los generales, más que por los dirigentes políticos, en lo que podía considerarse el anuncio de un futuro ominoso.

Desde esa perspectiva, debe analizarse la experiencia de Arturo Illia, beneficiario de la proscripción peronista, referencia que no puede obviarse, pese al perfil progresista de muchas medidas de su gobierno. Pocos recordaron entonces el mensaje de Hipólito Yrigoyen, señalando a los radicales que la plena libertad del sufragio era la primera bandera del movimiento popular. No les fue mejor a los numerosos dirigentes del peronismo que en esos años depositaron expectativas en los golpes militares. El cordobazo hirió de muerte el ambicioso proyecto de una “revolución argentina” que no se fijaba plazos, sino objetivos. A partir de entonces, la activa resistencia popular aseguró el retorno de Perón y desbarató el proyecto del general Lanusse, quien había querido asegurar una salida política negociando con el peronismo, pero imponiendo su propia candidatura. No era ese el objetivo del líder exiliado, quien maniobró en la coyuntura mostrando sus dotes de conducción; y nada hubiera sido posible si la consigna de su retorno sin condiciones no se hubiera convertido en la primera demanda democrática, reuniendo el apoyo de los más diversos sectores políticos. En los términos de la teoría de Ernesto Laclau, el nombre de Perón, en momentos de su retorno, actuaba como un significante vacío, capaz de albergar adhesiones muy variadas y hasta contradictorias.

El proyecto de retorno contaría con tres apoyos fundamentales. La CGT de los argentinos, liderada por Raimundo Ongaro, que había  encabezado la resistencia a la dictadura de Onganía, fue reemplazada por una nueva conducción sindical en la que José Rucci, que no tardaría en construir una muy estrecha relación con Perón, ocuparía la Secretaría General. Este cambio en la Central Obrera marginó a los sectores más combativos nucleados en torno a Ongaro, pero además puso límites a la derecha sindical, que trabajaba para la candidatura de Lanusse. También en el campo empresarial el líder que volvía al país había aumentado su influencia. La Confederación General Económica, creada por José Ber Gelbard hacia fines del primer gobierno peronista, venía aumentando su representatividad con la adhesión de muchos empresarios que orientaban su producción al mercado interno. Estos empresarios mercado-internistas, aliados tradicionalmente a la CGT para frenar los efectos recesivos de las devaluaciones y los planes estabilizadores del Fondo Monetario, tampoco se habían entendido mal con los militares que sucedieron a Onganía, e impulsaron algunos proyectos estratégicos como la construcción de la planta productora de aluminio en la provincia de Chubut, con participación estatal y de capital extranjero.

Perón ofreció a estos empresarios nacionales un liderazgo con perspectivas de futuro más amplias y ellos aceptaron con entusiasmo. Pero ni Rucci ni Gelbard bastaban para impulsar la movilización popular que fue, en definitiva, lo que aseguró el retorno del general exiliado en Madrid. El nuevo secretario de la CGT ya había olvidado su comportamiento combativo de los primeros años de la resistencia: defendió la posición de Perón cuando muchos sindicalistas aceptaban el proyecto de Lanusse, pero mantuvo siempre una fuerte preocupación y una marcada actitud de rechazo ante el crecimiento de la Juventud Peronista. En cuanto a Gelbard, aunque tenía una mirada sobre el mundo que podríamos llamar progresista, debía moverse con la moderación que se espera de un líder empresarial.

Desde que comienzan las negociaciones con el expresidente exiliado, Lanusse muestra su disposición a acceder a algunos de los reclamos del general, el más importante de los cuales fue sin duda la entrega de los restos de Eva Perón. Sin embargo, siempre hubo dos condiciones que la Junta Militar hasta último momento no renunciaría a imponer: que el expresidente no fuera candidato y que se garantizara alguna forma de control de las Fuerzas Armadas sobre ciertas áreas del futuro gobierno. La abrumadora emergencia de la Juventud Peronista aportó el entusiasmo y el compromiso necesario para luchar en todos los terrenos por el retorno de Perón sin aceptar estos y otros condicionamientos.

Los dos últimos años de la dictadura, momento inédito de militancia y radicalización cultural, presencian la confluencia de las más diversas luchas populares que superaron las fronteras del peronismo. Es en este proceso cuando Montoneros, hasta entonces uno más de los grupos armados que enfrentaban a la dictadura, se transforma en la principal organización y el eje del reagrupamiento de los grupos militantes que emergieron en la coyuntura. Esta JP liderada por Montoneros, debido a su inmensa capacidad de movilización social, sedujo a un Perón que seguramente no compartía todo lo que hacían los grupos juveniles, pero no dudaba de que estos aceptarían finalmente su conducción.

Si Perón fue seducido por sus interlocutores juveniles, es aún más evidente que los jóvenes militantes peronistas y muchos de sus dirigentes fueron, a su vez, cautivados por el general exiliado. La entrevista Perón: Actualización política doctrinaria para la toma del poder, filmada por Fernando “Pino” Solanas y Octavio Getino, que tuvo gran difusión, mostraba un Perón muy actualizado de las transformaciones en un escenario internacional que registraba la derrota de los Estados Unidos en Vietnam y el fortalecimiento del bloque de naciones del Tercer Mundo. Aunque Perón no comprometía con afirmaciones puntuales su definición general en favor del socialismo nacional, en sus declaraciones de los primeros años de la década del setenta aparecía como un líder sabio y maduro, decidido, además, a arriesgarse viniendo al país pese a las amenazas de Lanusse. Fortaleció en gran medida esta atracción de Perón sobre los jóvenes su negativa a desautorizar o condenar las acciones de la guerrilla. El líder exiliado se autodefinía como un general herbívoro, deslindando de ese modo toda vinculación personal con la violencia; pero relativizaba estas definiciones señalando que, tal vez, de tener veinte años, habría seguido el mismo rumbo que la juventud.

Esta empatía entre los jóvenes y el viejo líder facilitó el equívoco que provocaría la violenta ruptura del frente peronista. Los primeros se negaban a ver que Perón no era un hombre grande ya cansado de la política, sino alguien que volvía dispuesto a gobernar y ejercer el poder que había construido; tampoco comprendían que la radicalización ideológica de las definiciones montoneras los alejaba del pensamiento de Perón. Este, por su parte, subestimó la profundidad de las contradicciones entre los dirigentes sindicales y la guerrilla peronista, que estallarían con violencia en Ezeiza menos de un mes después de la asunción de Héctor J. Cámpora como presidente. Además, a pesar de las advertencias de algunos de sus viejos colaboradores, el general se resistía a creer que los muchachos tuvieran un proyecto propio y fueran capaces de enfrentar su liderazgo.

Tantos errores de apreciación se sumaban a otro más importante: no parecía que los diferentes componentes del espacio peronista hubieran advertido que el enemigo batido en 1973 no había sufrido una derrota definitiva ni mucho menos. Las primeras reuniones de civiles, militares y eclesiásticos preparando el golpe futuro se produjeron en 1974 y avanzaron más decididamente a medida que se evidenciaba la ruptura del frente peronista. El plan económico de Gelbard, apoyado decididamente por Perón, será cuestionado por Firmenich, que sostenía que la política del Pacto Social debía ser dirigida por la clase trabajadora, olvidando que los Montoneros influían en un reducido número de sindicatos. Así, la juventud peronista cometía el mismo error que tradicionalmente se cuestionaba a la izquierda: asumir una representatividad meramente ideológica de los trabajadores a pesar de la escasa participación en las estructuras sindicales. Por su parte, Perón, que pudo haber visto con mayor claridad la importancia de sostener la unidad del movimiento y las políticas que en el inicio de la gestión tuvieron un amplio apoyo social, perdió esa mirada ecuánime en cuanto su liderazgo fue claramente cuestionado.

La acción armada que dio muerte a José Rucci agravó notablemente el cuadro interno del peronismo y alimentó la escalada de violencia. La operación resultaba más que cuestionable. Rucci era el secretario general de la CGT. Es cierto que otros sectores como la izquierda sindical encabezada por Agustín Tosco, y muchos dirigentes del peronismo combativo, lo habían criticado severamente, y se decía que gente de su custodia había estado involucrada en la masacre de Ezeiza; pero nadie podía impugnar su legitimidad como dirigente más importante del movimiento obrero. Además, era un hombre del círculo más estrecho de Perón, y resultó por eso incluso más intolerable que se hubiera recurrido a un método de apriete político impropio de una organización revolucionaria. El resultado fue muy distinto al que se supone buscaron los autores: el Partido Justicialista excluyó cada vez más a los Montoneros de todas las instancias y el verdadero beneficiario fue López Rega, que encontró más facilidades para profundizar su influencia junto al General, en vísperas del surgimiento de la AAA (Alianza Anticomunista Argentina). A la muerte de Perón, la crisis del movimiento quedó expuesta y seguiría profundizándose a medida que la violencia política se generalizaba y se iba gestando el proyecto empresario-militar que encabezaría Videla el 24 de marzo. Mientras tanto, desde el peronismo, nadie tuvo lucidez ni posibilidad de pensar alguna forma de recomposición del proyecto popular que había mostrado toda su potencialidad el 25 de Mayo de 1973. Ello terminó explicando, en gran medida, el resultado electoral de las primeras elecciones posteriores a la dictadura, diez años después.

Se hizo aún más difícil detener la espiral de violencia cuando integrantes de la AAA cometieron atentados que costaron la vida de muchas figuras importantes del campo popular, como Rodolfo Ortega Peña, Atilio López, Julio Troxler (sobreviviente de los fusilamientos de junio de 1956) y Silvio Frondizi. La decisión de la conducción montonera de que la organización pasara a la clandestinidad y reiniciar la lucha armada, solo dos meses después de la muerte de Perón, provocó un debilitamiento de la militancia en los barrios y las agrupaciones sindicales, y generó un distanciamiento en amplios sectores de la sociedad que habían justificado la violencia política cuando era ejercida contra una dictadura militar. El gobierno de Isabel Martínez se alejaba cada vez más de las aspiraciones populares consagradas en la elección de 1973, y el notorio apañamiento de la represión ilegal hería severamente su legitimidad. Sin embargo, un país donde funcionaban sin grandes cuestionamientos el Parlamento y la Justicia no podía ser considerado una dictadura. Y lo más importante: ese gobierno criticado y debilitado no había perdido todavía la mayoría de las adhesiones confiadas a Perón.

La frustración del proyecto militar pomposamente llamado Revolución Argentina fue determinante para que el nuevo intento golpista de 1976 procediera con un rigor desusado aun en las peores situaciones dictatoriales que había conocido el país. Para Jorge Rafael Videla y quienes lo secundaron, con raíces en el sector colorado del Ejército, desmesuradamente antiperonista, la dictadura iniciada en 1966 había procedido con una blandura e indecisión que facilitaron el éxito de la estrategia de Perón. Quienes pensaban así olvidaban que, en el período en el que Lanusse ejerció la máxima autoridad del ejército y del país, hubo desapariciones, presos políticos y represión constante al movimiento popular. Aún más grave fue la Masacre de Trelew, sobre la que el presidente de facto aceptó la insólita versión de la Armada, que hablaba de un ataque a sus carceleros por parte de los detenidos en la Base Naval. 

Aunque algunos creyeron las versiones propagadas por los mismos golpistas sobre el cese de la represión ilegal, el terrorismo de Estado que se implantó en marzo de 1976, lejos de establecer una legalidad que impidiera acciones arbitrarias y crueles como las ejecutadas por los seguidores de López Rega, avanzó con formas mucho más severas de represión, incorporando además en los grupos de tareas a la mayoría de los cuadros de la AAA. La desaparición forzada y la sustracción de niños para cambiarles su identidad, métodos novedosos que parecen demenciales y agravian la conciencia universal, respondían a un plan organizado no solo para derrotar al enemigo subversivo, sino para eliminar toda posibilidad de oposición o resistencia, para disciplinar al activismo político y social, y habilitar de este modo una profunda restructuración regresiva de la sociedad. El país gestado por el peronismo debía cambiarse de raíz.

 

☛ Título: De Alfonsín a Milei

☛ Autor: Eduardo Jozami

☛ Editorial: Eduntref
 

Datos del autor 

Eduardo Jozami es doctor en Ciencias Sociales (Universidad de Buenos Aires). Abogado con diploma de honor (Universidad de Buenos Aires). Otras experiencias docentes: Universidad de Buenos Aires, Universidad Autónoma de México, Universidad Nacional de Córdoba, Universidad Nacional de Lanús, Universidad Nacional de Mar del Plata.

Exinvestigador del Conicet. Exinvestigador del Instituto Latinoamericano de Estudios Transnacionales. Exdirector del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti. Exconcejal, legislador y convencional constituyente en la Ciudad de Buenos Aires.

Activista de los derechos humanos. Director del Centro de Estudios de Memoria e Historia del Tiempo Presente (CEM). Docente de la licenciatura, el doctorado y la maestría en Historia.