Lo que vi en Beirut: un Renault 12 blanco deshojado hasta la lástima; un Renault 12 break con calcomanía “Cristo Vive” en el ángulo inferior izquierdo de la luneta trasera; geografía laberíntica inviable para el viajero de a pie; tostadores de castañas callejeros apuntalados detrás de los carros ambulantes; un Lamborghini Huracán LP 580-2 Spyder, color huevo. Bueno: dos (mi amigo J.M., bien nutrido en el tema, me apunta que cada ejemplar cuesta unos 320 mil dólares); alambradas de púas a los pies de los ingresos prohibidos; asadores itinerantes de choclo; familias sirias descalzas, escoltando el rancho en las puertas de inmuebles abandonados, mendigando caridad; militares con fusiles, de charla mientras caminan por una calle de Hamra; militares en custodia de barrios poderosos; militares apostados en edificios interiores de su propio barrio militar a la espera de algún ejercicio militar que los convoque.
Militares por todos lados; activistas antisistema en acampe primitivo en el centro mismo de la Plaza de los Mártires, y la carne viva de sus acciones: bancos-tiendas chic-edificios coquetos vandalizados, grafitis-murales-stencils-pintadas y la leyenda más usada por estos: “Comete al rico”; arterias paridas para el tránsito fluido y veloz, sin semáforo ni cruce peatonal en kilómetros; narguile compartido en la puerta de un comercio de venta y reparación de celulares; tristeza en el rostro; mezquitas; iglesias, cristianas pero también griegas; taxis vacíos a la caza del gringo extenuado; cerrado el Museo Nacional, al igual que el Sursock, y así; Charles Helou: la terminal de ómnibus más espantosa jamás retratada; un local de Porsche, dos sujetos dentro testeando vehículos exhibidos para la venta; barriadas palestinas; tres hombres beben café en la esquina de la imponente Universidad Americana, de pie, dialogan de manera alocada: como si fueran a trenzarse a golpes; mucho pero mucho tabaco; una chica musulmana preciosa guardada dentro de un velo diáfano, ojos caramelo, labios churrasco, semblante desdeñoso; caos de tránsito, bocinas multicolor; murallas de concreto, de más de cuatro metros de altura; otro Lamborghini, rojo, sin precisiones de modelo, solo cabe sucumbir ante el rugido vaporoso; caras con bigotes, caras con barba; resabios de la ejecución imperial francesa: centros de idioma, liceos, universidades, artificio en el hablar libanés; un puerto marítimo colosal, en pleno centro de la ciudad; edificios colados por las balas; edificios reconstruyéndose; edificios altísimos; edificios minúsculos.
En todos los casos: balcones forrados con gruesas lonas plásticas para proteger el ambiente interior del sol abrasador; escasos parques públicos; tanquetas de guerra frente a un local de comidas rápidas; el uso de dólares como moneda corriente; transporte público deficiente: pequeñas camionetas lastimadas; columnas romanas descubiertas por excavaciones arqueológicas a niveles estratigráficos, testimonio vital de la riqueza histórica; la cumbre del Monte Líbano nevado, pese a las altas temperaturas, la custodia permanente.
Lo que vi en Beirut fue un atardecer megaexplosivo; abducido como niño frente a los tragaespadas de feria, rendido al entusiasmo barroco del sol naranja píxel que, extenuado, morigera tímidamente el peso para dejarse caer, desplomarse agónico sobre el metal corrugado mediterráneo que baña la llanura estrecha de la costa beirutí, refugio del espolón, cómo no, de las Rocas Raouche.