Nací en el año 1943, en plena Segunda Guerra Mundial. La televisión llegó a mi casa (a mi vida, a mis ojos) unos cuantos años después de su arribo al país. Antes y después, fui, de la mañana a la noche, un fervoroso escucha de la radio.
El aparato Philips, de baquelita color gris, a electricidad, no le deja mentir a mi memoria. La radio era la encargada de proveer información, entretenimiento e imaginación a esa familia de clase media (papá, mamá, mi hermano mayor y yo), primero vecinos del barrio de Caballito y más adelante de Floresta.
El recuerdo radial más temprano, y a la vez más lejano, es el siguiente: debo tener seis o siete años, después de la cena acompaño a Adela, mi segunda mamá, ama de casa tiempo completo, mientras ella plancha, ordena su costurero, zurce medias e improvisa otros remiendos imprescindibles. Estamos solos (es una forma de decir, porque entre nosotros, que no hablamos, está la radio), en la cocina, escuchando un programa titulado Entre tangos y boleros. Yo, sentado en el suelo, presto la oreja y almaceno una clase de banda musical que, por suerte, jamás me abandonaría. Mi mamá, que no desentonaba al cantar, se le anima a algunas letras de tango y, en especial, al bolero “Amapola”.
Lo que se escuchaba –tal vez en Radio del Pueblo, pero de eso no estoy seguro– era efectivo y contundente: un locutor acompañaba las últimas horas del día, pasando selectas grabaciones, alternando un tango y un bolero. Probablemente nada original, pero justo para quienes nunca habíamos escuchado música clásica. Momento tierno, típica foto de calendario de esa época.
Lo que llega a mi cabeza después es una memoria radial certera, variada y cronológicamente desordenada. Desde muy chico escuché los partidos transmitidos por Fioravanti y un equipo que cada tanto le demandaba a él y a nuestro corazón: el alerta de “¡Atento Fioravanti!”. Significaba que en alguna otra cancha había ocurrido una novedad de la que era necesario enterarse. Cuando mi papá volvía de su trabajo para almorzar y cumplir con el ritual de la siesta (sí, es cierto, los padres de aquel tiempo podían darse semejantes lujos), escuchábamos El Relámpago, una comedia de humor medio disparatado que se desarrollaba en una revista, o tal vez era un diario. Creído que era un niño inteligente, repetía ufano, orgulloso, de memoria, la letra de una cortina musical (que ahora se llamaría separador) que se escuchaba al término de la tanda comercial: “Y de vuelta, nuevamente, a la alegre redacción”.
En casa manteníamos firme la ilusión de que un día llamarían a nuestro teléfono (en Caballito, de característica 43, y cuando nos mudamos a Floresta, el que empezaba con 69) y nos tocaría un premio si al atender decíamos “Olavina”, la marca de un aceite, anunciante principal del programa, en lugar de “Hola”. Y aunque a ninguno de la familia se le ocurrió declinar la ilusión, el telefonazo nunca se produjo. A la altura del Toddy de la tarde (“¡Mamá, la leche tiene nata!”, era un reclamo habitual) recuerdo, o eso creo firmemente, que no me perdí ningún capítulo de Tarzán, rey de la selva, una licencia argentina, transgresora, del original de Edgar Rice Burroughs. De esa formidable ficción de aventuras admiré la impecable banda de sonidos y efectos especiales, que realmente nos instalaba en escenarios salvajes y, en especial, a quien hacía de Tarzanito, el actor Oscar Rovito, que era un niño cuando se sumó al elenco.
Con los años, y por mi oficio de periodista, pude conocer personalmente a muchos de los que había conocido a través de la radio. Pero en aquellos tiempos infanto-adolescentes me reí con Los 5 grandes del buen humor y admiré los artesanales silbidos de Pepe Iglesias, apodado El Zorro. Ese tipo era capaz de armar un instrumento novedoso con su boca, sus aguerridos pulmones y su buen gusto musical. Escuchando los bailables de los sábados, imaginé que la gente realmente iba a bailar y muchas veces me dormí escuchando las transmisiones en vivo de obras completas que Radio Porteña hacía desde los teatros. Recuerdo, como si fuera hoy, piezas como Las manos de Eurídice y ¡Qué noche de casamiento!, que emitían cada tanto.
Desde niño supe de actrices y actores escuchando Diario del cine, de Chas de Cruz, secundado por Domingo Di Núbila y Clara Fontana, o Pantalla Gigante, conducido por Jaime Jacobson con adláteres como Nicolás Mancera, Conrado Diana y una locutora llamada Lidia Durán a la que presentaban como “El eterno femenino”. Para ser sincero, nada me gustaba más que esa hora maravillosa preparada por LR1 Radio El Mundo, con cuatro programas de quince minutos cada uno, que realmente conformaban todos los gustos del momento. A las siete y media de la noche estaba ¡Qué pareja Rinso… berbia!, con Blanquita Santos y Héctor Maselli. El auspiciante exclusivo era un jabón en polvo en el momento en que recién llegaban a las casas los primeros modelos de lavarropas. El siguiente cuarto de hora estaba ocupado por la big band Héctor y su jazz, de Héctor Lomuto. Y del jazz a la típica: el Glostora Tango Club. Glostora era un menjunje que, en términos de prestigio, parecía ser superador de la gomina y que publicitariamente se presentaba como “el fijador de la juventud triunfadora”. Eran los tiempos en que no eran bien vistos los pelos al viento y el que usara Glostora, no solo andaba por la vida con los pelos fijados, sino que además podía considerarse único y realizado. Los 60 minutos de lunes a viernes se completaban con Los Pérez García, una familia clasemediera (esposo, esposa y el añorado casalito) que funcionaba en espejo, en penas y alegrías, en logros y en conflictos con la clase media en ascenso. Sitcom anticipada a su tiempo, todos esperábamos el inicio, cuando tras un sonido de teléfono, aparecía la voz del pater familiae que decía: “Sí, esta es la casa de Los Pérez García”.
Escucho radio desde que era muy chico, lo que significa que acompañé a ese mundo construido por palabras y silencios en más de 70 de sus 100 años de historia, que se cumplen en este 2020. Primero, entonces, como oyente los conocí por sus voces; después vino la televisión que sin pudor se apoderó de todos los géneros radiales y sus respectivos protagonistas, y a casi todos a los que había visto de refilón en Radiolandia, Antena o Radiofilm, les pude poner cuerpo, cara e imagen. ¿Fue mejor? ¿Fue peor? Quién sabe. Lo verdadero es que pude entender a la radio y a su magia sobre la que nadie duda, porque antes había escuchado con deleite a Niní Marshall en Catita o doña Pola, a Buono-Striano divirtiéndose y tomándole el pelo a las palabras, a Juan Carlos Mareco, Délfor y Fidel Pintos haciendo lo suyo con talento y convicción, y admirando a los partenaires como Juan Carlos Thorry, Jaime Font Saravia o Augusto Bonardo.
Lo que vino más tarde para mi vida fue entre un milagro y una providencia del destino que agradeceré eternamente.
Ya como periodista profesional, tanto en la revista semanal Confirmado (de mitad de los 60 a finales de la década) como en el diario La Opinión (1971-1973), Jacobo Timerman, director de ambas publicaciones, me pidió que me sentara a escuchar radio y a mirar televisión como si estuviera viendo cine o teatro, y que después contara lo que había oído y visto. Eso hice, y el método se me volvió costumbre y sistema. Lo apliqué también en Humor (1986-1999), en Clarín (1983-1990), en Página/12 (1990-1993), en La Maga (1993-1995) y en La Nación y PERFIL.
En 1993 el mundo de la radio regresó a mi vida. La editorial Planeta me convocó para contarme que en España se acababa de editar un libro sobre la historia de la radio española que, como bonus, incluía un CD con sonidos evocativos de programas y personajes de todas las épocas, y querían armar uno similar acerca de la radio argentina. Vaya privilegio el que tuve. Lo hicimos con un equipo integrado por Juan José Panno, Gabriela Tijman y Marta Merkin. En 1995 apareció Días de radio en una presentación de lujo, con tapa dura que semejaba una antigua radio capilla y un CD como elemento central de la portada. Ese libro tuvo numerosas reediciones, y continúa vigente porque integra el material de estudio de circuitos terciarios y universitarios. Todo lo mucho que me faltaba saber acerca de la historia de la radio lo completé haciendo ese libro.
El que aparece ahora por Editorial Octubre será el quinto libro sobre la radio que me tocó encarar. Nunca dejo de reconocer que me hubiera resultado imposible hacerlo de no haber contado con esa previa formación familiar “radial”. Crecí cercano a una radio encendida. La radio ha sido uno de los elementos constitutivos de mi formación personal, cultural y sentimental. No exagero si digo que mucho de lo que sé y aprendí, mucha de mi sensibilidad por determinadas cuestiones se debe a la radio. Una formación que recién se completó con todos los años que llevo frente a los micrófonos. Con muchos de los que compartí una mesa radial aprendí algo que jamás olvidé y que luego puse en práctica. Después de tantos años de oyente y de trabajador de la radio, sé que la radio es ese lugar que me permitió ser muy parecido a como soy. En la radio me siento muy libre. En la radio fui, soy y espero seguir siendo feliz.
Tómese este libro como uno más de las muchas maneras en que la radio será homenajeada en su centenario. Tengo la convicción de que ni la gráfica ni la tele, en acontecimientos similares, obtendrían una celebración similar. Y entiéndase al libro como una magnífica oportunidad –que como autor agradezco– de unir a la vieja radio con la nueva, con la esperanza de entender que hay, hubo y habrá una única radio: la que nos entra por una oreja y no nos sale por la otra, ya que una vez incorporada a nuestro cuerpo se nos aloja en el corazón provocando sentimientos, recuerdos, memoria, calidez y afectos (…).
Tesis e hipótesis, cien años después.
Alguien, a distancia, al que no vemos, pero al que podemos imaginar (claro: siempre y cuando no lo hayamos visto ya 500 veces en televisión) transmite con el objetivo de ser escuchado por la mayor cantidad de gente. Sin embargo, cuando lo que dicen llega a los oídos del radioescucha, eso parece estarle dedicado en exclusividad. Ningún otro medio de comunicación genera ese efecto de cercanía, calidez, intimidad, confianza, compañía. Un siglo después de su creación, esa promesa básica de la radio sigue siendo imbatible. Y también es insuperable lo que genera cruzarse en el aire con un discurso inteligente, con un diálogo atractivo, original, inesperado, de esos que es muy difícil dejar de escuchar y provoquen un choque de mundos y que cualquiera llegue tarde a una cita. AM, FM, radio por Internet o podcast, la radio será la misma en términos de transmisión: la gran diferencia podrán hacerla si los que hacen uso del micrófono son estimulantes cómplices de la inteligencia y de la cultura.
Aquí y en todo el mundo, los medios de comunicación atraviesan un momento de transición, con final absolutamente previsible, pero aún incierto. Esto tiene que ver con la puja entre lo analógico y lo digital. El viejo sistema no termina de dar su apagón final, porque aún crujiente por todos los costados, por el famoso Don Dinero nadie se anima a jubilarlo del todo. El nuevo sistema digital nos proporciona una fabulosa novedad diaria, pero ni siquiera los mayores genios mundiales del marketing y de la comunicación terminan de encontrarle la vuelta de rentabilidad. Es posible inferir que, más temprano que tarde, esta supercopa la alzará el mundo digital, pero en el mientras tanto, provoca incertidumbre y algún que otro malestar y confusión.
Entre 1935 y 1960, en sus épocas de oro, la radio argentina atendía todas las necesidades de entretenimiento de cada hogar. Por el aire de muchas emisoras muy diferentes entre sí, pero en especial por LR1 Radio El Mundo, LR3 Radio Belgrano y LR4 Radio Splendid pasó lo mejor del arte, del espectáculo y de la cultura popular. Hoy, las tres, luego de muchos años de inestabilidad, en las que alternativamente fueron estatales y privadas, están distantes de sus brillantes orígenes. Se reiteran los casos de radios económicamente quebradas que muestran en su programación a figuras que tienen un importantísimo rol de auspiciantes. Otras modalidades de contratación son la cesión gratuita de espacios o que los conductores y columnistas lleguen con sus apoyos publicitarios.
En las FM el panorama es similar. Mientras unas pocas flotan, emblemas del dial modulado como la Rock and Pop y Blue pasaron por costosos conflictos laborales, que les originó una sangría de personal considerable.
Numerosas radios on line funcionan apoyadas en vías de financiamiento alternativo a través de aportes de sus oyentes. Aunque no son las únicas, Futuröck y Congo son paradigmas de esta nueva manera de sostenibilidad. Parece una actitud de saludable ciudadanía participar del destino de una radio, con la que alguien se siente identificado y lamentaría perder su mensaje, a través de una suscripción. Esta modalidad da lugar a un oyente más comprometido, activo y comprensivo. El ingreso proveniente de los oyentes viene a suplir la falta de publicidad oficial y privada. Señales como La Patriada, El Destape y Caput, entre tantas otras, tienen a estos aportes (que no son ni del Estado ni de un empresario) como una parte importante de su movimiento: funcionan a la manera de verdaderas radios comunitarias fortalecidas por socios que pagan una cuota y, a cambio, reciben propuestas de intercambio.
Durante el período de gobierno macrista, Radio Nacional (la AM, sus tres FM capitalinas y sus filiales provinciales), que había tenido un ascenso sorprendente en los años del kirchnerismo, padeció las consecuencias de un Estado en retirada. En menor medida lo sufrió Radio de la Ciudad, cercano al partido gobernante a partir de diciembre de 2015. Feroces internas políticas, económicas y judiciales provocaron que los máximos ejecutivos de Radio del Plata y del grupo de medios Indalo, propietarios de una señal de noticias por cable y de varias radios, pasaran varios años presos durante el período.
La radio argentina sufre las consecuencias de un destrato –tanto oficial como privado– a la que la sometieron a partir de 1960, cuando atravesó una crisis que muchos calificaron como terminal. Desde ese momento la pusieron en el lugar de la hermanita pobre de la pantalla chica. Quien supo tener ataduras indisimulables con los diarios, revistas, agencias de noticias y con la televisión, hoy está muy intervenida por las redes sociales. Lo peor es que la propia radio se resignó a ocupar ese lugar secundario.
Así como no hubo una gran renovación generacional ni de nombres en la radio desde la recuperación de la democracia hasta hoy, tampoco se renovaron las franjas horarias, la modalidad de las tandas e incluso no entró en debate si eran imprescindibles poner al aire noticieros cada media hora e incluso cada hora. ¿Es tanto lo que cambia la actualidad? La experiencia dice que no.
En la mecánica interna de cada programa comenzaron a espaciarse, hasta desaparecer por completo, las reuniones de producción. A veces por adoptar esta costumbre negativa y facilista, en otras ocasiones derivado de la multiocupación de los trabajadores, estos se enfrentan al micrófono, como se dice en la jerga radial, “con lo puesto”.
Por las limitaciones económicas decrecieron las tomas de riesgo, la época que se vive dejó de ser de experimentaciones. Martín Becerra, experto en medios y docente, ofrece unos datos sobre el tema económico en la radio argentina. De los 8 mil millones de pesos que genera actualmente el mercado publicitario argentino, la radio (AM y FM) solo absorbe un 3 por ciento. Agrega Becerra: “La escala económica de la radio es inferior a la de la televisión y la gráfica […] casi todas las emisoras subalquilan espacios a periodistas que, de ese modo, deben reconvertirse en productores y vendedores de anuncios publicitarios. Este esquema va colonizando espacios, confunde roles y vulnera regulaciones […]. La economía del loteo o del subalquiler, tan predominante en las radios, morigera el control del dueño de la emisora sobre los contenidos. La programación cristaliza un mecanismo que responde más a anunciantes o a productoras sin vínculo societario con la emisora que al propio beneficiario de la licencia”.
Tiene razón el especialista Becerra. Las sucesivas crisis económicas no han sido contemplativas con la radio. La dejaron famélica en el reparto de la torta publicitaria, la relegaron en el ranking de las inversiones. En muchas empresas ya se hizo costumbre la colocación de cámaras en los estudios, para hacer –por el mismo precio– radio por televisión. Lo cierto es que los dichosos y reiterados vaivenes económicos hacen que, tanto en la AM como en la FM, entre 3 y 5 radios pueden asomar sus cabezas, pero son mayoría las que apenas se salvan del ahogo y que sobreviven en condiciones penosas. Los desmesurados aumentos de tarifa de servicios esenciales (luz, agua, telefonía) registrados durante el gobierno de la coalición Cambiemos también perjudicaron a las radios.
El fabuloso recurso digital modifica los tradicionales pactos entre el emisor y el receptor. Igual que en la televisión, existe una radio por demanda. La mayoría de las radios tienen activas sus páginas web a la que suben sus programas inmediatamente. Y la digitalización de hecho que se ha producido en los medios argentinos lleva a que permanentemente las promociones invitan a bajar una aplicación para conectarse a través de los dispositivos no convencionales. Gracias a Internet, la radio ha conseguido que su alcance sea ilimitado. Desde cualquier lugar del país podemos escuchar la radio más distante y, del mismo modo, todo argentino residente a miles de kilómetros de su patria puede saber en un abrir y cerrar de clics si llueve en su ciudad, a cuánto cerró el dólar y cómo le fue a su equipo favorito. La radio es igualmente abordable para quien la sigue desde el celular más actualizado rogando que el streaming no decaiga o quien la consume, gracias a dos pilitas en buen estado, en el aparato portátil que lleva años de uso.
Descartado casi por completo el catálogo representativo de la radio analógica, de aquí en más los viejos términos se constituirán en objetos de nostalgia. Los que quieran decir algo sobre la radio deberán apelar a expresiones nacidas al calor del desarrollo tecno: dispositivos, multiusuarios, convergencia, sinergia, comunidades, Android, multiplataforma y tantas más. Pero entiéndase bien: solo son nuevas maneras de llamar a lo de siempre. Por eso, a nadie deberá extrañarle, si el lugar de aquellos legendarios Locos de la Azotea ahora lo comparten los nuevos locos del ciberespacio.
La radio argentina, a un siglo de ponerse en marcha, con tantos relumbrones y épocas felices como bajones y momentos lamentables, a la par del país, continúa disponible y viva. Es, todavía, ese medio que en el campo y en la ciudad, en la cama y en el baño, en la cancha y en la calle, en la oficina y en el auto sigue disponible. De lunes a lunes, desde bien temprano hasta la madrugada, la inefable fábrica de sonidos siempre tendrá algo nuevo e interesante para sorprendernos.
☛ Título 36.500 días de radio.
☛ Autor Carlos Ulanovsky
☛ Editorial Octubre
Datos sobre el autor
Carlos Ulanovsky es periodista y escritor.
Con más de cincuenta años en el periodismo, formó parte de importantes diarios y revistas de la Argentina y de México, durante los años en que vivió allí.
Como escritor publicó investigaciones históricas sobre los medios argentinos, entre ellas Días de Radio.
Actualmente conduce el programa Reunión Cumbre por la radio AM750, los sábados de 13 a 15 horas.