La expresión “trata de personas” se nos presenta demasiado a menudo como si fuera un fenómeno social que no demandara mayores explicaciones ni pidiera ser deslindado de otros con los que suele asociarse. Sin embargo, cuando transitamos la vasta cantidad de trabajos de investigación que se han ocupado de este problema, la dificultad para precisar su ámbito de denotación se hace patente.
Históricamente, se ha recurrido al concepto de “trata de blancas” primero, “trata de mujeres” después y, más recientemente, “trata de personas” para designar un amplio universo de fenómenos sociales ligados a problemáticas muy distintas y de enorme complejidad: el mundo del trabajo informal y altamente precarizado; las consecuencias sociales y económicas del mundo globalizado; las diferentes trayectorias migratorias que, en distintos contextos históricos y políticos, son protagonizadas por personas de sectores sociales marginados (como formas de escapar de la pobreza, o huir de persecuciones políticas, raciales y religiosas) pero, también, y muy especialmente, las múltiples relaciones sociales que han caracterizado el mundo de la prostitución.
A fines de la década de 1990, Estados Unidos impulsó una campaña contra la trata de personas como parte de su plan de lucha contra el “crimen organizado”, y logró ejercer una gran influencia en el mundo occidental. El conjunto de postulados políticos, demandas feministas y propuestas de reformas legislativas para combatir la trata en Argentina son el fiel reflejo de esa incidencia.
En este sentido, como consecuencia de una serie de presiones ejercidas de manera directa por el Departamento de Estado de Estados Unidos, y también como producto del trabajo de incidencia desarrollado por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), a principios de la década de 2000 nuestro país comenzó un proceso de transformación de su política criminal en torno a la trata y los delitos relacionados con el ejercicio de la prostitución.
Tal proceso provocó una paulatina proliferación de opiniones muy negativas respecto del sexo comercial. Pero estas no se apoyaron en los argumentos que tradicionalmente habían sostenido su estigmatización (la prostitución como una conducta inmoral o desviada), sino más bien en los postulados del feminismo neoabolicionista, que considera la prostitución y la trata de personas como conceptos asociados, prácticamente sinónimos, que expresan formas paradigmáticas de violencia de género. Sin embargo, la manera en que fue asumida esta perspectiva en el diseño de las políticas públicas argentinas no permitió hacer visibles las profundas discrepancias que, a lo largo de la historia del pensamiento feminista, subsisten en torno a este tema.
En 2002, el Congreso de la Nación Argentina aprobó la firma del Protocolo de Palermo a través de la Ley 23.632 y el Poder Ejecutivo presentó el correspondiente documento de ratificación (19 de noviembre de 2002); de esta manera, nuestro país asumió el compromiso internacional de aggiornar su legislación para garantizar un adecuado combate de este delito.
Así, la necesidad de sancionar nuevas legislaciones penales contra la trata de personas se presentó políticamente como un modo de atacar esta “nueva” forma de criminalidad y bajo el argumento de que había que llenar un supuesto “vacío legal” existente en nuestro Código Penal. Sin embargo, esta premisa no fue objeto de un debate que estableciera si era estrictamente necesaria esta reforma: ¿es que nuestras leyes no eran suficientes para cumplir los compromisos internacionales? ¿No había una legislación penal que lograra capturar los casos de trata de personas? Y si la había, ¿se trataba de una legislación defectuosa?, ¿insuficiente?
Durante el año 2006 ingresó un proyecto de ley en el Senado de la Nación Argentina que proponía incorporar nuevas figuras penales en el Código vigente. Dos años después, la Cámara de Diputados dio su aporte para sancionar la primera ley para la Prevención y Sanción de la Trata de Personas y Asistencia a sus Víctimas (Ley 26.364).
La nueva política criminal argentina contra la trata de personas que comenzó a desarrollarse a partir de entonces tuvo una singular influencia de la perspectiva feminista neoabolicionista de la prostitución, y puso particular énfasis en la pretensión de combatir la trata sexual que comenzó a identificarse cada vez más con la prostitución en sí misma. A pesar de todo el despliegue de medidas que se tomaron desde entonces, el activismo antitrata siguió presentando propuestas de nuevas modificaciones legales, todas con el objeto de robustecer la respuesta punitiva. Así, el 19 de diciembre de 2012 la Cámara de Diputados sancionó la segunda ley de trata, hoy vigente (26.842).
Ahora bien, toda esta reconfiguración de la política criminal argentina en materia de trata y prostitución, que se fundamentó en una búsqueda de mayor protección para las mujeres, parece haber entrado en contradicción con algunos datos de la realidad: a contrapelo de aquel objetivo inicial, diversas fuentes empíricas dan cuenta de un impacto muy negativo, precisamente respecto de las mujeres en el mercado sexual.
Ni víctimas, ni criminales: trabajadoras sexuales es un libro que, desde un enfoque feminista crítico, busca rastrear el origen de las campañas contra la trata de personas y el sexo comercial en nuestro país, exponer cuáles fueron las disputas políticas y los debates jurídicos y feministas que nutrieron estas campañas, y analizar el impacto de mayor criminalización que el nuevo enfoque de la política criminal argentina generó en el campo del trabajo sexual.
*Autora de Ni víctimas, ni criminales: trabajadoras sexuales, FCE (fragmento).