Decir que la educación está en crisis se ha convertido en un lugar común, una de esas expresiones sobre las cuales casi todos están de acuerdo, pero que están vacías de contenido real. “Crisis” quiere decir, entre otras cosas, desequilibrio entre expectativas y demandas. Por lo general, la crisis también remite a una situación excepcional, o sea, a la ruptura de cierta “normalidad” en el desarrollo de un sistema. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, la crisis parecería ser el estado normal de muchos espacios sociales, incluida la educación. Pero cuando se habla de ella, se va más allá del sentido común y aparecen las diferencias. En otras palabras, aunque prácticamente todos los grandes actores colectivos de la sociedad acuerdan en que la educación básica argentina está en crisis, no todos entienden la crisis de la misma manera. No existe consenso ni en los síntomas ni en los factores que los producen. Hay quienes creen que la disputa acerca de la educación gira en torno a las políticas y las propuestas de reforma. En verdad, la discusión está en el modo de definir el problema, no en las posibles soluciones.
Para algunos, en especial en el contexto político cultural argentino, la crisis de la educación es sinónimo de decadencia o degradación de una supuesta situación inicial ubicada en un pasado indeterminado, cuando existía algo así como la escuela ideal, o la buena escuela. Esa situación ideal se habría degradado o degenerado hasta transformarse en su forma actual, donde todo parecería funcionar mal. Suele afirmarse que “escuela escuela”, “docentes docentes” –es decir, verdaderas escuelas y verdaderos maestros y maestras– eran “los y las de antes”. Hoy serían solo simulacros o versiones degradadas de esas realidades puras que supuestamente existieron en un pasado ideal o más bien idealizado. Esta visión de la crisis de la educación como decadencia no es neutral, ya que la misma definición del problema sugiere una solución que podríamos calificar de reaccionaria, pues consiste en la restauración de una serie de dispositivos y mecanismos que habrían sido eficaces en otros tiempos.
Otros plantean que los problemas de la educación, al igual que muchos problemas sociales como la pobreza, la delincuencia y la corrupción, existieron desde siempre. Esto supone una mirada indiferente a las diferencias. En otras palabras, olvida que detrás de las palabras hay significados que cambian con el tiempo. Por ejemplo, la pobreza de hoy no es igual a la de 1930 o a la de 1960, y los y las adolescentes de hoy son muy diferentes a los y las del año 1900.
A pesar de que pueden parecer contrapuestas, estas visiones están en cierta medida emparentadas: lo que las une es una concepción esencialista de los fenómenos sociales. La escuela, los y las docentes, el fracaso escolar, la pobreza serían sustancias que tienen una definición única que permite comprenderlas e interpretarlas en todo tiempo y lugar. (…)
Los intelectuales y expertos de la tecnocracia neoliberal se limitan a mostrar las falencias y déficits de la educación pública y creen encontrar las evidencias en los resultados, a todas luces insatisfactorios, de las pruebas de rendimiento escolar, tanto las internacionales –como las pruebas PISA– como los operativos nacionales de evaluación. De la medición de los problemas de aprendizaje y de las diferencias de logro según condición social y territorios, pasan directamente a la indignación y la denuncia. La publicación de los resultados de las evaluaciones casi siempre está acompañada de lo que alguien denominó “estrategias de denigración” de la educación pública. Se tiende a imponer una visión donde “la culpa” de las falencias la tiene la misma escuela pública y sus docentes (sobre todo las organizaciones sindicales que los representan como actores colectivos).
En síntesis, los partidarios de esta perspectiva miden y muestran las falencias y aplican sus arraigados prejuicios acerca del Estado y su incapacidad estructural para proveer servicios públicos de calidad. La solución, para ellos, es simple: hay que desmontar el elefante burocrático e introducir dispositivos de mercado (elección libre de establecimientos escolares, financiamiento a la demanda, evaluación de rendimiento, autonomía de los establecimientos) cuando no “mercantilizar” lisa y llanamente el desarrollo del conocimiento y la cultura. En suma, constatan los problemas y los explican con prejuicios interesados. (…)
La denominada crisis del Estado benefactor ha sido deseada y producida deliberadamente por quienes tienen interés en hacer negocios con la provisión de servicios públicos esenciales como la salud y la educación.
En efecto, el empobrecimiento del Estado se explica por una serie de circunstancias económicas, sociales, políticas y culturales que implicaron el fortalecimiento de los intereses de actores colectivos minoritarios, pero poderosos, que buscan lucrar con esos servicios públicos.
Por tal motivo, es preciso ir más allá de los esencialismos y preguntarse cuáles son los problemas específicos y particulares del sistema escolar contemporáneo. Para resolver cualquier problema, hay que partir de un diagnóstico o una definición adecuada. Con este fin me enfocaré aquí en ciertos fenómenos estructurales de la educación básica que no son resultado de políticas educativas recientes, sino de una configuración de factores de diversa índole que las políticas pueden acentuar o bien resolver. En especial es preciso identificar cómo se produjo el proceso de masificación de la educación básica no solo en la Argentina, sino también en América Latina. Una breve mirada al modelo de desarrollo de la escolarización dominante en la región ofrece pistas para entender los factores que están detrás de la crisis de la educación pública nacional. (…)
*Autor de La escuela bajo sospecha, editorial SXXI editores (fragmento).