DOMINGO
Negocios de los empresarios de la red

Datos, dinero y poder

En Los dueños de internet, Natalia Zuazo explica cómo las grandes plataformas tecnológicas se convirtieron en las empresas más ricas del planeta sin necesidad de provocar guerras o muertes. La historia del llamado Club de los Poderosos: Google, Microsoft, Facebook, Apple y Amazon, y sus líderes. Y una mirada sobre una era de transformaciones profundas que no mitigan la desigualdad global.

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En nuestra era, el tecnoimperialismo y su superclase nos dominan desde oficinas llenas de luz. | #joaquintemes

En este mismo momento, mientras usted empieza a leer este libro, la mitad de las personas del mundo están conectadas a los servicios de alguna de estas cinco empresas: Google, Microsoft, Facebook, Apple y Amazon. A través de los mails que llegan a su teléfono, de la notificación a la foto que subió hace un rato, de los archivos que guardó en un ser­vidor lejano, de los datos que está procesando con un software creado por ellos o por el paquete que espera desde el otro lado del mundo. Su vida –y la de medio planeta– está en manos del Club de los Cinco, un manojo de corporaciones que concentran tanto poder que gran parte de la economía, la sociedad y las decisiones del futuro pasa por ellas. Pero esto no siempre fue así. Hubo un tiempo en que el Club de los Cinco tenía competencia.

En 2007, la mitad del tráfico de internet se distribuía entre cientos de miles de sitios dispersos por el mundo. Siete años después, en 2014, esa misma cifra ya se había concentrado en 35 empresas. Sin embargo, el podio todavía estaba repartido, tal como venía sucediendo desde el gran despegue del cambio tecnológico en la década de los 70. Microsoft repartía su poder con IBM, Cisco o Hewlett-Packard. Google convivió con Yahoo!, con el buscador Altavista y con AOL. Antes de Facebook, MySpace tuvo su reinado. Antes de que Amazon tuviera una de las acciones más valiosas de la bolsa, eBay se quedaba con una buena parte de los ingresos del comercio electrónico. El Club de los Cinco ni siquiera estaba a salvo de que alguna startup, con un desarrollo innovador, le quitara su reinado.

No obstante, en los últimos años, el negocio de la tecnología ubicó a esos cinco gigantes en un podio. Y nosotros –que les confiamos nuestro tiempo, nuestras costumbres y nuestros datos a estas empresas– contribuimos.

Hoy ostentan un poder tan grande y concentrado que ponen en juego no solo el equilibrio del mercado, sino también las libertades y los derechos de las personas en cada rincón del mundo.

La leyenda cuenta que el Club de los Cinco alguna vez fue un grupito de nerds que conectaban cables y escribían líneas de código en un garaje. En 1975, Bill Gates y Paul Allen trabajaron día y noche du­rante ocho semanas en el programa para la computadora personal Altair, que daría inicio a Microsoft y haría que Gates dejara la Universidad de Harvard a los 19 años para dedicarse a su nueva empresa en Seattle. En 1998, Larry Page y Sergei Brin desertaron de su posgrado en computación en Stanford para fundar Google en una cochera alquilada de Menlo Park, California, luego de publicar un artículo en el que senta­ban las bases de PageRank, el algoritmo que hoy ordena cada resultado de la web. En 2004, Mark Zuckerberg creó Facemash en su habitación de Harvard, el prototipo de Facebook, para conectar a los estudiantes de la universidad.

Todos ellos hoy integran una superclase de millonarios que desde la torre de sus corporaciones miran al resto del mundo (incluso al del poder de los gobernantes, jueces y fiscales) con la calma de los inven­cibles. Desde sus aviones privados o sus oficinas con juegos, mascotas y pantallas donde exhiben su filantropía por los pobres, saben que con un minuto de sus acciones en la bolsa pueden pagar el bufete de abogados más caro de Nueva York o al financista que les resuelva en instantes un giro millonario a un paraíso fiscal.

Lo curioso de esta historia es que el Club de los Cinco llegó a la cima sin violencia. No necesitó utilizar la fuerza, como otras superclases de la historia. Su dominio, en cambio, creció controlando piezas tan pe­queñas como datos y códigos. Luego, consolidó su feudo en los teléfonos móviles, internet, las “nubes” de servidores, el comercio electrónico y los algoritmos, y los llevó a otros territorios.

Hoy las grandes plataformas tecnológicas son a su vez los monopo­lios que dominan el mundo. Unos pocos jugadores controlan gran parte de la actividad en cada sector. Google lidera las búsquedas, la publicidad y el aprendizaje automatizado. Facebook controla gran parte del merca­do de las noticias y la información. Amazon, el comercio en gran parte de Occidente, y está avanzando en producir y distribuir también sus propios productos. Uber no solo quiere intermediar y ganar dinero con cada viaje posible, sino que también busca convertirse en la empresa que transporte los bienes del futuro, incluso sin necesidad de conductores, a través de vehículos autónomos. De la tecnología al resto de nuestras vidas, estas empresas están comenzando a conquistar otras grandes industrias, como el transporte, el entretenimiento, las ventas minoristas a gran escala, la salud y las finanzas.

En remera y con un ejército de relacionistas públicos difundiendo sus comunicados de prensa donde se declaran a favor del desarrollo de los más necesitados, hoy los Cinco Grandes dominan el mundo como antes lo hicieron las grandes potencias con Africa y Asia. La diferencia es que en nuestra era de tecno-imperialismo su superclase nos domina de una forma más eficiente. En vez de construir palacios y grandes murallas, se instala en oficinas abiertas llenas de luz en Silicon Valley. En vez de desplegar un ejército, suma poder con cada “me gusta”. En vez de trasladar sacerdotes y predicadores, se nutre del capitalismo del like –en palabras del filósofo surcoreano Byung-Chul Han–, la religión más poderosa de una época en la que nos creemos libres mientras cedemos voluntariamente cada dato de nuestra vida. Cien años después, vivimos un nuevo colonialismo.

Frente al mapa de Africa colgado sobre el pizarrón, en los recreos de la escuela me preguntaba cómo podía ser que las líneas que separaban a los países fueran tan rectas. ¿Cómo podía ser tan perfecta la frontera diagonal entre Argelia y Níger? ¿Cómo formaban una cruz absoluta las perpendiculares que cortaban como una torta a Libia, Egipto y Sudán? ¿Cómo habían rediseñado un continente que sorteaba ríos y las civilizaciones antiguas y lo habían unido bajo la identidad de sus conquistadores?

Entre 1876 y 1915, un puñado de potencias europeas se repartió el continente negro y el asiático. Reino Unido, Francia, Alema­nia, Italia, Bélgica, Países Bajos, Estados Unidos y Japón no dejaron ningún Estado independiente por fuera de Europa y América. Entre esos años, un cuarto del mundo quedó en manos de media docena de países. El avance fue exponencial: mientras que en 1800 las potencias occiden­tales poseían el 35% de la superficie terrestre, en 1914 contro­laban ya el 80%, donde vivía el 50% de la humanidad.

Gracias a sus ventajas tecnológicas y a un aumento de su pro­ducción de bienes que necesitaban más consumidores, la conquista de nuevos territorios profundizó el antiguo colonialismo hacia un imperialismo que volvió a dejar de un lado a los fuertes y del otro a los débiles. Los “avanzados”, dueños de los flamantes motores de combustión interna, de grandes reservas de petróleo y de los ferroca­rriles, necesitaban de los “atrasados” poseedores de materias primas. El caucho del Congo tropical, el estaño de Asia, el cobre de Zaire y el oro y los diamantes de Sudáfrica se volvieron vitales para abastecer a las industrias del norte y su nuevo consumo de masas. A medida que avanzaban, también descubrían que esos mismos países podían ser compradores de sus alimentos.

“¿Qué ocurriría si cada uno de los 300 millones de seres que viven en China compraran tan solo una caja de clavos?”, se preguntaban los comer­ciantes británicos de la época.“¿Qué ocurriría si cada habitante del planeta que todavía no tiene internet la tuviera y pudiera acceder a mi red social?”, fue la pregunta idéntica que en nuestra época se hizo Mark Zuckerberg, uno de los socios del Club de los Cinco, al lanzar el proyecto Internet.org (o Free Basics), que ofrece internet “gratuita” en países pobres a cambio de una conexión limitada donde está incluida su empresa Facebook.

El reparto convirtió a las grandes potencias en monopolios que domi­naron durante décadas.

Lo hicieron gracias a una ventaja tecnológica: habían llegado primero a nuevas industrias y avances militares. Pero también porque necesitaban más consumidores por fuera de sus territorios, donde la primera etapa de la Revolución Industrial producía más de lo que allí se necesitaba. La diplomacia y las conferencias internacionales luego resolverían las disputas. Las contiendas por los territorios, cada vez más duras, fueron más tarde uno de los factores del inicio de la Primera Guerra Mundial.

Pero eso sucedía puertas adentro. Frente al mundo, cada imperio glorificaba sus dominios en los “pabellones coloniales” de las exposi­ciones internacionales, donde los hombres blancos mostraban su poder frente a sus súbditos, a los que exhibían en su exotismo, e incluso en su inferioridad, y a los que había que educar en los valores occidentales. En la Conferencia Geográfica Africana de 1876, en Bruselas, el empe­rador Leopoldo II de Bélgica dijo en su discurso: “Llevar la civilización a la única parte del globo donde aún no ha penetrado y desvanecer las tinieblas que todavía envuelven a poblaciones enteras es, me atrevería a decirlo, una Cruzada digna de esta Era del Progreso”. Desde la lite­ratura, escritores como Rudyard Kipling, nacido en el seno de la India imperial, se encargaron de dar apoyo e incluso de poetizar a la empresa expansionista, con narraciones donde las tribus nativas eran casi animales salvajes (“mitad demonios, mitad niños”) que el hombre blanco debía educar, sobreponiéndose al cansancio que significaba llevar esperanza a la “ignorancia salvaje”.

Durante el dominio colonial reinaba el consenso: el camino del progreso era civilizar al resto del mundo desde Occidente, con su tec­nología y sus costumbres. Fue después de la Primera Guerra Mundial cuando se comenzó a cuestionar el horror humano y la desigualdad que había significado la etapa imperial. Solo Joseph Conrad –ucraniano nacionalizado inglés– se atrevió a revelar la oscuridad de las aventuras expansionistas mientras sucedían, tras vivir en primera persona la expe­riencia como marinero en una misión al Congo africano. En El corazón de las tinieblas, publicado en 1902, narró la brutalidad de las prácticas y la degradación de los hombres que las potencias enviaban a las colonias y que terminaban enloquecidos por una naturaleza que los abrumaba y las atrocidades que practicaban con los nativos. “Los hombres que vienen aquí deberían carecer de entrañas”, escribía en alusión a las palabras que había escuchado de boca de un general europeo.

Del otro lado del Atlántico, en Estados Unidos, la acumulación capitalista también avanzaba con su propio mito: el del “sueño america­no”. Con el dominio de la industria de la navegación, los ferrocarriles, el petróleo, el acero, la nueva energía eléctrica, los flamantes automó­viles, el crecimiento de las finanzas y los bancos, América también veía nacer un selecto club de nuevos supermillonarios. Cornelius Vanderbilt, John D. Rockefeller, Andrew Carnegie, J.P. Morgan y Henry Ford estaban transformando a Estados Unidos en un país moderno. Como recompensa, desde la segunda mitad del siglo XIX y hasta la primera mitad del XX acumularon tanta riqueza que todavía hoy se en­cuentran en la lista de las mayores fortunas de la historia. En esa misma nómina, actualizada anualmente por la revista Forbes, la mayoría de sus integrantes provienen de la era imperial y la Revolución Industrial.

Desde entonces solo lograron sumarse al ranking algunos miembros del actual Club de los Cinco. Los protagonistas de esta “nueva revolu­ción” (que ellos llaman “la cuarta revolución”, la del “conocimiento”) tienen como líder a Bill Gates, el dueño de Microsoft, quien además ostenta el puesto de hombre más rico del mundo.

Las similitudes entre las dos etapas son impactantes. En la edad del imperio, un puñado de naciones occidentales se repartió el control del mundo hasta dominar al 50% de la población. En nuestra época, el Club de los Cinco controla la mitad de nuestras acciones diarias. En ambos casos, la tecnología jugó un papel decisivo. La dife­rencia es que, en la era imperial, Europa y Estados Unidos controla­ban territorios y acopiaban oro. Hoy, la superclase tecno-dominante controla el oro de nuestra época: los datos. Cuantos más tienen, más poder concentran.

Mientras que en la era imperial las potencias intentaron imponer una educación occidental en sus colonias y no lo lograron masivamente, en nuestra era el Club de los Cinco todavía domina con un consenso casi absoluto. En Africa y Asia, la gran masa de la población apenas mo­dificó su forma de vida: la “occidentalización” tuvo límites. Sin embargo, actualmente no hay habitante del mundo que no sueñe con un iPhone. Aún más, los grandes de la tecnología no solo dominan en sus productos, sino que también ganan dinero cada vez que pagamos con nuestros datos. Todos de alguna forma terminamos sometidos a ellos.

Lo que permanece de una época a otra es la desigualdad. La dife­rencia entre unos pocos que tienen mucho y unos muchos que tienen muy poco es el denominador común. Hoy, ocho grandes millonarios concentran la misma riqueza que la mitad de la población del mundo. De esa cúpula, cuatro son dueños de empresas tecnológicas: Bill Gates de Microsoft, Jeff Bezos de Amazon, Mark Zuckerberg de Facebook y Larry Ellison de Oracle. Muy cerca de ellos están Larry Page y Sergei Brin de Google, Steve Ballmer de Microsoft, Jack Ma de Alibaba y Laurene Powell Jobs, viuda de Steve Jobs y heredera de Apple.

“La tecnología no hace más que mejorarnos la vida”, leemos como mantra de la publicidad tecnooptimista. Es cierto: gracias a ella hacemos cosas como ir al supermercado desde la computadora, llevamos en la mochila una colección infinita de libros en un lector digital o tenemos del otro lado de la cámara a nuestro abuelo que vive lejos. También la tecnología aplicada a la salud mejoró la esperanza de vida de gran parte del planeta: en 2015 una persona vivía un promedio de 71 años, cinco años más que en 2000, el mayor salto desde 1960. Se mejoraron los niveles de supervivencia infantil, el control de enfermedades como la malaria, se amplió el acceso a las vacunas y descendió la tasa de muerte por enfermedades como el cáncer.

Sin embargo, hay un problema que no mejoró sino que, por el con­trario, se profundizó: la desigualdad. Allí reside el gran dilema de nuestro tiempo: si la tecnología no sirve para que más personas vivan de un modo digno, entonces algo está fallando.

Pero esto está empezando a cambiar.

En los últimos años, distintas voces provenientes especialmente de Europa y de algunos centros académicos y grupos de activistas en todos los continentes han comenzando a alertar y tomar acciones respecto del gran poder concentrado de las compañías tecnológicas y su impacto en la desigualdad. El control de los datos por parte de Google, la poca transparencia de Facebook sobre el manejo de las noticias, los conflictos laborales y urbanísticos de Uber y el impacto comercial de gigantes como Amazon encendieron las primeras alarmas serias. El movimiento, no obstante, to­davía es lento y tiene grandes obstáculos.

Internet: del progreso a la amenaza

Desde los 90, cuando internet comenzó a expandirse masivamente en Estados Unidos y luego por el mundo, la acompañaron las metáforas del progreso. En esos años, Al Gore, vicepresidente de la administración de Bill Clinton, había bautizado a la red como una “autopista de la información”, una “supercarretera” que había que ayudar a desarrollar desde los gobiernos del mundo porque, a su vez, iba a llevar al progreso de los ciudadanos. La asociación era lineal: a mayor infraestructura, más co­nexiones, más comunicación, más libertad, más crecimiento económico.

Casi veinte años después, esa idea no solo se repite sino que además es acompañada por la supuesta “democratización” que ofrecen las tec­nologías. “Utilizar el comercio electrónico es muy democratizador del lado del comprador y del vendedor”, dijo Marcos Galperín, el fundador de la empresa argentina MercadoLibre, a la periodista Martina Rúa. “La nube se está convirtiendo en el gran democratizador de los servicios de virtualización, big data e inteligencia artificial para todas las empresas”, según Larry Ellison, fundador de Oracle. “Con su plataforma Discover, Snapchat crea una relación más accesible entre marcas y consumidores, abrazando la democratización del mercado y la economía”, declaró Jeff Fromm, columnista de Forbes.

Junto con la idea de la relación directa entre tecnología y democra­cia, hay otra que se repite: la “inevitabilidad” del progreso tecnológico. Su abanderado, el fundador de la revista Wired, Kevin Kelly, sostiene que “la tecnología es el acelerador de la humanidad” y que “a largo plazo, la tecnología la deciden los optimistas”. En su libro Lo inevitable, Kelly clasifica las tendencias del futuro y nos avisa que, queramos o no, van a ocurrir. “No significa que sea un destino, pero sí que vamos en ese camino”, que al final es una gran matrix global donde todos estaremos conectados (y monitoreados). Pero él, optimista, está convencido de que nos hace un favor: tenemos que saber que esto va a ocurrir –dice– para ver cómo hacemos para enfrentarlo. Leer a Kelly sin contexto (sin pensar en la historia, la economía y la política) casi nos hace agradecerle por iluminarnos hacia el patíbulo. Pero también puede hacernos reaccionar en el sentido contrario: ¿qué pasa si entendemos esta era de tanta concentración tecnológica como una de las caras de la desigualdad?

Nos dijeron que internet nos daría más libertad, pero estamos cada vez más controlados. La red promete convertirnos a todos en empren­dedores exitosos, pero hay ocho personas en el mundo que tienen la misma cantidad de riqueza que la mitad de la humanidad. Todavía hay un 57% del mundo sin conexión. (…)

En este neoimperialismo tecnológico que hoy domina nuestra vida hay tres fuerzas que se combinan. La primera es económica, con plataformas tecnológicas que se ali­mentan de un capital financiero, que genera cada vez más desigualdad. La segunda es cultural, en forma de la fe del tecnooptimismo. La tercera es política, y sostiene que el Estado ya no tiene nada que hacer para definir nuestro futuro tecnológico, sino que de eso se tiene que encargar una nueva “clase”, los emprendedores, con su propio talento innovador, en un mundo que se guía por la meritocracia.