DOMINGO
libro

El ensayo y su búsqueda

Hablar para pensar y después escribir.

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En Las dos torres Beatriz Sarlo invita al lector a mirar con nuevos ojos el lugar de la cultura, que parece adormecida por el hiperrelativismo y el tedio. | JUAN SALATINO

Todos los buenos ensayistas son escritores, en el sentido que Barthes dio a esa palabra. El ensayo escribe (y describe) una búsqueda. Su modelo podría ser la novela de Proust: escribir para encontrar, para mostrar las maquinaciones y dificultades a las que obliga seguir un rastro, los desvíos y desvaríos; no se escribe para contar lo que ya se ha encontrado: “Veo en mi pensamiento con claridad las cosas hasta el horizonte. Pero me empeño en describir solo aquellas que están al otro lado del horizonte”. El ensayista no dice lo que ya sabe, sino que hace (muestra) lo que va sabiendo; sobre todo, indica lo que todavía no sabe. En el ensayo se dibuja un movimiento más que un lugar alcanzado. Como la flecha del arquero zen, el ensayo es el trayecto más que dar en un blanco. Pero, a diferencia de la flecha, el movimiento discurre en varias direcciones, exploratorio, muchas veces incierto. Si hay alguna seguridad en el ensayo, ella, más que de su argumento, es un atributo de su escritura que se precave de una incertidumbre completa.

A diferencia del “tratado”, el ensayo no puede resumirse en sus partes. Estas se sobreimprimen, reaparecen sin sintetizarse, desaparecen sin explicaciones. El plan del ensayo debe ser descubierto en sus restos, siempre dispersos a lo largo de un texto que a veces oculta su plan y a veces lo muestra sin cumplirlo. Una forma del ensayo es la pregunta, y su desenlace no necesariamente ofrece una respuesta, sino una nueva pregunta, bordeando lo que no se sabe, que se ha ampliado como resultado en negativo: después del ensayo, un nuevo horizonte (para usar la palabra de Proust) desconocido. Otra forma del ensayo es la afirmación radical, cuya radicalidad, precisamente, desencaja los pasos argumentativos.

La incompletitud es su regla porque si el ensayo se completara, daría cierre a una forma que, en cambio, se caracteriza por desafiar la clausura, incluso cuando alguien (el escritor, el lector) se ilusiona con un cierre definitivo de la argumentación.

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Tomando un famoso ejemplo de los hechos y dichos de la Revolución Francesa, Heinrich von Kleist escribió que pensamos mientras hablamos, no antes de hablar: Después de la disolución de la última sesión de la Asamblea bajo la monarquía, el 23 de junio, cuando el rey había ordenado que se disolvieran los Estados Generales, el maestro de ceremonias se apersonó en la sala de debates, donde la asamblea todavía continuaba, para preguntar si habían escuchado la orden del rey. “Sí”, respondió Mirabeau, “escuchamos la orden del rey”; estoy convencido de que con esta entrada en materia, llena de cortesía, todavía no se le había pasado por la cabeza la palabra “bayoneta”, que le serviría para concluir: “Sí, señor”, repitió, “la hemos escuchado”. Está claro que todavía no sabía lo que quería decir. “Pero ¿qué le permite a usted”, prosiguió –y justo en este punto se abrió la fuente de ideas no dichas–, “darnos aquí estas órdenes?”. Esto era lo que necesitaba Mirabeau: “Es la Nación la que da las órdenes, y no hemos recibido ninguna de esa fuente”, momento en el cual se lanzó hacia la cima. “A fin de hacerme entender claramente” –y es aquí donde encontró lo que expresaba toda la resistencia de su alma–, “decid a vuestro rey que no dejaremos nuestro puesto sino por la fuerza de las bayonetas”. Con esto, satisfecho de sí mismo, volvió a sentarse.

Como la famosa réplica de Mirabeau, el ensayo se piensa mientras se escribe o, por lo menos, deja la impresión de asistir siempre a la escena de un pensamiento en el momento en que ese pensamiento se está haciendo: “No somos nosotros los que sabemos; ante todo, la que sabe es cierta disposición de nuestro ser”.

Contrastando ideas opuestas, incompatibles, salteando nexos lógicos y pasos demostrativos, el ensayo es un sistema de desvíos.

Todos los lectores de Simmel, hoy muy numerosos, reconocen ese instante en el que se balancean tantas de sus argumentaciones, en que se desecha la supuestamente última formulación alcanzable, y en que se observa y relativiza el resultado que acaba de obtener situándose en el resultado contrario, en el mundo de las posibilidades.

Esta sería una definición ejemplar, el ideal typus, al que, sin embargo, sería injusto ajustar todos los ensayos. Digamos, por lo menos, que es la cualidad “ensayística”, que habla de la condición del ensayo entre los discursos. Hay ensayo donde se cambia de dirección, se inventan atajos o se dan rodeos. Sobre todo: se improvisa en un sentido musical, trabajando sobre un tema hasta alejarse por completo, dar la impresión de que se lo ha perdido y encontrar en ese tema las notas de otro en el que no se había pensado.

Así como no se resume en sus partes, un ensayo no se resume en sus hipótesis. Resiste el resumen y, como la poesía, cuando la cualidad ensayística es intensa, rechaza la paráfrasis. Parafrasear un ensayo es escribirlo mal o escribirlo mejor, nunca exponerlo de nuevo.

No hay síntesis posible del ensayo. Puede ser sometido a la “explicación”, pero no puede ser reducido a sus ideas. A diferencia de las Bases, un tratado constitucional y un programa político, Facundo no existe fuera de su escritura.

Se dice que la extensión del ensayo es siempre más breve, pero ¿más breve que cuál otro tipo de texto y por qué? Es más breve porque no alcanza siempre un final, o porque ese final no existe en ninguna parte. Pero hay ensayos que tienen la extensión de un libro y, en el límite opuesto, están los aforismos, ensayos que todavía no fueron escritos más allá de la frase, que no podrían ser escritos, probablemente. La brevedad fue una cualidad estadística del ensayo (el ensayo inglés, el que publicaban las revistas desde fines del siglo XVIII), pero no un rasgo obligatorio. El idiota de la familia tiene más de mil páginas y, sin embargo, nadie podría sustraerlo del ensayo por su circularidad, su obsesividad recursiva, su abundancia fuera de todo límite “necesario”. La extensión exagerada de El idiota reivindica el ensayo como forma de la acumulación. Pero también está el ensayo como demostración que escamotea sus pruebas y no previene las objeciones, que se resiste a presentar un pleno argumentativo.

Entre estas dos puntas, el ensayo trata (essayer, en francés, tiene este sentido) de articular dos rasgos diferentes: el carácter tentativo (exploratorio) de la argumentación y su carácter conclusivo. Tiene, entonces, una relación problemática con la exposición y la prueba, una relación que está tensionada entre considerar la prueba como innecesaria, sosteniéndose en la escritura de la idea, y acumularla con la obsesión benjaminiana del depósito de citas, tantas que vuelvan imposible la escritura, como en el proyecto del Libro de los pasajes.

Ensayo y argumentación: el ensayo acepta algunas formas de la argumentación y tiende a expulsar otras. Presenta una condensación: una idea no completamente desplegada (a la cual le falta a veces la historia; a veces, los pasos lógicos). Los recursos del ensayo son la paradoja, la elipsis, la polémica, la metáfora (los desplazamientos y las condensaciones), el aforismo. Una retórica del ensayo podría explorar el plano de estos dispositivos del discurso.

¿Por qué estas figuras y procedimientos son tan típicos del ensayo? A la elocuencia se le planteó la misma pregunta: ¿por qué los discursos deben ser no solo argumentativos, sino poéticos? ¿Por qué la retórica es inseparable de la elocuencia? Preguntas que se hizo Barthes. Bien vistas, todas son formas discursivas abiertas: la paradoja deja un vacío como efecto de una demostración posible e imposible al mismo tiempo; el anacoluto es la fisura que atraviesa el texto, impidiendo que se complete no solo sintácticamente, sino en sus grandes articulaciones; la elipsis atestigua una falta que señala la imposibilidad de lo pleno; la polémica, género dialógico, presupone una respuesta posterior al cierre mismo de la escritura, un futuro de objeciones todavía no escritas; la ironía ensambla un doble discurso que nunca termina de estabilizarse.

El ensayo, como un oxímoron, une la seguridad y la duda. Lo hace de modo muchas veces hábilmente disimulado, presentando una seguridad de la que carece, o recurriendo a la cortesía de una duda que no se experimenta. Hay algo de propagandístico en el ensayo: la decisión de defender o atacar una posición desde la escritura, haciendo de la escritura el argumento principal donde se articula toda otra argumentación. No hay ensayo sin escritura; por eso se puede hablar de una retórica del ensayo, cuando solo en un sentido débil conviene hablar de una retórica del tratado.

Metáfora. Nabokov estaba convencido de que ninguna traducción de Pushkin podía capturar su poesía. Se había intentado todo; él mismo lo había traducido, pero no se engañaba “sobre la calidad de estas pocas traducciones”. El título del ensayo de Nabokov es Pushkin o lo verdadero y lo verosímil. Comienza con un extenso movimiento que encadena sucesivas comparaciones hasta llegar, de manera provisoria, a un término, que se abandona de inmediato. Más o menos así (voy a apartarme de la norma de no parafrasear un ensayo y mostraré taquigráficamente sus desvíos): un hombre cuya locura lo hace retroceder en el tiempo y hablar de dos siglos atrás como si ese fuera su presente; ese loco inculto ni siquiera puede producir con su desvarío una imagen concreta del pasado que dice haber vivido; lo convoca solo con sus signos más exteriores, con anécdotas de manual y gestos arquetípicos; el loco recuerda las “biografías noveladas”, que se apoderan trivialmente de un gran hombre, unen sus restos como quien ata con alambre los huesos de un cadáver o producen “un viejo mueble desvencijado”; de inmediato, se evocan los almanaques populares que transcriben algunos versos de algún gran poeta. Eso es todo lo que “el pequeño burgués ruso habría sabido de Pushkin”; pero no es todo: Nabokov pasa a una humillación mayor, la de las óperas escritas sobre sus obras. Y todavía no alcanza, porque también quedan los “juegos de palabras escabrosas que uno se deleita en atribuirle”.

 Esta proliferación de recuerdos, configuraciones culturales, géneros, desgracias y banalidades describe una curva que se va acercando de a poco al centro, pero que solo lo tocará a través de un desvío de símiles. Pushkin es eso en las primeras nueve páginas de un ensayo de cincuenta, el término de las comparaciones: desvarío de un loco inculto, biografía ridícula, resto de almanaque popular, degradación de un libretto de ópera, obscenidad. Las metáforas no están allí para aclarar lo que sigue, que es perfectamente claro: Pushkin es un gran poeta intraducible, como el loco que habla de forma desacompasada de lo que no conoció, como la biografía que no puede captar al biografiado, como la cita en el tosco almanaque, como las óperas, como los dichos obscenos.

¿Qué se prueba con esta paráfrasis? Lo dicho más arriba, la imposibilidad de la paráfrasis y la irreductibilidad de la comparación que arma el ensayo de Nabokov. Finalmente, en las últimas páginas, se pregunta “cuál es ese artista que al pasar cambia de pronto la vida en una pequeña obra maestra”.

He visto, escribe Nabokov, un teatrillo popular, una mancha de sol en la calle, una rama de tilo entre los labios tiznados de un carbonero, una escena de grand-guignol, un maniquí destrozado. Deja en suspenso los nexos por los que llega, desde estas imágenes, a una posición ideológica que nada anunciaba al comienzo. Esas imágenes son las que le interesan: “Decididamente la llamada vida social y todo lo que agita a mis conciudadanos no tiene nada que hacer en el haz de luz de mi lámpara”.

 El lugar de Nabokov es una metáfora clásica vuelta contemporánea y tocada por la ironía: “Y si no reclamo mi torre de marfil es porque me contento con mi desván”.

 Frase final del ensayo, que solo existe en esta cadena de comparaciones y metáforas, cuya materia solo fluye a través de ellas: el símil como argumento que difiere.

Elipsis. Augusto Illuminati compone un pequeño libro, Il filosofo all’opera, una lectura, en clave de ideas, de óperas clásicas y modernas. Sobre Moisés y Aarón de Schönberg, escribe:

La indicación final [sobre la relación entre Moisés y Aarón según Cacciari] remite no a la Tierra Prometida, sino a la prospectiva de la diáspora, al rigor desértico del exilio; va en contra de cualquier ilusión de pertenencia. Las justificaciones de Aarón, tibiamente interesado en Dios, sinceramente comprometido en el amor por su pueblo y la lucha por su organización territorial, recuerdan los argumentos de Golda Meir, que (según una carta a Scholem de 1963) Arendt habría deseado responder así: “La grandeza de este pueblo consistía en el hecho de que creía en Dios, y creía de un modo tal que la fe y el amor por Él eran más grandes que su temor. ¿Y ahora este pueblo cree solo en sí mismo? ¿Qué bien puede resultar de eso?”. Exactamente la posición de Moisés. En la versión cinematográfica de Straub-Huillet, de 1974, el sionismo de Schönberg es problemático como autocrítica interna.

Si la construcción de la comunidad resulta de la inmanencia de un rito idolátrico y fusional, existe el peligro de la degeneración totalitaria; si, en cambio, es sobredeterminada por la trascendencia, enfrentamos una tensión de convivencia que deja respirar y crecer un mundo.

La hipercondensación de la lectura de Illuminati necesita de la elipsis como procedimiento esencial de un discurso, que no procede de un plano a otro indicando los pasajes, sino que literalmente salta de la ópera de Schönberg a la carta de Golda Meir leída por Arendt, según una lectura transmitida por Scholem. Allí la lectura de la ópera vira hacia la filosofía política que, a su vez, es puesta en paralelo con un film de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, inmediatamente superado en el movimiento de la frase final por el restablecimiento de la dimensión político-filosófica que en el film podía encontrarse en estado estético y que la frase restituye a su dimensión más abstracta. Estos deslizamientos, que dejan incontables blancos, se producen en la condensación de un solo párrafo, algunos dentro de una misma frase, algunos intercalados solo como paréntesis. La disyunción final retoma la perspectiva filosófico-política y termina el ensayo sin un regreso a Schönberg. Las elipsis fueron indispensables. Hubiese sido completamente imposible (y poco relevante) restituir los nexos argumentativos y las relaciones de implicación, sobre todo entre objetos y dimensiones discursivas que solo se presuponían en la interpretación de la ópera, pero cuya presencia en la obra de Schönberg viene de un efecto de la lectura operada por Illuminati, que cose interpretaciones en una malla cuya originalidad está precisamente en los fragmentos que la componen: Cacciari interpreta a Schönberg; Scholem sintetiza una carta de Arendt que a su vez critica una posición, no citada de manera explícita, de Golda Meir; Arendt coincide con un film diez años posterior a su carta y, finalmente, el filósofo en la ópera remarca la disyuntiva con una típica frase organizada por la repetición y el paralelismo de las condicionales. Sin el movimiento de libertad argumentativa de la elipsis, todos estos procedimientos no habrían sabido configurarse en una línea que avanza a saltos y sinuosamente. (…)

Paradoja. Borges, por supuesto. La paradoja es una crítica radical de la opinión, como lo enuncia la filología de su nombre; una crítica también de las categorías del lenguaje y de los pasos de la lógica. No puede irse más allá de la paradoja, excepto cuando se toca el significativo límite del sinsentido, la sintaxis entrecortada o el balbuceo que ocupó a Deleuze tanto como a Barthes. Deleuze escribió: “La paradoja es primeramente lo que destruye el buen sentido como sentido único, pero luego es lo que destruye el sentido común como asignación de identidades fijas”. La paradoja es lo impensable que el lenguaje deja pensar cuando se lo articula en asociaciones que no están contempladas por la asignación habitual de significados, identidades o lugares: los suicidas por felicidad, que Borges cree descubrir en la novela rusa, están atravesados por la paradoja de una tensión resuelta en una dirección opuesta a cualquier expectativa.

La ironía de Borges reduplica el juego, multiplicando imposibilidades. Las clasificaciones imposibles, aparatos también borgeanos que debilitan la identidad al debilitar la posibilidad de establecer clases, muestran la imposibilidad de un orden que el lenguaje y la lógica postulan entre los objetos que ese orden implica. Los mapas tan extensos como lo que representan son también una paradoja que rompe la división sobre la que se funda toda representación; al repetir exactamente lo representado, contradicen la idea de signo y, en consecuencia, la de una realidad significada. Las estructuras en abismo hacen evidente una paradoja de orden visual y, al mismo tiempo, enunciativo (son infinitos imaginarios, irreprochables desde el punto de vista lógico-espacial pero también de visibilidad imposible, comunicados, de modo finito, por la escritura). Las paradojas son máquinas que funcionan desafiando las leyes del “buen” funcionamiento: producen no un orden, sino un des-concierto. Otros objetos borgeanos, como el aleph, enfrentan al discurso con la paradoja de que por su infinitud son im-pensables, mientras que su única forma de existencia es precisamente una representación discursiva que muestra su propia fragmentariedad (todo salto y elipsis) y sus límites. Momento catártico y purificador del discurso, que prueba el carácter abierto, tendencialmente infinito, de un dispositivo finito.

Las paradojas afirman las leyes del discurso a las que necesitan para mostrar el modo en que pueden ser burladas y usadas en la producción de un objeto textual inconstante que denuncia la inseguridad de la demostración por los procedimientos de una lógica que pasa por alto la inclusión del momento para-lógico del pensamiento. La paradoja, ácido irónico de la razón, puede resultar corrosiva hasta lo cómico, o demostrar la infinitud hasta lo sublime. Borges, de nuevo: el desquicio cómico de las clasificaciones, la permeabilidad intrigante de los espacios que la razón quiere mantener como unidades separadas (la flor de Coleridge).

Exempla. Hans Blumenberg es un maestro del “ejemplo” (exemplum: prueba y ornato, según la retórica). En “Faltas”, la idea del ensayo es solo una imagen que Schopenhauer había presentado como brevísima historia: la coexistencia en un mismo espacio de hombres cuyos relojes señalan horas diferentes; el final es una pregunta: ¿de qué sirve a quien tiene el reloj justo estar convencido de que esa hora es la verdadera? Solo eso, la narración del malentendido que es duplicado por lo que Blumenberg llama un “absurdo”: “El solitario poseedor de la hora verdadera en una ciudad en la que todos los relojes de sus torres marchan mal no es un sabio, sino un chiflado”. El absurdo es de hecho una paradoja bajo su forma más elemental, un practical joke de relativismo metafísico, ejercido por el tiempo sobre quienes piensan que pueden medirlo. Pero Blumenberg no desarrolla esta línea posible de la historia encontrada en Schopenhauer. Se ocupa, en cambio, de presentar algunos exempla que muestran, cada uno de manera diferente y en diferentes épocas, la emergencia del malentendido que en algunos casos se resuelve y en otros queda como prueba del asincronismo de los encuentros entre personas que, de todos modos, buscaron encontrarse previendo quizás que sus relojes anduvieran acompasadamente.

Los exempla indican que el malentendido es siempre la alternativa más probable, que siempre está primero, y que solo en algunos casos, por sucesivas correcciones, los protagonistas llegan a entenderse. Cada uno de los exempla presenta un caso anecdótico, sin ninguna pretensión generalizadora. Blumenberg no quiere construir una demostración inductiva a partir de las anécdotas; quiere desplegar una serie que no es ni orgánica ni sistemática. (...) 

Casos. El ensayo hace movimientos discursivos de una amplitud que otros géneros considerarían demasiado ambiciosa o demasiado inespecífica. Michel Butor no siente la timidez que ata a quienes escriben dentro de las reglas del género académico, ni para el planteo de su idea fundamental (y se trata de una sola idea) ni para el recorrido textual e intertextual que le imprime.

Es posible estudiar las relaciones entre las palabras y otro tipo de imágenes en muchas civilizaciones; atengámonos a una mirada muy rápida sobre la pintura occidental desde el fin de la Edad Media. ¿Las palabras en la pintura occidental?

En cuanto se plantea la cuestión, se percibe que son innumerables, pero que, para decirlo de algún modo, no se las ha estudiado. Interesante ceguera, puesto que esta presencia de las palabras estropea el muro fundamental entre las letras y las artes que la enseñanza ha edificado.

Nada más desmesurado que el programa de Butor, al mismo tiempo que es difícil igualar su originalidad: leer lo escrito en la pintura en lugar de leer lo pintado. Este programa, que es una comprobación más que una hipótesis, se cumple en la lectura de los casos. ¿Qué muestran los casos? La potencialidad de un cambio de óptica: hasta ahora se ha mirado esto, y se ha desenfocado esto otro. Invirtamos el foco y se verá que las palabras escritas pertenecen a la experiencia plástica a veces como forma, a veces como símbolo, como alegoría, como mensaje, como enseñanza o simplemente como presencia referencial de lo escrito en el paisaje o el interior que el cuadro representa. El ensayo de Butor se sostiene solo en lo que el cambio de óptica permite ver; en consecuencia, los casos son escritura de una experiencia de visión, pero no como podría hacerlo la crítica de arte, ni la historia (ya que no hay tesis), sino como lo haría un narrador interesado solo en algunos detalles de todo lo que tiene ante sus ojos. Los detalles son los casos de un tipo de visión. El ensayo no tiene otra forma que esta suma de casos que muestran la persistencia de la letra y las diferentes formas de esa persistencia. El argumento solo proviene de la sintaxis de casos. Pero, de manera misteriosa, lo que parece solo una sintaxis de yuxtaposición se convierte en una red por la que es posible desplazarse en varias direcciones, un modelo no plano de construcción discursiva que, sin buscar una línea de narración histórica, cuenta una historia por su lado menos pensado. El ensayo como lado menos pensado de la argumentación.

Aforismos. Cuando el ensayo presenta una certidumbre, sucede como con el aforismo: se la comparte o se la rechaza. Por eso, es convencional hablar de la fragmentariedad del ensayo. El escorzo niega una perspectiva frontal, pero implica también un extremismo que aplica sus reglas hasta el fin. Adorno desplaza el ensayo hacia el aforismo, a veces hasta un límite irritante de inteligencia y arbitrariedad. No es necesario pensar en Minima moralia. Cualquiera de sus notas sobre literatura tienen aforismos en los lugares estratégicos.

Allí donde se esperaría una argumentación, Adorno la elide para presentar, como esferas perfectamente autosuficientes, frases cuya escritura se atiene a la brevedad del aforismo. Léanse las primeras páginas de “Para un retrato de Thomas Mann”. Antes del retrato psicológico y moral de Mann (una verdadera obra maestra que todo el tiempo socava los clichés de la biografía sin dejar de atender algunos puntos estrictamente biográficos), Adorno pone, al pasar, pero como verdaderos fundamentos semiocultos de su texto (como quien hubiera dejado, después de terminado un edificio, algunos andamios para significar no solo su proceso de producción sino el tipo de saber necesario para construirlo, algunos rastros de lo que fue la estructura primera necesaria para que esa otra estructura, la del edificio, fuera posible), frases breves que son aforismos, que podrían sostenerse solas, fuera del texto, como puntos de apoyo de cualquier otra construcción ausente o futura. (…)

 

☛ Título: Las dos torres

☛ Autora: Beatriz Sarlo

☛ Editorial: SXXI Editores
 

Datos de la autora 

Nació en Buenos Aires en 1942. Enseñó Literatura Argentina en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.

Fue miembro del Wilson Center en Washington, Simón Bolívar Professor of Latin American Studies, en la Universidad de Cambridge, Inglaterra, y en 2003, miembro del Wissenschaftskolleg de Berlín.

Brasil la condecoró, en 2009, con la Orden del Mérito Cultural.