DOMINGO
libro

El hombre es un código

Las huellas que se dejan en internet.

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¿Cuánto vale un tuit? ¿Cuánto cuesta “estar” en las redes sociales? ¿Cómo se explica el flujo constante de información en un mundo interconectado por la “democrática” internet? Nick Couldry y Ulises Mejías en “El costo de la conexión” intentan responder éstas y otras preguntas. | JUAN SALATINO

Qué significa ser humano –seguir siendo claramente humano– en el siglo XXI? Hace una década y media, todavía tenía sentido que uno de los principales defensores de la privacidad de Estados Unidos, Philip Agre, afirmara que “tu cara no es un código de barras”. Pero en mayo de 2018, el artista de rap negro Donald Glover, alias Childish Gambino, lanzó un video que se hizo viral llamado “This is America” (Esto es América). Mientras la canción se desvanece, canta: “You just a barcode” (“Solo eres un código de barras”). El abismo entre estas dos frases dice mucho sobre la trayectoria que han seguido la pobreza y las relaciones raciales en Estados Unidos, ya tratada en el último capítulo. Pero también abre una historia aún más amplia sobre la violencia que el colonialismo de datos ejerce en todas partes sobre los valores humanos fundamentales de la libertad y la autonomía. Esa historia más amplia es el tema central de este capítulo.

“El transporte se está convirtiendo en un negocio de datos”, afirma Hakan Schildt, de la empresa sueca de camiones Scania. Sin embargo, conducir un camión solía simbolizar el tipo de trabajo que aportaba cierta libertad, al menos para sus trabajadores varones. La primera cita al principio del capítulo es la voz de un conductor entrevistado por Karen Levy sobre el impacto de los dispositivos electrónicos de a bordo (EOBR) instalados ahora en muchos camiones estadounidenses. Es evidente que está preocupado. Un camionero, en el mismo estudio, fue más lejos e insistió en que “cualquier aparato electrónico que no esté directamente conectado a mi cuerpo no puede decirme [cuándo estoy cansado]”. Pero otros empleados llevan más de una década “conectados” a dispositivos que controlan al menos sus movimientos externos (por ejemplo, los trabajadores de las tiendas y centros de distribución de la cadena de supermercados británica Tesco). Si lo que imaginó el segundo camionero se hace realidad, no será su cuerpo el que le diga que está cansado, sino un sistema de datos calibrado y conectado a los cuerpos de toda una plantilla. Ese sistema vigilará los cuerpos de los trabajadores a través de las actividades que figuran en sus contratos y gran parte también de su actividad fuera del trabajo, utilizando esta última como prueba para juzgar las primeras. Existe una larga historia de vigilancia en el trabajo, que afecta de forma desproporcionada a los empleos mal pagados y a las poblaciones desfavorecidas, pero la intimidad de la vigilancia en el lugar de trabajo actual, que está lleno de datos, no tiene precedentes históricos. Sin embargo, encaja bien con el enfoque colonial del conocimiento social que develamos en el capítulo 4, enfoque en el que la reflexión y la voz individuales importan poco y solo cuentan los datos agregados.

¿Qué implicancias tiene todo esto para la vida humana? La segunda cita al principio del capítulo ofrece una pista, pues capta de forma escalofriante el destino de todos nosotros al que apunta la primera cita. La fuente es un destacado comentarista del filósofo del siglo XIX Georg Wilhelm Friedrich Hegel. Hegel fue el único entre los filósofos europeos de la Ilustración que anticipó los momentos de ruptura cuando las formaciones sociales basadas en ciertos valores llegan a organizarse en torno a objetivos prácticos e instituciones que socavan y se oponen directamente a esos valores. El resultado es la forma más profunda de alienación.

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¿Podría el colonialismo de datos estar provocando un conflicto de este tipo para todos sus sujetos? Si es así, ¿cómo podríamos empezar a enfrentarlo? ¿Pueden conceptos filosóficos como el de autonomía ayudarnos a formular lo que está fallando? ¿O acaso el propio término autonomía (tan a menudo utilizado ahora metafóricamente para, entre otras cosas, los sistemas informáticos, los sistemas de armas e incluso los coches) corre el riesgo de ser apropiado por el colonialismo de datos?

Aunque el término “autonomía” plantea sus propias complejidades, será más útil para nosotros que el de “libertad”. El término “libertad” no da ninguna pista sobre para qué sirve la libertad, mientras que “autonomía” especifica cuál es el estado deseado que desea y que es su objetivo. En su forma más fuerte, implica, como dice la filósofa alemana Beate Rössler, que un actor esté “autodeterminado”, es decir, que sea “capaz de actuar de acuerdo con sus deseos y acciones auténticamente suyas”. Sigue habiendo muchas formas de especificar lo que significa realmente la autodeterminación, y algunas versiones de la autonomía se han asociado, sin duda, al proyecto colonial occidental. Por lo tanto, será importante aferrarse a una noción de autonomía que no sea una forma de autogobierno agresivamente individualista, sino que se refiera a la integridad socialmente fundamentada sin la que no podemos reconocernos a nosotros mismos ni a los demás como seres. Solo gradualmente nos acercaremos a la cuestión de la privacidad, el término a través del cual suelen llegar a un público más amplio los debates sobre la autonomía. Al hacerlo, nos centraremos menos en las muchas interpretaciones y extensiones de la autonomía y más en la idea central: la integridad mínima del yo, o la delimitación, sin la cual el yo no sería en absoluto un lugar de experiencia distinto.

Antes de explorar estas cuestiones, dejemos claro qué es lo que motiva los problemas que causa el colonialismo de datos a la autonomía humana. Están implicadas complejas relaciones de poder, como hemos visto, pero para simplificar vamos a llamar “vigilancia” a la causa principal. Debemos señalar inmediatamente que nuestra imagen estándar de la vigilancia –una persona, que generalmente representa al Estado, que vigila o escucha el flujo completo de la vida de otra persona– no es útil por varias razones. Hoy en día son las empresas, y no el Estado, las que realizan el seguimiento. El medio que usan las corporaciones para hacer sus seguimientos no es un sentido humano (ver o escuchar). Se trata, en cambio, de la acumulación de datos procedentes de múltiples fuentes, lo que los estudiosos han denominado dataveillance (“vigilancia de datos”). En cualquier momento dado, es poco probable que el vigilante tenga una “imagen” completa de la persona vigilada; solo con el tiempo y a través de la acumulación se logra una imagen lo suficientemente detallada como para motivar la acción. Por último, tal y como se señaló en el capítulo 4, el objetivo de la vigilancia no es la persona en su totalidad, sino más bien un conjunto de datos dobles que identifican de forma probabilística a un individuo real. Sin embargo, es ese individuo real el que está vinculado a las acciones discriminatorias adoptadas sobre la base de los datos recopilados. Y es debido a las consecuencias de esta vinculación que debemos conservar el término vigilancia aun reconociendo que sus connotaciones se derivan en parte de formas históricas de seguimiento muy diferentes de las actuales. La razón por la que tanto la vigilancia tradicional como el seguimiento con datos entran en conflicto con las nociones de libertad deriva de algo común a ambos: su invasión del espacio básico del yo en nombre de un poder externo.

La noción de que la vigilancia en este sentido ampliado perjudica a la vida humana no depende de una reivindicación de propiedad. El argumento no es que los datos que se extraen de mí ya son mi “propiedad” o “posesión” y, como tal, no deben ser apropiados por otro. Porque hasta el momento de la extracción no había ninguna finitud a la información relativa a mi flujo vital; como hemos señalado muchas veces, los datos en sí mismos no son materia prima. Lo que antes era solo una parte del flujo de mi actividad se convierte en algo identificable por separado y, por lo tanto, potencialmente transferible solo a través del acto de extracción. Esta transformación no tiene nada que ver con que el individuo ya esté identificado. Más bien, dado que la vida (al igual que la tierra en el relato histórico del capitalismo industrial de Karl Polanyi) no es el tipo de cosa que se mercantiliza de forma natural, los datos requieren para su creación de procesos institucionales de extracción y demarcación, a partir de los cuales se pueden generar mercancías potenciales.

Por lo tanto, el tema del seguimiento continuo es mucho más profundo que la cuestión de si cedemos o no, mediante alguna ficción legal adecuada, la propiedad de los datos a los individuos a los que se refieren los datos. La cuestión es incluso más profunda que el daño causado por las discriminaciones particulares que se derivan del uso de los datos, que se analizan en el capítulo 4. El problema más profundo es la violencia que ejerce el propio hecho de la recopilación de datos a través de la vigilancia sobre la integridad mínima del ser. Derivamos esta última noción del concepto de autonomía.

La integridad mínima del yo es el límite que constituye al yo como un yo. A menudo, este límite se experimenta al defender un espacio mínimo de control físico alrededor del cuerpo, pero también puede ser invadido sin incursión física, por ejemplo, por actos de poder que intimidan, avergüenzan, acosan y vigilan al yo. Por “el espacio del yo” nos referimos al ámbito de posibilidad materialmente fundamentado que tiene el yo como horizonte de acción e imaginación. El espacio del yo puede entenderse como el espacio abierto en el que un individuo experimenta, reflexiona y se establece en un curso de acción. Hegel describe este espacio como externo e interno, como un círculo que nunca termina de girar sobre sí mismo. Esto, dice, es lo que hace que “el libre albedrío... sea verdaderamente infinito, porque no es solo una posibilidad, una predisposición; su existencia externa es su interioridad, su propio ser”. Es esta continua interacción entre lo interno y lo externo, el yo y el otro, lo que permite la comprensión profundamente social del yo que, como filósofo, defendía Hegel. De esta concepción del yo, rescatamos algunas ideas en este capítulo como herramientas para desafiar el colonialismo de datos. Cualesquiera que sean los problemas asociados a la visión profundamente colonial de la historia de Hegel y a su visión ambiguamente conservadora del Estado del siglo XIX, Hegel es único entre los filósofos europeos por haber visto tan claramente el fundamento social de conceptos filosóficos como la libertad.

Sin embargo, la comprensión de este concepto social de libertad (o autonomía) no es exclusiva de Hegel, si nos fijamos en las tradiciones filosóficas de fuera de Europa y Norteamérica. La filosofía de la liberación del filósofo argentino-mexicano Enrique Dussel tiene como objetivo la necesidad de articular un concepto de libertad humana desde fuera de los centros de poder de Occidente. La libertad, para Dussel, es la sustancia de la persona con “toda su singularidad, su propia indeterminación, su esencia de ser portadora de una historia, de una cultura; es un ser que se determina libre y responsablemente a sí mismo” y, por lo tanto, se sitúa siempre “más allá” de lo que Dussel llama “el horizonte de la totalidad”. Al insistir en un espacio del yo más allá de cualquier horizonte de la totalidad, Dussel va un paso más allá que Hegel, pues defiende explícitamente el espacio del yo contra cualquier intento del poder de poseerlo y absorberlo.

Cuando, como en la era del colonialismo de datos, el capitalismo busca absorber la vida humana en una totalidad externa –el mundo aparentemente autosuficiente del procesamiento continuo de datos–, lo que está en juego es, en última instancia, la libertad en el sentido de Dussel (y también de Hegel). La necesidad de defender la integridad mínima del yo es válida tanto si se defiende la libertad individualista garantizada por un orden económico competitivo como si (como hacen Hegel y Dussel) se defiende una noción de libertad más social, basada en la mutualidad de la vida social. La defensa de la integridad mínima del yo expone contradicciones dentro de la propia versión de la libertad del capitalismo, una versión individualista, al tiempo que proporciona una base para defender los valores sociales que nos ayudan a pensar más allá de esa noción y también más allá del colonialismo de datos.

Doble conciencia 2.0

En el mundo social vaciado del colonialismo de datos, las prácticas de datos invaden el espacio mínimo del yo al hacer de la sumisión al rastreo un requisito de la vida diaria, reacondicionando el dominio de acción del yo a una red de extracción de datos, una red que está mínimamente regulada por la ley. Las relaciones sociales extractivas que subyacen al colonialismo de datos imponen una forma fundamental de desposesión. Una vida continuamente rastreable es una vida desposeída, cuyo espacio es continuamente invadido y sometido a la extracción por parte de un poder externo.

Se ha puesto de moda olvidar esto y fingir indiferencia. Algunos cuestionan el estatus moral “especial” de los seres humanos y llegan a compararlos con las hormigas y las abejas, cuya vida colectiva ha fascinado a los seres humanos durante milenios. Las metáforas de los insectos se han colado desde hace tiempo en el lenguaje técnico de la informática; tenemos la robótica de enjambre, las colmenas de registro y similares. Quizás estas analogías tengan cierta fuerza cuando las infraestructuras de conexión permitan la agregación de rastros de datos humanos a gran escala. Pero estas metáforas son peligrosas. Nadie ha demostrado todavía que los seres humanos sean animales colectivos en un sentido zoológico; pretender que lo son puede desviar la atención de los costos humanos que trae aparejado el nuevo orden social del capitalismo.

El filósofo Luciano Floridi va más allá y rebautiza la propia materia del yo en términos de información. Para él, ya no somos exactamente humanos, sino criaturas híbridas a las que Floridi llama “inforgs”. Aunque Floridi utiliza esto como punto de partida para nuevos enfoques de la privacidad del “cuerpo informacional”, la conveniencia del concepto inforg para el colonialismo de datos es obvia. Los inforgs son las criaturas perfectas para que los gobierne el “hipernudge” (el hiperempujoncito), pues han sido remodelados para estar siempre abiertos a los flujos de datos y, por lo tanto, continuamente disponibles para su modulación. ¿Pero por qué? Presumiblemente por alguna forma de inteligencia. Podríamos apostarlo todo a la inteligencia artificial, pero pocos han dado este paso. ¿Quizá la modulación por parte de la inteligencia humana ejercida a nivel colectivo? El evangelizador de la Costa Oeste de Estados Unidos Kevin Kelly se acerca a esto cuando celebra el “technium” (así llama a la supuesta “autonomía” colectiva que se desarrolla a partir de “los bucles de retroalimentación en el sistema tecnológico”). Pero, ¿por qué creer que los humanos son inteligentes a nivel colectivo mientras se ignora o se anula imprudentemente la capacidad de los humanos de ser independientemente inteligentes a nivel individual?

Implícitamente, se está configurando una nueva noción del sujeto, que tiene sentido a escala colectiva, en la que florece el procesamiento de datos, pero que ocluye las antiguas concepciones del sujeto individual. Conflictos entre nociones del yo caracterizaron también las fases más tempranas del colonialismo. W.E.B. Du Bois llamó al resultado “doble conciencia”, una situación en la que el yo se ve forzado a describirse a sí mismo en el lenguaje de otro, uno que anula el lenguaje que el sujeto colonial podría elegir para describirse a sí mismo. Visto desde el punto de vista del capital, la contradicción no es importante y ciertamente no es dolorosa, ¡porque el lenguaje del capitalismo generalmente gana! Visto desde cualquier otro punto de vista (incluido el de la mayoría de los sujetos humanos), se pierde algo importante. Debemos poner nombre a ese “algo” que el capitalismo no está escuchando y que el colonialismo de datos no está registrando. Pero esto requiere recursos filosóficos que puedan rescatar algo de los puntos de vista anteriores del sujeto humano. Al rescatar el concepto de la integridad mínima de la vida humana –la realidad desnuda del yo como ser–, identificamos algo que no podemos comerciar sin poner en peligro algo esencial para nosotros mismos. Este “algo” subyace en todas las formulaciones de la privacidad y la autonomía, de una cultura a otra y de una época a otra.

 

☛ Título: El costo de la conexión

☛ Autores: Nick Couldry y Ulises Mejías 

☛ Editorial: Godot
 

Datos de l os autores

Nick Couldry es sociólogo de los medios de comunicación y la cultura.

Es profesor de Comunicación Mediática y Teoría Social en la London School of Economics and Political Science, y desde 2017 es profesor asociado en el Berkman Klein Center for Internet and Society de Harvard.

Ulises Alí Mejías es profesor de Estudios de Comunicación en la Universidad Estatal de Nueva York, Campus Oswego.

Es un investigador de los medios de comunicación cuyo trabajo abarca los estudios críticos de internet, la teoría y la ciencia de las redes, la filosofía y la sociología de la tecnología, y la economía política de los medios digitales.