DOMINGO
Evolución

La arrogancia de la especie

Por qué hay tantos imbéciles? No me lo quitaba de la cabeza: me sorprendía la naturalidad con que toleramos la estupidez. Me preguntaba: ¿se dan o no se dan cuenta los demás del poco sentido que tienen muchas de las cosas que hacemos? Y dado que no todos somos tontos, ¿cómo es que no nos importa?

Entonces conocí a Charles Darwin y me quedé deslumbrado. En la escuela me habían inculcado una idea elevada del ser humano y de su “suerte progresiva y soberana”, como dice Leopardi. Darwin me enseñó a dudar de ella. La obra que me impresionó, más incluso que El origen de las especies, fue El origen del hombre, la menos conocida de sus obras maestras. Tuve la sensación de que se me revelaba un secreto.

El ser humano es un animal muy parecido a los grandes simios. Somos el producto de un larguísimo proceso evolutivo regido por las mismas leyes que siguen marcando el camino de todas las especies (incluidas las vegetales). Nos distingue de los demás animales, incluso de los más próximos, la cantidad y la calidad de nuestra inteligencia. Ningún otro animal del planeta tiene tanta. Me fascinaba la idea de que el mismo mecanismo que nos había otorgado esta potencia cerebral se la hubiera negado a otros. O sea, ¿por qué nosotros? (¿Y por qué, me preguntaba acto seguido, este hermoso don se usa tan poco?). La ley evolutiva es la misma para todos: la selección natural, la supervivencia del más apto. Así prevalecen las características que permiten a la especie (a cualquier especie) responder ventajosamente al entorno. La selección natural no sigue un camino trazado: avanza al azar y de una serie ininterrumpida de intentos exitosos genera aquellas características que garantizan la supervivencia de la especie. En nuestro caso, fue la inteligencia. El mismo Darwin aplicó su teoría al ser humano, teoría que otros resumieron en términos tan pedestres para la época (“descendemos del mono”) que la piadosa esposa del obispo anglicano de Worcester comentó: “Si es así, por lo menos que no se entere nadie”. Pero el razonamiento de Darwin era mucho más complejo. En realidad, la idea de descender del mono no es tan terrible, pues al fin y al cabo ya no somos monos, que es lo que importa. Muchas familias tienen antepasados inconvenientes y, cronológicamente, más recientes. Del pensamiento de Darwin creía poder deducir algo más: una explicación plausible de la inteligencia humana basada en razones puramente naturales. ¡Qué chasco para el hombre, que se considera el centro del universo!: su potencia mental, en el teatro de la vida, no vale más que el mimetismo, la fuerza física o la envergadura de otros animales. Así, más en serio que en broma, empecé a preguntarme: si hubo especies acuáticas que se hicieron terrestres y animales reptantes que ahora vuelan, ¿quién nos asegura que no habrá nuevas adaptaciones que alteren la calidad y la cantidad de nuestras características, incluidas las cerebrales? Somos el único ser pensante del planeta, pero ¿quién nos asegura que seguiremos siéndolo?

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Ahí caí en la cuenta de que hasta con la teoría de la evolución humana podíamos alimentar nuestro orgullo de animales inteligentes, la necesidad de sentirnos especiales: la arrogancia de la especie... Antes, la investigación científica de nuestros orígenes se encomendaba al examen de los restos fósiles de los primeros homínidos y sus manufacturas. Así, el resultado de estas investigaciones, oportunamente elaborado, nos permitió confeccionar esas tablas de la evolución humana que ilustran los libros científicos: una serie de bípedos puestos en fila según el (hipotético) orden cronológico de su aparición. El primero de la izquierda era casi un mono: pequeño, peludo, encorvado, con brazos y piernas desproporcionadamente largos y arqueados, y la mirada perdida. A medida que avanzábamos hacia la derecha y hacia el presente, los rasgos animales se atenuaban hasta sublimarse en el último de la fila, el Homo sapiens sapiens. Alto, apuesto, con la barbilla y la mirada tendidas hacia el futuro (como si le hubieran asegurado que iba a ser Leonardo da Vinci).

Como es natural, se nos dejó bien claro que esa reconstrucción solo era hipotética. Algún homínido podía intercambiar su sitio en la fila con el vecino más o menos simiesco, y siempre estaba el eslabón perdido: nuestro antepasado más cercano, casi tan guapo como nosotros, pero aún repelente y tonto como los predecesores.

Esto no debilitaba el fundamento de la reconstrucción: por muy bestias que fueran sus progenitores, el ser humano seguía siendo el destino maravilloso de un viaje emprendido hace millones de años. De un modo u otro, pues, somos seres especiales, únicos. Con Darwin, parecía como si el hombre se hubiera apartado del centro de la creación, como si renunciara a ser la creación decisiva y más noble de Dios, la única hecha a su imagen y semejanza. Y, sin embargo, sí, seguíamos siendo la obra maestra de la evolución. Solo así cobraba fuerza la teoría de que el hombre es el centro de la naturaleza, la razón que explica la existencia del universo.

*Autor de Nuevo elogio del imbécil, Gatopardo Ediciones (fragmento).