DOMINGO
libro

Esos gustos de la vida

Vivencias de un antropólogo.

15_06_2025_comida_juansalatino_g
| juan salatino

Comidas y mujeres

De los siete pecados capitales, solo dos han logrado posesionarse de mí en forma consistente y reiterada y me han hecho caer ante sus tentaciones: la gula y la lujuria, de preferencia combinadas. Compartir una comida con una mujer atractiva e inteligente inexorablemente me hace pensar que terminaremos en la cama. Y no hay foreplay mejor para mí que una gran comida con una buena conversación. Y risas. Así fue con la mujer de mi vida cuando empezamos (y mantuvimos) una relación de tantos años y así fue con otras mujeres importantes en diferentes etapas de mi existencia. El otro vicio, ya que no pecado venial, que se suma a la gula y a la lujuria es la curiosidad, probablemente por deformación profesional y por cierta propensión felina (por aquello de que “la curiosidad mató al gato”). Siempre despertaron mi atención los sabores nuevos, las nuevas experiencias y las mujeres y los lugares sin conocer.

Me gusta cocinar para alguien y me gusta que me cocinen, y siempre me intriga cómo serán las mujeres que conozco cocinando y cómo recibirán lo que yo cocino. Despertar las papilas gustativas inexorablemente lleva para mí a despertar, tarde o temprano, todo el potencial erótico de los cuerpos y siempre espero que la sintonía inicial entre una mujer y un hombre se despliegue lentamente y a plenitud con una comida compartida.

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

Y en esto se equiparán el slow food y la seducción. Precipitarse, atragantándose, con la comida y no disfrutarla lentamente y paso a paso equivale a una violación gustativa. Apresurarse para tener sexo con una mujer sin recrear todas las etapas del juego de la seducción mutua raya en practicar la masturbación casi a solas. La palabra clave es compartir. Y compartir con deleitación y sin apresuramientos. Una armonía igualitaria difícil de lograr.

De la extraordinaria mujer con la que compartí tantos años de mi vida ya he hablado. Esta vez les toca a las otras mujeres. Las otras que, así sea en menor medida, me han marcado. También ha habido algunas, menos trascendentes y con las que me podía prestar al sexo casual. No niego que este pueda ser atractivo y, a veces, altamente satisfactorio, pero nada supera para mí la lenta progresión de conocer y explorarse mutuamente, de fintear sin dar la estocada final, de enviar y recibir señales, de insinuar e intercambiar insinuaciones –sea con las palabras o con el lenguaje corporal– en torno a un condumio compartido. El deseo se acrecienta y las señales sutiles que lo alimentan son como las de una comida en donde los sabores –algunos más etéreos, otros más contundentes– van despertando las papilas y acariciando, lentamente, el paladar.

Y como la diversidad de comidas, la diversidad de las interlocutoras en este juego permite desplegar una paleta de experiencias múltiples e insuperables.

Reconozco que conocí mujeres –una en especial– que me excitaban con solo mirarlas o con darles la mano. Pero tarde o temprano esa mirada o ese contacto debían asociarse, para mí, a un sabor, a una sazón, a un dejo y a una placentera embocadura salada, dulce, ácida, picante, amarga o agridulce que me llevara a pensar en las sensaciones, aromas y degustaciones posibles que pudiera ofrecer mi interlocutora con su cuerpo y las que yo podría ofrecerle con el mío.

También reconozco que no es fácil vivir con esta demanda perenne de anticipar con la mezcla de sabores y sensaciones táctiles el suave deslizar de los dedos por una piel, el regusto de una boca o de una vulva, la trepidación y la agitación que preceden y se continúan cuando los cuerpos se entrelazan y los sabores pasan a ser aromas, y tactos húmedos o perfumados, y movimientos desbordados.

Pero he vivido mi vida con esa carga sin considerarla tal. Y las imágenes que me persiguen con el recuerdo cubren una amplia gama de evocaciones.

Desde un pastizal con sus tenues efluvios vegetales después de un picnic de platos fríos y vino tibio; un whisky ofrecido como preludio de una comida mexicana al fresco; el sabor de una empanada de cazón que desata una vorágine de sensaciones sobre la arena caliente o, sencillamente, una frase sutil, aterciopelada e inteligente que se desplaza a través de una mesa bien puesta y cubierta de diversos platos ya catados y de copas de vino a medio beber y toca alguna fibra desconocida que se desboca.

Por fortuna, conocí también mujeres que se abrían lentamente como una flor y esperaban pacientemente por mí, deleitándose con una carne bien aderezada, con un pez recién sacado del agua y asado a la parrilla, con un plato refinado que incluía trufas o caviar, o inclusive con un plato magro pero sabroso preparado con esmero, dedicación y buena sazón. Y me deleitaba con su espera y demoraba la mía. Solo para acrecentar el placer mutuo.

En todo caso, nada como la interacción de los sabores que precede a la interlocución de los cuerpos. Un whisky antes y un cigarrillo después solo son la parábola de un encuentro sexual quizás apasionado pero precipitado y, a veces, desvaído. Un festín de sabores, en cambio, precede, dilata, amplifica y enriquece el placer de los cuerpos. Y para los que fuman, no entra en contradicción con un cigarrillo o un puro después que añade, con demora, el sabor o el aroma del tabaco.

Confieso que he pecado. No me arrepiento. Y he pecado, con fruición, por partida doble. Creo que tanto por el placer de pecar como por la curiosidad que me despierta cometer pecado.

Alimento de ancestros y de espíritus

Llegamos agotados al Safari Park Hotel en Nairobi. Era temprano –media tarde– pero el prolongado viaje desde Buenos Aires, con una larga espera de conexión en el aeropuerto de Johannesburgo sumado a la diferencia de seis horas y al jet lag habían hecho mella en nosotros. Pese a nuestro agotamiento tuvimos que esperar por nuestra habitación, pero cuando nos instalamos en ella nos llevamos una grata sorpresa –amplia y luminosa, con muebles de madera y una cama con dosel del que caían las cortinas mosquitero, un baño impecable y una magnífica veranda que daba a unos bien cuidados prados–. El hotel venía, además, precedido por su leyenda. Aparentemente, antes de su última reforma en 1974 había sido una parada insoslayable en el camino de los safaris y de los viajes al Monte Kenia y había alojado algunas celebridades de Hollywood y a Ernest Hemingway, por lo cual el bar del hotel llevaba su nombre. En todo caso, más de allá de la cultura machista de la caza mayor y sus desbordes cinematográficos (principalmente alcohólicos y sexuales) que impregnaban su pasado, el hotel era tranquilo y acogedor.

Mireya estaba cansada del largo viaje así que le dije que pidiera algo al room service y se acostara, mientras que yo iba a saludar a Florence Mpayé –la anfitriona keniana de la conferencia– y a otros colegas que ya habían llegado para participar en ella. El encuentro con mis colegas se prolongó en el bar y en una comida ligera en donde repasamos temas y chismes, como era de rigor. Todos éramos miembros de la red global que promovía la prevención de conflictos y la construcción de la paz a nivel mundial, procedíamos de diversos países y continentes y nos conocíamos desde hacía años. Cuando quise darme cuenta ya había caído la noche y, preocupado por cómo estaba Mireya, volví caminando a nuestra habitación mientras apuraba un habano. Afortunadamente, Mireya estaba durmiendo tranquilamente, de manera que salí a la veranda a terminar mi puro y entré luego en la habitación y, como es mi costumbre en lugares en los que duermo por primera vez, cerré con pestillo la puerta y el ventanal que daban a la veranda y me aseguré de que la puerta de entrada también tuviera el seguro puesto.

No habíamos alcanzado a deshacer nuestras valijas, así que rescaté mi neceser y un pijama blanco de la mía, me duché y, empiyamado, abrí el mosquitero para acostarme de mi lado de la cama. Mireya seguía durmiendo plácidamente y las sábanas inmaculadas de la cama me estaban esperando para recuperarme del viaje y de los primeros intercambios con mis colegas. Cerré el mosquitero y me hundí, agotado, en un sueño profundo.

Unas horas después (serían las 2 de la madrugada, hora keniana) me desperté. Necesitaba ir al baño, pero no quería despertar a Mireya, así que, en la semipenumbra de la habitación, descorrí el mosquitero y me senté en la cama. Al mirar hacia abajo en busca de mis pantuflas, me sorprendió ver unas manchas oscuras en las perneras de mi pijama blanco. Al principio lo atribuí a las sombras o a reflejos en la habitación. Sin embargo, al mirar más de cerca, vi que eran dos manchas oscuras, compactas, a la altura de mis muslos y me sorprendí. Prendí la luz de mi mesita de noche y me quedé paralizado al ver dos lamparones de sangre que resaltaban sobre el blanco de las perneras de mi pantalón. Intuitivamente me di vuelta para ver si Mireya estaba bien y encontré que en la sábana sobre la que yo había dormido se repetía la mancha de sangre, esta vez más extendida. Me palpé para ver si tenía alguna herida. Y no, estaba sano y entero. Desperté a Mireya y me quité el pantalón del pijama. Efectivamente, no tenía ni un rasguño y del lado de Mireya la cama no mostraba ninguna mancha o salpicadura. Su pijama –también blanco– estaba impoluto. De todas maneras, como dos simios que se esculcan en busca de parásitos, nos revisamos mutuamente y no nos encontramos ni heridas ni picaduras visibles. No estábamos asustados ni nerviosos –tal vez por el cansancio del viaje–, pero sí sorprendidos. Prendí todas las luces y empecé a buscar algún animal muerto o herido entre muebles y valijas. Moví la cama y el aparador. Revisé debajo de la cama. Busqué entre las cortinas del ventanal. Sacudimos sábanas y frazadas. Pero no encontramos nada.

Intrigado, llamé a la recepción del hotel y expliqué la situación mientras que me ponía un pijama fresco. De la recepción me balbucearon en inglés algo así como que “no me preocupara” y que ya iban para la habitación. A los pocos minutos, golpearon la puerta e irrumpieron el gerente nocturno y el botones de turno y, por lo visto, todos los guardias de seguridad del hotel, la multitud que llegó desbordaba la habitación y cada uno, de acuerdo con su nivel de inglés, trataba de calmarnos. Pero nosotros estábamos tranquilos y solo buscábamos una explicación a lo sucedido.

Sin atender a nuestras preguntas, después de revisar minuciosamente de nuevo la habitación, me arrebataron el pijama ensangrentado –“We are going to send it to the cleaner”, me dijo el gerente nocturno–, y, sin mayores explicaciones o preguntas, cada uno de los recién llegados cargó sobre su cabeza una de nuestras valijas o mochilas y rápidamente nos trasladaron a una suite decorada con detalles africanos y armas masái, con una inmensa cama también cubierta de mosquiteros. Todo el procedimiento nos recordó las viejas películas de safaris en África con los boys nativos cargando innumerables bultos en la cabeza para hacer la vida de los cazadores blancos más cómoda. O más tranquila.

Desde luego, el upgrade nos encantó. Poco después de mudarnos, ya muy avanzada la madrugada, llamó a la suite el gerente general (que había sido despertado en su casa) para disculparse en nombre del hotel y para asegurarnos que estas cosas nunca sucedían y que iban a investigar a fondo qué pasó. De manera que nos fuimos a dormir, cansados de tanto trajín y algo pasmados, sin haber recibido ninguna explicación sobre lo sucedido.

A la mañana siguiente, antes del desayuno, me enviaron el pijama lavado, impecable y sin ningún resto de sangre, y nos fuimos a desayunar con el grupo de la conferencia.

Como era de esperar, le conté primero a nuestra anfitriona keniana lo sucedido. Y, por primera vez, su respuesta me dejó preocupado: “Don’t think it’s witchcraft!” –“No creas que es hechicería”–, me aseguró con un tono aparentemente despreocupado para decirme a continuación que nunca había escuchado que pasara algo parecido. Sonaba a como cuando en América Latina te aseguran –“no hay un golpe militar en marcha”– aunque todos saben que se está incubando uno.

Una amiga y colega kirguisa, por otra parte, al escuchar la historia intentó tranquilizarme diciendo: “¡Son tus antepasados que te están dando la bienvenida a África!”. Una versión quizás más benévola que la reacción de nuestra anfitriona keniana pero no por eso menos inquietante en tanto no creo tener ancestros africanos más allá de Lucy. Aunque probablemente debería hacerme un examen de ADN para confirmarlo.

En todo caso, de la gerencia del hotel (o de cualquier otro empleado) nunca recibimos una explicación racional, aunque no faltó alguno que intentó echarle la culpa a Mireya diciendo a mis espaldas que en realidad le había llegado el período. Tampoco tuvimos aclaratorias de ninguno de nuestros amigos o colegas locales. Pero me inquietó leer que, pese a que oficialmente la mayoría de la población keniana es cristiana o musulmana (en menor proporción), hubo varios episodios de quema de brujas en años anteriores en diferentes distritos del país.

Por si acaso, a nuestro regreso a Buenos Aires después de ir de safari y de deleitarnos con Kenia, y especialmente con los masái (pero eso es otro cuento), lo primero que hicimos ambos fue un examen de sangre que afortunadamente mostró que ninguno se había contagiado nada en el viaje.

Pero confieso que me quedé intrigado con el incidente y con los escasos intentos de explicarlo.

Poco después viajé a Cuba por trabajo y un amigo, después de escuchar la historia, me recomendó una santera para consultar con ella. La santera tenía un doctorado en física y matemáticas, pero eso no le impidió atenderme, porque oficialmente practicaba el culto lucumí de origen yoruba y actuaba de awo o consultora especial en estos y otros asuntos. Me recibió en su casa y durante una hora estuvo conversando conmigo y tratando de que algún orisha la iluminara con alguna respuesta a lo sucedido, sin ningún resultado. A esa altura de la consulta empecé a temer que los 50 dólares que le había pagado en concepto de honorarios no me iban a proporcionar ninguna respuesta. Entonces, súbitamente y en un susurro, me propuso pasar al “palo de monte”, un culto de origen bantú que permite la comunicación con los espíritus y que tiene fama de magia negra y hechicería porque con frecuencia se usa para “hacerle un daño” a alguien. Acepté, de manera que sacó una bandeja ahuecada con varios objetos entre los que se destacaba un hueso humano. Esta vez la comunicación pareció funcionar y obtuve una respuesta: según los espíritus consultados, efectivamente la sangre del incidente era muestra de la buena disposición de un ancestro mío –una mujer africana, que me protegía y que me daba la bienvenida a África–.

Más allá de los 50 dólares –con los santos no se juega–, me resultó la explicación más admisible –aunque poco racional– para el hecho de que un espíritu –así fuere por interpósita persona– regara con sangre mi cama para darme la bienvenida en mi primera visita al continente africano y me tranquilizó que la versión del “palo de monte” fuera tan benévola como la de mi amiga kirguisa y que la sangre derramada no era para alimentar un espíritu maligno.

Aunque nunca dejé de sospechar que lo sucedido en Nairobi efectivamente era hechicería mal dirigida y gestionada por algún principiante, la versión de la bienvenida ancestral –aunque no tuviera conocimiento de un antepasado africano (mis orígenes rusos ni siquiera están vinculados a Pushkin)– era la más conveniente, cómoda y aceptable. Sin embargo, debo confesar que, desde entonces, cuando me alojo en un hotel en cualquier lugar del mundo, antes de acostarme reviso la cama y, especialmente, la blancura de las sábanas. Y sí, preventivamente dejé de usar pijamas blancos cuando viajo.

El Buda que pedía cheesecake

Rara vez he rechazado invitaciones para participar en congresos o para dictar conferencias o seminarios en diversas latitudes y en lugares distantes. Y si no recibía invitaciones, intentaba visitar por mi cuenta países que me sacaran de mi zona de confort –cultural o ideológica–. Siempre prevalece, cuando algo me llama la atención, la curiosidad.

Desde la década del sesenta, había leído mucho sobre China y las transformaciones que estaba viviendo, pero me faltaba el empujón para visitarla y ver en carne propia los cambios que estaba atravesando. Como pasaba con frecuencia en nuestra vida en común, el empujón final me lo dio Mireya. Surfeó en internet, consultó precios y lugares, buscó las mejores opciones para viajar y consiguió armar, con una agencia, un itinerario para recorrer las principales ciudades de la costa este de China, incluyendo obviamente Beijing y Shanghái, pero también lugares como Guandong y Nanjing, en una gira que debía culminar en Hong Kong. Todos los tópicos turísticos estaban previstos: los guerreros de terracota de Xi’an, la Gran Muralla, el mausoleo de Sun Yat Sen, la Ciudad Prohibida y la plaza de Tiananmen en Beijing, los impactantes paisajes de Guilin y otros, de manera que las tres semanas del periplo resultaban agotadoras de antemano. Gran parte de la gira la íbamos a hacer en tren –atravesando los bancos de contaminación entre ciudad y ciudad– y otra en avión. La gira estaba organizada por una agencia de viajes –creo que china y estatal en asociación con una agencia argentina– y parecía focalizarse, por lo menos en las grandes ciudades, en visitar tiendas donde vendían imitaciones de grandes marcas occidentales y souvenirs de todo tipo. No detallaré el extenso (e intenso) itinerario que nos adjudicaron porque no es la intención de este relato.

La gira, si mal no recuerdo, se iniciaba en Beijing, donde nos alojaron en un hotel de la cadena Sheraton. Al segundo día de visitas a tiendas, nos insubordinamos porque el programa era rígido e inflexible y nuestra autonomía para ir a lugares que nos interesaban y preguntar por situaciones que nos intrigaban estaba severamente limitada. De manera que después de una visita a la Ciudad Prohibida y a la inmensa plaza Tiananmen, donde pedimos ver el lugar de la famosa foto de 1989 del ciudadano solitario enfrentando a un tanque durante las protestas de ese año y recibimos de la joven guía por respuesta que ella “no sabía de qué estábamos hablando”, decidimos movernos por nuestra cuenta. Los coordinadores del tour nos trataron de disuadir, pero optamos por ignorarlos cuanto fuera posible. Pedimos en el hotel una tarjeta con la dirección escrita en mandarín y otras con direcciones como la del zoológico donde estaban los osos panda, para movernos con taxis y a nuestro arbitrio por la ciudad. Obviamente, ninguno de los dos hablaba una jota en mandarín, pero el plan resultó.

Con el añadido de que mi figura provocaba, aparentemente, jocosos comentarios entre los chinos con quienes nos cruzábamos en distintos lugares y sobraron las ocasiones en que nos pidieron sacarse una foto con nosotros. Tomar la foto implicaba, por otra parte, un ritual en el que me ubicaban en el centro de esta, me rodeaban y reían, entre ellos, durante todo el proceso. Yo no entendía bien la razón, pero más tarde unos amigos me explicaron que probablemente me identificaban, más por mi barriga que por mi fisonomía y mi bonhomía, con Buda y que una foto con alguien parecido a él, especialmente si era extranjero, traía buena suerte. Fue la primera vez que sentí que mostrar un abdomen prominente –y en aquella época lo tenía– no era criticado sino plenamente apreciado y comencé, con regocijo, a valorar de otra manera la cultura china. Ninguno de los que me fotografiaban hablaba inglés y nos entendíamos por señas, pero el trato siempre fue amable y yo diría, desde mi mirada occidental, cordial y amistoso.

Entre nuestras aventuras autonomistas, una particularmente relevante fue cuando decidimos abandonar el restaurante del hotel y preguntar por un buen restaurante local. Fuimos al que nos sugirieron, a un par de cuadras de distancia del hotel. El local era modesto pero la clientela era abundante. La carta estaba en mandarín, pero había fotos de los platos y señalamos lo que queríamos. Nunca comí tan rico en Beijing como en ese restaurante, unos platos cuyo nombre no sabría pronunciar. Especialmente un cordero en lonjas bien cocinado y sazonado. La atención también fue muy buena, los mozos eran serviciales y nos atendieron de maravilla, aunque nos comunicáramos por señas.

No puedo decir lo mismo de la mayoría de los guías y empleados de la agencia de turismo, que nos trataban con frialdad y distancia y tendían a tomar decisiones autoritarias e inapelables sobre nuestros destinos. Las que sistemáticamente ignorábamos. Se suscitó un primer incidente cuando, después de enarbolar nuestra recientemente adquirida independencia en Beijing, decidimos saltarnos una ciudad del itinerario y volar, por nuestra cuenta, directamente a Nanjing. No recuerdo el nombre de la ciudad que nos saltamos, pero nos interesaba más estar unos días en Nanjing y esta decisión soliviantó a la guía y al agente de turismo. Nos dijeron que no era posible, que no había vuelos para el día en que pensábamos viajar a Nanjing, que no había cómo cambiar los pasajes y que, seguramente, íbamos a pagar una fortuna por la noche extra en el hotel al que debíamos llegar. En suma, que no debíamos salirnos del itinerario establecido y tomar decisiones por cuenta propia. Los desoí –era fácil si uno pretendía no entender el inglés gutural en el que hablaban– y me fui a la agencia de viajes del hotel, donde hicieron todos los cambios solicitados por nosotros con gran eficiencia y sin tener que empeñar ningún objeto precioso para completar el pago. Hablaban en inglés, aceptaban tarjetas de crédito y se ocuparon de todos los cambios con celeridad y profesionalismo.

Llegamos a Nanjing a un precioso hotel frente a una laguna y nos instalamos para disfrutar de la ciudad. Lo de disfrutar era relativo porque yo quería ver el Museo de la Masacre sobre la ocupación japonesa con sus terribles imágenes de destrucción, crueldad y genocidio. Pero decidí ir solo porque no quería someter a Mireya al espectáculo de tanta cruenta sordidez de la llamada “violación de Nanjing” por parte de los japoneses. La visita al museo fue impactante y, por más que uno creyera que estaba relativamente blindado ante estas situaciones y esas imágenes, me dejó secuelas por varios días. Para compensar la desazón y la angustia que me causó esta visita, esa noche cenamos en el restaurante giratorio del hotel. Comimos muy bien –era cocina szechuan– y a los postres, de acuerdo con lo que decía la carta en inglés, pedí una cheesecake. No tardaron en traerme una especie de bizcochuelo insípido. Traté de explicarle al mozo que “eso” no era lo que yo había ordenado. A todo lo que le decía en inglés, el mozo me contestaba “yes, yes” y se inclinaba repetidas veces, pero no conseguí convencerlo de que sustituyera el engrudo que me habían servido por el ansiado postre. Era evidente que entendía poco o nada de lo que le estaba diciendo y esa noche me quedé con mis ganas de cheesecake.

Al otro día decidimos tomar el té en el afamado salón de té del hotel. No me acuerdo de qué pidió Mireya y qué fue lo que le trajeron. Los tés que nos sirvieron eran deliciosos y en la carta ofrecían cheesecake de Nueva York. Yo insistí en mi empeño de la noche anterior, pidiendo y explicando que no me trajeran algo similar a lo de anoche sino la auténtica cheesecake que ofrecían. Vano intento. Me trajeron lo mismo de la noche anterior. Empecé a explicarle al mozo, en inglés, lo que para mí era una cheesecake. Él afirmaba con la cabeza y me decía “yes, yes”. Mireya se retorcía de risa a mi lado, hasta que me dijo: “¿No ves que no entiende nada de lo que le estás diciendo?”. Evidentemente, no solo hablábamos en idiomas diferentes, sino que manejábamos conceptos muy distintos de lo que era una cheesecake. Como diría un antropófago africano, a Bob Hope, al meterlo en la olla para cocinarlo en una de sus películas: “Nada personal, es mi cultura”.

☛ Título: Comida: diario de un antropólogo hambriento

☛ Autor: Andrés Serbin

☛ Editorial: Editora Dialética

☛ Edición: Diciembre de 2024

☛ Páginas: 152

Datos del autor

Andrés Serbin es un antropólogo doctorado en Ciencias Políticas; escritor, profesor e investigador universitario; activista por la paz y analista internacional.

Es autor de siete libros publicados en español, inglés y ruso, de artículos académicos y periodísticos y compilador de más de treinta volúmenes sobre temas de política internacional.

Ha ganado dos veces el Premio de Literatura de Caracas, y el Premio de Ensayo Político de Nueva Sociedad, y numerosos premios y reconocimientos de universidades y asociaciones profesionales.