DOMINGO
Memorias

Escenas de un recuerdo

Un par de semanas atrás comencé a mirar Chimp Empire, un documental de cuatro capítulos situado en la selva ugandesa que pretende dar cuenta de los usos y de las costumbres de una comunidad de chimpancés.

Me costó.

El documental es insoportablemente lento.

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Intenta reproducir en detalle la vida de estos simios: eternos segundos y hasta minutos de una imagen que se explica desde una voz en off monótona y repetitiva. La ternura de una madre chimpancé mientras amamanta a su hijo, el miedo a que el marido vuelva de sus andadas nervioso o violento, el aprovechamiento a escondidas de su tiempo, la lucha entre machos por el liderazgo, la infinita paciencia maternal puesta en la educación de los más pequeños, las brutas aventuras masculinas, el afecto a través de la limpieza del cuero cabelludo de los demás miembros del clan, las grotescas intrigas políticas, la muerte inevitable de uno de ellos al salirse del camino común, más etcéteras y etcéteras. Sin embargo, muy a pesar de que el tema me interesaba, dado que los chimpancés comparten con los monos humanos el noventa y ocho por ciento de sus cromosomas, solo pude ver el primero de los capítulos de la serie. Jamás se me ocurriría intentar con los tres que me faltan.

Un llamado de atención.

Por fortuna, en mi libro no habrá redundantes explicaciones de imágenes porque no habrá imágenes que acompañen mis dichos. De todos modos, avisado como estoy por los chimpancés ugandeses, me he propuesto firmemente no ser tan monótono ni tan repetitivo.

Difícil.

Veremos si lo logro.

No creo que nacer tenga mérito alguno. Nacemos y punto. Si hay algún mérito en el hecho corre por cuenta de las madres que nos guardan en su vientre durante meses y, encima, un buen día sufren el parto. Doy fe del sufrimiento: fui testigo de la complejidad del asunto, asistí al nacimiento de mi hijo.

Entonces nacemos.

Y nos toca lo que nos toca.

Me refiero al lugar, al ambiente, a la familia y a las posibilidades más o menos felices de interactuar física o intelectualmente con el prójimo. También las condiciones económicas resultan relevantes.

Pero...

¿Cuándo comprendemos que estamos vivos? ¿Cuándo entendemos qué es la vida? ¿Cómo vivimos aquello que nos toca vivir?

Aunque las tres preguntas que cierran el párrafo anterior parezcan apuntar a un mismo misterio, son definitivamente distintas.

Definitivamente distintas.

El primer recuerdo que tengo es bastante nítido: la imagen de una maceta resbalándose de mis manos con el inmediato y violento reto de mi madre. Ignoro por qué quise levantar con mis todavía débiles brazos algo tan pesado, también lo que pensé al respecto durante el momento inmediatamente posterior a la violencia del reto. No obstante, lo sospecho. Sospecho que mis pensamientos deben haber tenido mucho que ver con la injusticia de la cuestión: la rotura de la maceta había sido completamente involuntaria.

¿Comprendí entonces que estaba vivo?

No lo sé.

De cualquier manera, estoy seguro de que la vida, en ese instante, debe haberme parecido muy injusta. Tan injusta que mi memoria decidió guardar la escena para inaugurar la galería de recuerdos.

No está mal.

Comprender, a los tres o cuatro años, la completa injusticia de la vida.

Aunque puede que no. Quiero decir que ese recuerdo inaugural quizás esté más cerca de la mayor evidencia que tengo del modo en que después, mucho después, he intentado vivir lo que me ha tocado en suerte vivir junto a los demás.

Me refiero al placer y a su contracara.

La cachetada de mi madre, además de la profunda indignación que me produjo, me provocó algún dolor físico. Y no sé convivir con el dolor. Nunca supe hacerlo. Siempre preferí el placer.

También mi hijo, al arrancar el disgusto de los finales de aquellos cuentos clásicos, tal vez haya heredado de mí la incapacidad de sufrir o, mejor, las ganas de amontonar solo placeres y alegrías en su vida.

¿Y el resto de los monos humanos?

Me inclino por razonar que a todos nos ocurre más o menos lo mismo. Al igual que los chimpancés, los seres humanos somos demasiado parecidos. Tanto en lo maravilloso como en lo absurdo.

Despertarse cada mañana implica la, a veces tácita y a veces explícita, comprensión de que estamos vivos. No obstante, y a pesar de la obviedad del asunto, eso nos comienza a suceder algún tiempo después de que la maceta se resbale de nuestras manos y termine deshecha en el piso ensuciándolo todo. Algún tiempo impreciso después. Me inclinaría por afirmar que empieza a la edad incierta que va desde el dolor por el golpe en la nuca de mi madre y el día en que mi hijo resolvió suprimir las últimas páginas de aquellos libros baratos.

La conciencia.

Esa inteligencia equilibrista tan sobrevalorada.

*Autor de La vida, la novela y el amor. La Crujía. (Fragmento).