DOMINGO
libro

Disney en Suipacha 435

Los orígenes de Pumper Nic.

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| juan salatino

Hoy es solo un papel amarillento escrito a máquina con membrete de Ortiz, Scopesi, Ratto / Ogilvy & Mather Asesores Publicitarios –una de las agencias más prestigiosas de la época–, pero cincuenta años atrás fue la presentación en sociedad de Pumper Nic que recibieron en sus escritorios los periodistas de distintos medios gráficos de la Argentina.

Inagurose Pumper Nic, un nuevo modo de comer en el centro. Pumper Nic, de Facilven SA, inauguró en Suipacha 435 el primero de una serie de locales que integrarán su cadena de servicio de un nuevo concepto de alimentación del público dinámica, preparada al instante y presentada para el mayor confort de los comensales tanto en los salones de la empresa como en los lugares de trabajo o residencias particulares. La modalidad se ha impuesto en las principales ciudades de Europa, Japón y Estados Unidos.

La mayor novedad del sistema Pumper Nic es el empleo de novísimas maquinarias de cocina que permiten elaborar platos para desayuno, almuerzo, merienda y cena absolutamente frescos, eliminando el recalentamiento o la conservación en cualquiera de sus formas. Excluye, asimismo, las esperas, dado que en el tiempo exacto de formular el pedido y abonar su importe en la caja se procede a la entrega. La decoración expresa todo el adelanto y la modernidad alcanzado por este rubro en nuestro país, y el aire acondicionado y la música funcional agregan confort al nuevo local dedicado a la gastronomía de la gente activa y exigente.

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A pesar de su grandilocuencia, el anuncio solo fue publicado por algunos medios pequeños. A las diez de la mañana de ese 8 de octubre de 1974 los empleados se acomodaron expectantes en sus puestos. Las máquinas de la cocina estaban encendidas y el salón, impecable para recibir a los primeros clientes. Como cualquier día hábil, el centro de la ciudad comenzaba a reactivarse desde temprano. De los vagones del subterráneo y de los colectivos emergían cientos de personas que llegaban para trabajar, los comerciantes levantaban las cortinas metálicas de sus negocios y los hombres de traje y portafolio caminaban enérgicos hacia sus oficinas. Sobre la avenida Corrientes, en los puestos de diarios las portadas anunciaban las principales noticias: la reunión multisectorial de Isabel Perón en la Casa Rosada; operativos policiales “contra el extremismo” en los que se había detenido a ciento cincuenta personas y secuestrado un arsenal de armas; el asesinato de un oficial del Ejército en un atentado cuando salía de su casa; la llegada al país de un enviado del papa Pablo VI, aumentos en los precios del cine y la leche.

En medio de ese paisaje habitual, Pumper Nic resaltaba desde la calle Suipacha por su techo gris que imitaba el tejado de una casa, un salón con mobiliario extravagante y un imponente cartel luminoso que se alzaba desde la vereda sobre un pie de cinco metros y que había sido descubierto para la inauguración. Cerca de la entrada, un grupo de jóvenes vestidos con uniformes vistosos de color marrón y naranja repartían folletos con el menú e invitaban entusiasmados a los peatones a que se acercaran a conocer “el primer fast food de la Argentina”. Pero los nombres “Pumper”, “Frenys”, “Mobur” o “Chick Nic” no referían a nada conocido y no hacían más que confundir a los potenciales clientes, que pasaban de largo desconcertados.

Pese a que ninguno parecía interesado en entrar, en el local confiaban que, cuando los trabajadores de la zona salieran a almorzar, finalmente todo se pondría en movimiento. Pero a la noche, cuando llegó el momento de hacer el cierre, las cajas continuaban en cero. El día siguiente fue casi calcado. Las personas que pasaban por la puerta de Pumper Nic frenaban su paso y, a medio camino entre la curiosidad y la desconfianza, espiaban a través del vidrio ese paisaje nunca antes visto. Esa escena se repetiría durante el resto de la semana. En el local vacío, los empleados se dedicaban a matar el tiempo conversando mientras limpiaban las mesas y sillas todavía sin estrenar. Por lo bajo, algunos especulaban con que, si la cosa seguía así, pronto tendrían que buscar un nuevo trabajo. Alfredo Lowenstein veía en sus caras el mismo escepticismo que percibía dentro de su círculo de empresarios cercanos, donde muchos pronosticaban el cierre en menos de dos meses.

Para aplacar la intranquilidad del personal, los reunió en el salón y, con la determinación de un entrenador de fútbol, los alentó a que fueran pacientes. Él mismo había sido testigo del esfuerzo que había hecho su hermano para que las hamburguesas fueran aceptadas entre las costumbres argentinas y sabía que los hábitos no se pueden imponer por la fuerza ni se cambian de un día para el otro. Además, tenía un plan: para despejar cualquier duda sobre el sistema, habían impreso folletos especiales titulados “Pumper Nic, como en casa, pero al instante”.

Esos trípticos coloridos explicaban de qué se trataba la propuesta, cuál era el menú e, incluso, cómo había que comportarse dentro del local:

... usted entra y elige su comida favorita. La pide en el mostrador. Mientras se la preparan en solo unos minutos, abona en la caja. Disfrútela en Pumper Nic cómodamente, ubicado en las mesas del comedor, o si prefiere llévese las exquisiteces de Pumper Nic a la oficina o a su casa. Pero el lenguaje amigable y pedagógico tampoco alcanzó para vencer la resistencia de los peatones, que seguían su camino. La primera semana de Pumper Nic terminó como había empezado: sin clientes y con la cocina paralizada. ¿Los argentinos todavía no estaban listos para algo así? ¿Acaso Alfredo Lowenstein se había adelantado demasiado a su época? Tal vez, pero los rumores ya habían empezado a circular. Se decía que ese nuevo restaurante era propiedad de un empresario norteamericano. Que era una marca extranjera. Que el nombre era una palabra en inglés y se pronunciaba “Pamper”.

Que la cocina tenía máquinas en reemplazo de hornos o parrilla. Que era idéntico a los lugares que había en Estados Unidos.

Atraídos por esos comentarios, los primeros que se acercaron a explorar fueron los jóvenes que llegaban al centro para ir al cine. Antes o después de la función, en vez de ir a la pizzería de siempre, llegaban hasta el 435 de Suipacha para ver el fenómeno con sus propios ojos. Apenas cruzaban la puerta sentían que todo lo que habían conocido antes estaba pasado de moda. Los muebles eran amarillos, estaban amurados a la pared y no tenían patas, los cestos de basura tenían el dibujo de un hipopótamo y estaban ubicados por todo el salón, los empleados tenían su misma edad y usaban uniformes llamativos. Hipnotizados por la novedad, a medida que iban entrando a ese restaurante revolucionario seguían las indicaciones que se desplegaban didácticamente por todo el salón: “forme fila aquí”, “ordene aquí”, “pague aquí”. Todo era magnético y extraordinario: el menú, la acción de cocinar convertida en una coreografía, la velocidad con la que se atendía, se cobraba y se despachaba la bandeja con el pedido.

“Ir a Pumper Nic era como entrar a otra galaxia: los colores, la ropa de los empleados, los muebles, la comida. En otros restaurantes había mozos con moñito y una servilleta en el brazo esperando para recibirte. En Pumper te atendían pibes que tenían cuatro o cinco años más que vos.” Aunque el objetivo de Alfredo Lowenstein había sido que Pumper Nic pareciera norteamericano, su instinto lo había convencido de imprimirle al menú un giro local.

Las hamburguesas se elaboraban en el mismo subsuelo de Suipacha, donde se adobaba la carne con una mezcla de especias y se cocinaba con un acabado a la parrilla que le daba un estilo más apto al paladar argentino que las que él había probado en Estados Unidos. Las palabras para nombrar a una hamburguesa o unas papas fritas, que una semana atrás no significaban absolutamente nada entre los jóvenes clientes, se iban transformando en una contraseña de pertenencia. Aprender el sistema para comer en Pumper Nic y desenvolverse con naturalidad dentro del local se convirtió en símbolos repentinos de modernidad y la confirmación de que el futuro, finalmente, había llegado a Buenos Aires.

La noticia de ese restaurante de otro planeta en pleno centro circuló entre la juventud con la potencia de una avalancha. Cada mañana, Adriana González llegaba al local para iniciar sus tareas administrativas: contabilizar la recaudación del día anterior, hacer el control de stock y preparar los depósitos para llevar a los bancos. Pero después de cuatro horas frente a su escritorio, cuando el reloj se acercaba al mediodía, sabía que el supervisor de turno subiría corriendo las escaleras hasta el primer piso y le gritaría: “¡te necesito!”.

Ella, que había acompañado a su cuñado durante la primera investigación en Miami, dejaba lo que estuviera haciendo, se ponía el mismo uniforme que usaban los empleados y que colgaba de una percha en su oficina y, con su rapidez para las máquinas registradoras, aliviaba alguna de las cajas desbordadas de clientes.

Dentro de la cocina, los empleados se movían sin descanso: colocaban las hamburguesas y los panes en la broiler, sumaban los ingredientes de cada sándwich, los envolvían, servían las gaseosas, freían las papas, las entregaban al ayudante de caja y volvían a empezar. Siguiendo el relato de algunos extrabajadores, tal vez exagerados por la nostalgia y el paso del tiempo, las quinientas hamburguesas que Pumper Nic despachaba por hora no alcanzaban a satisfacer a los clientes que se amontonaban puertas afuera del local, haciendo fila para entrar.

A pesar de que sus precios superaban a los de las pizzerías de la zona, esta “nueva forma de comer” se convirtió en un hábito para los jóvenes de clase media y en una salida especial para aquellos que tenían un menor poder adquisitivo.

La demanda era tanta y tan vertiginosa que los empleados sabían a qué hora entraban, pero no cuándo se iban. En determinado momento de la jornada, los supervisores solían acercarse a ellos con gesto de súplica y una pregunta retórica: “¿Te podés quedar?”. Era habitual que aceptaran hacer dobles o triples turnos con apenas quince minutos para almorzar o cenar un Pumper con Coca–Cola y Frenys.

Los sábados, en el momento más crítico de la noche, cuando coincidía el final de las funciones en varios cines, alguno se asomaba desde el rectángulo que dejaba a la vista la cocina y, sofocado por el calor de las máquinas, gritaba: “¡Por media hora no hay más hamburguesas!”.

Mientras en el subsuelo comenzaba nuevamente la producción, las cajeras intentaban cautivar a los clientes con las bondades de un delicioso Mobur con queso, jamón cocido y huevo a la plancha o un crujiente Chick Nic de pollo rebozado, pan tostado, lechuga y mayonesa. Era un ritmo feroz, pero nadie se quejaba. La empresa de Alfredo Lowenstein formaba parte del gremio gastronómico y, como tal, a los empleados les correspondía cobrar un porcentaje estipulado de la facturación mensual, determinado por el cargo que ocupaban. A diferencia de lo que sucedía en otras partes del mundo, donde trabajar en un fast food solía implicar bajos salarios, en Argentina se había convertido en un verdadero privilegio.

—Se ganaba un dineral –dice Alfredo González–.

Antes de cumplir diecinueve años yo cobraba un 20% más que el gerente de un banco. Mis amigos querían que los hiciera entrar, pero no solo por eso. En el grupo original había un clima de pertenencia: “Pumper es tuyo también”, nos decía Alfredo. En realidad, no sé si lo decía, pero nos lo hacía sentir.

En muy poco tiempo, los empleados se acostumbraron a esa rutina vertiginosa y ejecutaban su rol dentro de la cadena de producción como verdaderos expertos. Solo ellos sabían quién era el responsable detrás de ese suceso gastronómico. A diferencia de su hermano Tito, que siempre buscaba reconocimiento por sus creaciones, Alfredo tenía un perfil más bajo: prefería dedicar su tiempo a hacer crecer su empresa en vez de dar notas en los medios. Por eso, ni en el comunicado de prensa sobre la apertura de Suipacha ni en los que vendrían después aparecería su nombre.

No había dejado su puesto en los frigoríficos ni se había desentendido de los hoteles. Pero, sin previo aviso, en cualquier momento del día, caminaba las dos cuadras que separaban Pumper Nic de las oficinas de Lamar y disfrutaba observando desde la puerta el resultado de su emprendimiento. A veces llegaba solo. Otras, con algún amigo o empresario y, mientras hacía un pequeño recorrido por las instalaciones, le gustaba señalar un detalle que lo había conquistado durante su período de investigación en Miami: a diferencia de cualquier otro restaurante, en el sistema de fast food el cliente tiene que pagar antes de recibir la mercadería.

Al verlo deambular por el salón repleto, los empleados se ponían nerviosos, a pesar de que Alfredo Lowenstein se había revelado como un jefe cálido y accesible. Conversaba con ellos, los felicitaba por el esfuerzo y los alentaba a seguir vendiendo: cuanto más facturase Pumper, mayor sería el dinero para repartir.

De la primera Navidad en Suipacha, hay una foto en la que se ve a un joven y bronceado Alfredo –pelo corto, patillas discretas, camisa de estampado extravagante– junto a un grupo que fuma y conversa animadamente. Sobre una de las mesas del salón se ven restos de un brindis y regalos. En el momento exacto en el que fue tomada la imagen, le está entregando un paquete a una cajera, que lo recibe con una sonrisa. Mientras la juventud parecía haber encontrado un lugar de referencia, los adultos miraban ese fenómeno con recelo. El ritual del almuerzo era una costumbre casi sagrada: los oficinistas acostumbraban a interrumpir su jornada laboral para almorzar platos elaborados en algún restaurante y las familias se reunían los fines de semana para compartir pastas caseras o asados con larguísimas sobremesas.

Frente a una sociedad acostumbrada a ese tipo de ceremonias, Pumper Nic había llegado para demostrar que era posible comer rápido, con la mano y en vajilla desechable, como en los países más desarrollados del mundo. La dinámica de entrar, ser atendidos por empleados de apenas veinte años, sentarse donde quisieran por el tiempo que quisieran y deshacerse de su propia basura era un signo de independencia para el público joven. El fast food significaba para ellos mucho más que “una nueva forma de comer”. En ese restaurante original encontraron un lugar donde podían sentirse libres.

En cambio, eso que ellos leían como autonomía, para sus padres era falta de servicio: pagar por un sándwich, esperarlo, llevarlo en una bandeja, comer sin cubiertos y hacerse cargo de limpiar las mesas no les parecía la mejor manera de ser tratados como clientes. “Ese local no se parecía a nada de lo que había antes. La primera vez que fui, nos sentamos a una mesa y después de un rato largo, mientras veíamos que todo el mundo comía menos nosotros, mi papá empezó a despotricar porque no nos atendían. Un chico que estaba haciendo la limpieza se apiadó, se acercó a la mesa y nos dijo que teníamos que levantarnos para hacer el pedido en el mostrador.” “Cuando las monjas de mi escuela se enteraron que íbamos al Pumper a la salida del colegio, nos prohibieron ir con el uniforme puesto porque era una marca relacionada con la juventud y la libertad.” Mientras Pumper Nic recibía alrededor de ciento veinte mil comensales por mes y se consolidaba como un espacio de encuentro entre los jóvenes, puertas afuera el panorama político se volvía cada vez más sombrío.

Desde la muerte de Perón, las operaciones de la Triple A se volvieron más extremas. Si bien el número de víctimas totales nunca fue precisado oficialmente, eran habituales las noticias sobre cuerpos acribillados arrojados a terrenos baldíos, militantes políticos asesinados bajo el argumento falaz de un enfrentamiento, amenazas de muerte a artistas populares y sangrientos atentados con explosivos. Los operativos de las organizaciones políticas armadas también se habían convertido en una amenaza real.

El Ejército Revolucionario del Pueblo había secuestrado a un gerente de la fábrica de neumáticos Firestone a cambio de un rescate millonario. A Ford y Coca–Cola les exigieron sumas exorbitantes para liberar a ejecutivos secuestrados. Un mes antes de la inauguración del Pumper Nic, la organización armada peronista Montoneros había anunciado su pase a la clandestinidad y raptado a los dos hijos del dueño de Bunge & Born, una de las corporaciones nacionales más poderosas. El pago del rescate es considerado el más caro del cual se tenga registro: sesenta millones de dólares, el equivalente a cerca de cuatrocientos millones a valores de 2024.

Muchos empresarios, en su mayoría extranjeros, abandonaron el país. Alfredo Lowenstein fue uno de ellos. A seis meses de la inauguración de Pumper Nic, convencido de que era un riesgo quedarse en Argentina, se mudó con su familia a Miami, donde estaban los hoteles de su padre, y se dedicó, como él, a viajar entre ambos países para atender sus negocios. Al frente del local de Suipacha, que seguía repleto de lunes a lunes, dejó a su equipo de confianza. El sistema era tan preciso que la ausencia del dueño no resultaba evidente. Los familiares y amigos a cargo de mantener su funcionamiento se ocuparon de estar a la altura en un escenario cada vez más complejo, y ante una crisis económica que llegaría a un momento crítico en 1975. El 2 de junio de ese año, en un clima de violencia desatada, asumió el cargo Celestino Rodrigo, el nuevo ministro de Economía del gobierno que había heredado Isabel Perón. Su programa, que tenía el objetivo de frenar la inflación, reducir el déficit fiscal y “sincerar la economía”, estaba basado en una política de shock que incluía una fuerte devaluación del peso, el tope a los aumentos salariales y un incremento en el valor de los combustibles y las tarifas de servicios públicos.

Con la ejecución de ese plan, la inflación llegaría al 44% en tan solo un mes –contra el 57% que se había acumulado el año anterior–, mientras el dinero iba perdiendo vertiginosamente su valor todos los días. Esa crisis, que pasó a la historia como “el rodrigazo”, fue uno de los momentos de mayor angustia que había atravesado el pueblo argentino hasta ese momento: los ingresos familiares se desplomaban y la demanda de productos de primera necesidad, que intentaba adelantarse a los aumentos de precios, vaciaba los comercios, que luego no podían reponer el stock.

Muchos negocios se vieron obligados a bajar sus persianas y colgar carteles de “balance” y otros, directamente, a cerrar. Pumper Nic, en cambio, empezó a abrir sus primeras sucursales.

☛ Título: Un sueño made in Argentina

☛ Autor: Solange Levinton

☛ Editorial: Libros del Asteroide

☛ Edición: Febrero de 2025

☛ Páginas: 216

Datos del autora

Solange Levinton (Buenos Aires, 1981) es una periodista argentina. Trabajó hasta 2024 en distintas secciones de la Agencia de Noticias Télam. Es coautora del libro Voltios: la crisis energética y la deuda eléctrica publicado en 2017 y editado por Leila Guerriero.

Colaboró en medios nacionales como La Nación, Clarín, Infobae, Editorial Perfil y con revistas internacionales como Gatopardo y Dossier de la Universidad Diego Portales de Chile.