DOMINGO
Libro

El miedo silencioso

Cómo la pandemia se manifiesta.

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En Siete ensayos sobre la peste, de Taurus Editorial, Carlos Gamerro recorre la historia de las epidemias en la literatura y las artes –desde La Ilíada hasta las películas de muertos vivos–. | Juan Salatino

Dos pesadillas opuestas y simétricas acosan nuestros cerebros en estos días de pestilencia: la de la sociedad sumida en el caos, la autoridad ignorada o ausente y el orden disuelto, y la del establecimiento de una distópica sociedad de vigilancia minuciosa y perfecta, según el modelo chino o, yendo atrás en el tiempo, el fascista o soviético, que se aprovechará del miedo a la pandemia para imponerse definitivamente y permanecer mucho más allá del fin de ésta –tal vez para siempre (igualmente, y tal vez con mayor pertinencia, podría invocarse el británico-estadounidense, pero éste no modela los temores presentes, porque los anglosajones han logrado convencerse y convencernos de que los vigilados son los otros y ellos, enteramente libres). Las llamaremos, por comodidad, la pesadilla hobbesiana y la orwelliana, respectivamente; aunque sin perder valor ilustrativo podríamos hablar, también, del modelo Guerra Mundial Z (o cualquier otra película de plaga zombi donde todo se va al diablo) y del modelo The Matrix, con cada individuo aislado en su celda, conectado con el imperceptible mundo exterior por sueños virtuales apenas; pero como los títulos de estas películas no se prestan tan bien a convertirse en adjetivos, nos quedaremos con los primeros. 

El miedo al caos que la peste pueda desencadenar se remonta a las primeras ficciones de Occidente; ya en el comienzo de la Ilíada se anudan desorden y pestilencia: el rey Agamenón se niega a reconocer que él pueda ser el responsable de la plaga que el dios Apolo ha enviado sobre las tiendas griegas, y a tomar las medidas correspondientes; cuando finalmente cede, devolviendo la cautiva Criseida a su padre y sacerdote del dios, Crises, lo hace a regañadientes, y acto seguido, reclama en compensación a la cautiva de Aquiles, Briseida, desencadenando la rebelión de este, que depone las armas y se abstiene de ahí en más de participar en la lucha: envalentonados, los troyanos alcanzan triunfo tras triunfo, hasta que la muerte de su amante Patroclo lo decide a tomarlas de nuevo. En otros tiempos uno podía leer el comienzo de la Ilíada prestando poca o ninguna atención al tema de la peste; hoy en día ésta se nos impone, si no como la causa única, sí al menos como disparadora de la anarquía que se apodera del campamento griego. 

También Edipo, cuando Tiresias le viene con la novedad de que él mismo es el causante de la peste que asuela Tebas, se enfurece y lo atribuye a una conspiración en su contra. En ambos casos, el de Agamenón y el de Edipo, los poderosos no ven en la peste a una aliada sino a una enemiga: parece ajeno a los jefes del mundo antiguo el subterfugio de aprovechar la peste para hacer más vasto y minucioso su dominio. 

El miedo al caos social que la peste pueda traer aparejado se reiterará en las obras de Tucídides, Boccaccio, Defoe, Mary Shelley, Manzoni, Jack London y en prácticamente todas las películas sobre el tema, aparezcan los microbios en su propio ser (Pánico en las calles, Doce monos, Epidemia, Contagio) o disfrazados de zombis y vampiros (Soy leyenda, Veintiocho días después, Guerra Mundial Z). El temor al orden excesivo, a la imposición de un régimen tiránico que tome a la peste como excusa, en cambio, es mucho más reciente. No hay rastro de él en los escritos de Tucídides, Diodoro Sículo, Lucrecio, Tito Livio, Procopio, en la Biblia o en Boccaccio. 

  

En su Diario del año de la peste (1722) Defoe critica algunas decisiones puntuales de las autoridades, como la clausura de las casas infectadas, medida infalible para garantizar la muerte de los moradores e ineficaz para proteger sus vecinos, ya que las ratas y las pulgas que propagan la peste hacen caso omiso de tales restricciones; pero en general aprueba sus disposiciones, sobre todo las de las autoridades municipales, y el sentido de la responsabilidad que las lleva a permanecer en la ciudad a riesgo de su propia vida, mientras el rey y su corte huyen a Oxford y se desentienden de la epidemia, como harán un par de siglos después, en el cuento de Poe, el príncipe Próspero y la suya.

La peste, de Camus, ha sido leída como alegoría sobre el avance del totalitarismo y, más precisamente, de la ocupación nazi. Pero si identificamos a la epidemia con el nazismo, las autoridades de Orán, que luchan contra ésta, no estarían del lado de la opresión sino del de la resistencia. He leído y releído la novela varias veces desde el comienzo de la actual pandemia y no he podido encontrar una sola instancia donde éstas se conduzcan de modo dictatorial o arbitrario y la novela las condene: se muestran más bien renuentes a declarar el estado de peste, y son los médicos quienes con su insistencia les tuercen el brazo; la ciudad queda acordonada, y nadie puede salir (sí entrar, pero entonces deben quedarse adentro), pero ninguno de los personajes cuestiona la medida: a lo sumo uno de ellos, Rambert, que estaba de visita, intenta romper el cerco para reunirse con su amada en París, pero finalmente desiste y por propia voluntad se queda a luchar con los demás contra la peste. Las autoridades hacen lo que pueden, toman las medidas que creen mejores, no se exceden en sus atribuciones, no se aprovechan de la peste para extender y consolidar su dominio. El Dr. Rieux, protagonista y narrador de la novela, trabaja codo a codo con estas, concuerda con sus medidas y deplora, pero justifica, el uso ocasional de la fuerza: 

Las primeras veces se había levantado a telefonear y había corrido a ver a otros enfermos sin esperar a la ambulancia. Pero los familiares habían cerrado la puerta prefiriendo quedarse cara a cara con la peste a una separación de la que no conocían el final. Gritos, órdenes, intervenciones de policía y hasta de la fuerza armada. El enfermo era tomado por asalto.

La situación de peste convierte a este médico y hombre ejemplar no en cómplice o colaborador de las autoridades, sino en aliado de éstas: antes de la peste lo recibían siempre como a un salvador. […] Ahora, por el contrario, se presentaba con una escolta de soldados y había que empezar a culatazos con la puerta para que la familia se decidiese a abrir.

No escuchamos los acentos de la indignación ni de la rebeldía en estas palabras: sí la resignación, el cansancio, “la difícil indiferencia”. Y los ciudadanos que resisten las disposiciones de las autoridades no son presentados como ejemplares “hombres rebeldes” sino como personas que, comprensible, pero equivocadamente, se resisten a aceptar lo que los molesta: Nadie había aceptado todavía la enfermedad. En su mayor parte eran sensibles sobre todo a lo que trastornaba sus costumbres o dañaba sus intereses. Estaban malhumorados o irritados y estos no son sentimientos que puedan oponerse a la peste.

En este sentido, la adaptación cinematográfica de Luis Puenzo efectúa una vuelta de tuerca, pero en sentido contrario al de la novela: en su película, una transparente alegoría de las dictaduras sudamericanas de los años setenta, las autoridades se aprovechan de la peste para imponer el estado de sitio y construir campos de concentración en el estadio de fútbol (el estadio está en la novela de Camus, pero es simple hospital de campaña, como los que se construyeron en los primeros meses de la pandemia actual en China, EE.UU. o Argentina, ni por asomo campo de tortura y exterminio), y el Dr. Rieux, interpretado por William Hurt, se enfrenta a éstas con brío y denuedo; sobre el final, un alzamiento popular libera a los prisioneros.   

La novela de Camus está más cerca de la tragedia que de la denuncia: las limitaciones de la libertad de circulación, la vida disminuida, la separación de las familias, las cuarentenas, el confinamiento, la agonía en soledad, la anulación de los rituales del cuidado y de la despedida, se presentan como angustiantes, desesperantes, intolerables, pero imprescindibles. Puede que las autoridades se equivoquen a veces, puede que tomen medidas demasiado drásticas, pero están obrando según las luces que disponen, según el modelo de funcionamiento burocrático que les es propio y al que se aferran con aun mayor firmeza en tiempos de crisis, antes que por malevolencia, indiferencia o estulticia.  

Uno de los giros conceptuales decisivos de Vigilar y castigar, de Michel Foucault, es el de tomar las epidemias, no como metáforas de la imposición de un orden más o menos despótico, sino como modelos: las enfermedades y epidemias de las que trata son bien reales, no un invento o una excusa de las autoridades; las medidas tomadas para contener el mal pudieron ser, quizás, necesarias en su momento, pero lo decisivo no es esto sino cómo estos modelos, desarrollados inicialmente para controlar la epidemia, se convierten en dispositivos o esquemas para regular el funcionamiento de la sociedad en todo momento, y tratarla como si siempre estuviera en estado de peste, como si siempre hubiera leprosos o apestados de alguna clase en ella: el Estado de excepción permanente de Agamben, lo que Foucault llama el “sueño político” de la epidemia.

Según Foucault, son dos los modelos, desde los inicios de la modernidad europea: el de la lepra, que tras crear una distancia insalvable entre sanos y enfermos deja a estos abandonados a sus suerte, subsistiendo en una masa apenas distinta sobre la cual no es necesario ejercer ningún poder, más allá del de exclusión, ni construir ningún saber, más allá del de cierta curiosidad médica; y el de la peste, que no se ejerce en un espacio diferenciado sino en cada calle y cada casa de la ciudad misma, bajo la vigilancia de un poder disciplinario que fija a cada uno su lugar, controla las reuniones y los desplazamientos, lleva registros minuciosos y precisos de cada individuo: si bien es cierto que la lepra ha suscitado rituales de exclusión que dieron hasta cierto punto el modelo y como la forma general del gran Encierro, la peste ha suscitado esquemas disciplinarios. Más que la división masiva y binaria entre los unos y los otros, apela a separaciones múltiples, a distribuciones individualizantes, a una organización en profundidad de las vigilancias y de los controles, a una intensificación y a una ramificación del poder. El leproso está prendido en una práctica del rechazo, del exilio-clausura; se le deja perderse allí como en una masa que importa poco diferenciar; los apestados están prendidos en un reticulado táctico meticuloso en el que las diferenciaciones individuales son los efectos coactivos de un poder que se multiplica, se articula y se subdivide. […] El exilio del leproso y la detención de la peste no llevan consigo el mismo sueño político. El uno es el de una comunidad pura, el otro el de una sociedad disciplinada.

A partir del siglo XIX, señala el autor, los dos empiezan a combinarse y la figura de su combinación es el panóptico de Bentham, donde cada individuo está a la vez aislado y vigilado, sea en las cárceles, manicomios y sanatorios que Foucault describe en su libro, sea en nuestras propias casas incorporadas al panóptico, como en la sociedad distópica imaginada en 1984, sea en las celdillas de un gigantesco panal de larvas humanas en The Matrix. 

Pero puede haber algo de presuntuoso en ulular contra la pesadilla orwelliana, al menos para nosotros. Las de Orwell, las de lxs hermanxs Wachoswski, la de Byung-Chul Han son paranoias de primer mundo: entrar en la Matrix no deja de ser un privilegio, y en el mundo de 1984 únicamente los miembros del partido son sometidos a vigilancia permanente; la masa de la población, los “proles”, como los leprosos de Foucault, están afuera: en realidad, se sabía muy poco de los proles. Y no era necesario saber mucho de ellos. Mientras continuaran trabajando y teniendo hijos, sus demás actividades carecían de importancia. Dejándolos en libertad como ganado suelto en la pampa de la Argentina, tenían un estilo de vida que parecía serles natural. […] La mayoría de los proles ni siquiera era vigilada con telepantallas. La policía los molestaba muy poco. En Londres había mucha criminalidad, un mundo revuelto de ladrones, bandidos, prostitutas, traficantes en drogas y maleantes de toda clase; pero como sus actividades tenían lugar entre los mismos proles, daba igual que existieran o no.

La distribución de Orwell es la que rige o amenaza a los países del Tercer Mundo: para las clases altas y medias el modelo de la peste, para el proletariado y los marginales, el de la lepra. El modelo se profundiza y exacerba durante la pandemia, como estamos viendo: las clases altas y medias, vigiladas a través de sus propios celulares; el bajo proletariado y los marginales atrapados en barriadas cercadas por la policía. 

Ensayo sobre la ceguera (1995), de José Saramago, parece escrito para ilustrar la aplicación rigurosa del modelo de la lepra a la contención de una epidemia. En una ciudad innominada las personas empiezan a volverse ciegas de un momento a otro, sin que pueda averiguarse la causa, aunque sí la dinámica, que es la del contagio presencial: el primer ciego concurre al consultorio de un oftalmólogo, y todos los que estaban en él, incluyendo al médico, se quedan ciegos en cuestión de horas; llega a sugerirse que es el contacto visual, antes que el corporal, el que transmite la dolencia. Aterradas, las autoridades van confinando a los ciegos en un antiguo manicomio en el cual, fuera de las camas y los baños que pronto dejarán de ser funcionales, y la comida y los productos de higiene y limpieza que se les entregan diariamente, estarán librados a su suerte y tendrán a su cargo todas las tareas, incluyendo la quema de la basura, la atención de los enfermos y el entierro de los muertos; los que intentan salir o incluso contactar a los guardias que custodian el perímetro son fusilados sin miramientos. El núcleo inicial de personajes corre con ventaja porque uno de ellos, la mujer del médico ha conservado la vista, pero debe guardar el secreto para no convertirse en el lazarillo de los más de trescientos ciegos que abarrotan el hospicio. Eventualmente, un grupo de unos veinte hombres, cuyo líder posee un arma de fuego, monopoliza el control de alimentos y exige que los demás les entreguen todas sus posesiones, primero, y luego que se entreguen las mujeres, a las cuales violan por turnos, en manada, con toda clase de humillaciones y violencias. 

El infierno de Saramago no es tan fantástico como puede parecerle en un principio al lector despavorido: en muchos países del Tercer Mundo, incluyendo el nuestro, las instituciones de encierro, las cárceles sobre todo, funcionan de la misma manera: un muro inexpugnable construido alrededor de una villa miseria dentro de la cual los presos tienen la “libertad” de repartirse los espacios, la comida y las comodidades, comerciar, traficar, matarse y violarse entre ellos; lo único que importa es que se queden adentro. Algo parecido sucede en esos enclaves tercermundistas del Primer Mundo (y del Tercero, donde constituyen algo así como el tercer mundo del tercer mundo) que son los campos de refugiados. 

Esta figura del caos rodeado por un orden férreo, a la vez despótico e indiferente, tiene la dudosa virtud de lograr que palidezca, en comparación, la pesadilla posapocalíptica de la sociedad devuelta al caos de las hordas primitivas (la cual no deja de tener su ambiguo atractivo, como vimos en el anterior capítulo). Aun así, Saramago no pacta con esta: en la segunda mitad de su novela los ciegos de adentro, tras haberse rebelado contra los ciegos malos, matando al jefe de la pistola y prendiéndole fuego al resto, advierten que ya no hay guardias (se han quedado todos ciegos), se aventuran al exterior y, guiados por la mujer del médico, logran ingresar en la vivienda de uno de ellos, higienizarse, hacerse de alimentos. Entonces advierten que los otros ciegos, los que nunca fueron encerrados, deambulan por la ciudad en grupos, de casa en casa, de comercio en comercio; comen de lo que encuentran y tratan de evitarse, antes que agredirse; ni se matan, roban ni violan sistemáticamente entre ellos. Hay atisbos, incluso, de cierto comunismo rotativo: los que andan en grupo, como nosotros, como casi todo el mundo, cuando vamos a buscar comida tenemos que ir juntos, es la única manera de no perdernos unos de otros, y como vamos todos, como no queda nadie cuidando la casa, lo más seguro, suponiendo que consigamos volver, es que esté ocupada por otro grupo que tampoco ha podido encontrar la suya, somos una especie de noria, siempre dando vueltas, al principio hubo algunas peleas, pero pronto nos dimos cuenta de que nosotros, los ciegos, por así decir, no tenemos nada a lo que podamos llamar nuestro, a no ser lo que llevamos encima. 

En una escena característica, el primer ciego regresa a su apartamento para descubrirlo ocupado por un escritor y su familia, que con suma cortesía pide permiso para seguir viviendo allí, con la promesa de retirarse apenas el otro se lo exija: la secuencia evoca poderosamente la excursión de los tres hombres de Wapping en el Diario del año de la peste, novela que Saramago admitía como fuente de inspiración, antes que la de Camus, que sistemáticamente trataban de endilgarle periodistas y críticos. Más cerca de Daniel Defoe que de Jack London, Saramago parece confiar en que las personas, liberadas del Leviatán, sabrán organizarse de modo más o menos consensuado, negociando antes que devorándose entre sí como lobos feroces, aunque hay excepciones, por cierto: cuando la mujer del médico emerge de un supermercado donde ha encontrado un depósito de alimentos escondido, los ciegos que la rodean sienten su aliento a chorizo y se abalanzan sobre ella. 

Lo de los lobos, dicho sea de paso, es mera metáfora: Konrad Lorenz nos recuerda que estos, en tanto animales sociales, han debido desarrollar mecanismos instintivos para limitar la agresión y sus consecuencias: si en una lucha entre dos lobos uno de ellos lleva las de perder, se tira panza arriba y ofrece su garganta al vencedor, y este no puede morderlo por más que quiera. En cambio, dos tiernas palomitas encerradas en una misma jaula pueden matarse a picotazos, porque como en el estado de naturaleza no podrían hacerse daño, no ha sido evolutivamente necesario que desarrollaran inhibiciones al respecto, y Lorenz concluye su libro con esta pregunta: “Vendrá un día en que dos facciones en guerra se enfrenten con la posibilidad de borrarse mutuamente de la faz de la tierra […] ¿Nos comportaremos entonces como palomas o como lobos?”.

Con Ensayo de Saramago me pasa lo mismo que con La peste de Camus: la lectura metafórica, que el Nobel portugués solía alentar en sus entrevistas (“La metáfora, porque en la novela la ceguera es una metáfora, […] intenta decir que nosotros, todos, estamos todos ciegos. Ciegos porque aun dotados de un instrumento […] que es la razón, usamos la razón contra la vida”) me resulta mucho menos interesante que la lectura literal o directa: ¿qué le ocurre a un grupo de personas cuando se las encierra, se las despoja de todo derecho y se las deja libradas a su suerte? Indudable mérito del autor es haberle dado forma concreta, es decir, literaria, a la peor de las pesadillas pandémicas: la hobbesiana envuelta en la orwelliana, un Leviatán lleno de lobos sueltos.

 

☛ Título: Siete ensayos sobre la peste

☛ Autor: Carlos Gamerro

☛ Editorial: Taurus
 

Datos del autor 

Nació en Buenos Aires en 1962. Es licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires, donde se desempeñó como docente hasta 2002. 

Su obra de ficción publicada comprende las novelas Las islas, El sueño del señor juez, El secreto y las voces, La aventura de los bustos de Eva, Un yuppie en la columna del Che Guevara, Cardenio y La jaula de los onas, y los cuentos de El libro de los afectos raros. 

En 2011 se estrenó en el Teatro Alvear de Buenos Aires su obra teatral Las islas, con dirección de Alejandro Tantanian. 

Sus novelas han sido traducidas al inglés, francés y alemán.