El crucero ARA General Belgrano, que ya estaba 35 millas fuera de la zona de exclusión, desplazándose hacia la isla de los Estados, al sur del océano, ya tenía encima al Conqueror, que lo venía trackeando. El comandante del submarino, el capitán Christopher Wreford-Brown, lo informó a Northwood. El objetivo original del comandante en jefe de la Marina Real, el almirante Fieldhouse, en control de la Operación Corporate, era localizar y golpear sobre el 25 de Mayo, que transportaba una escuadrilla de doce aviones A-4Q Skyhawk. Su eliminación era parte de la estrategia de dominio del mar alrededor de las islas Malvinas antes del desembarco.
Pero, dado que el portaviones no podía ser hallado en el cuadrante norte por los otros submarinos, el Spartan y el Splendid, Fieldhouse coincidió con Woodward en la nueva doctrina operativa: dejar fuera de combate al General Belgrano. Woodward, desde el Hermes, creía que su flota podría ser atacada desde el noroeste y el sudoeste. El capitán Wreford-Brown pensaba, además, que sería un desperdicio no hacer nada con el Belgrano luego del trabajo que le había llevado encontrarlo y rastrearlo. Esperaba que se modificaran las reglas del enfrentamiento y le dieran permiso para atacar fuera de la zona de exclusión.
El domingo 2 de mayo por la mañana, el gabinete de guerra se reunió en Chequers, la casa de campo oficial de la primera ministra del Reino Unido en ese entonces, Margaret Thatcher, en las afueras de Londres. Debía decidirse si se ordenaba el ataque al crucero fuera de la zona de exclusión. Se debatió cuál era su amenaza real para la Fuerza de Tareas. Si podía averiárselo pero no hundirlo. Si se debía impactar solo al Belgrano y no a los destructores que lo escoltaban, para permitir la búsqueda de sobrevivientes.
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La decisión se tomó antes del almuerzo. Se intentó revestir el ataque de un propósito defensivo: pese a su lejanía de la zona de operaciones, el crucero General Belgrano, junto al portaviones 25 de Mayo, podría realizar una acción de pinzas sobre la flota británica, y debían neutralizar esa amenaza.
Entonces se dio paso al mayor sacrificio de vidas de la Guerra de las Malvinas. En la tarde del 2 de mayo, el Conqueror ya estaba a 2 mil metros de distancia del Belgrano. El crucero no contaba con sonar para detectar submarinos. Sin advertencia previa, después de treinta horas y 400 millas de seguimiento, atacaron al barco, que se alejaba hacia el sudoeste, a 60 kilómetros fuera de la zona de exclusión, donde no había una unidad británica que pudiera percibir su amenaza.
El Conqueror disparó tres torpedos Mark-8. Los dos primeros golpearon en el Belgrano, y el tercero en uno de los destructores que lo acompañaba, el Hipólito Bouchard, pero en este blanco no explotó. Lo haría a cien metros. Sintieron la detonación. Fue un cimbronazo que hizo mover al destructor. Desde el Bouchard intentaron comunicarse con el Belgrano, pero ningún circuito funcionó. Presumieron que había sido atacado y entonces decidieron dispersarse; también lo hizo el otro destructor, el Piedrabuena.
Después de los impactos, el Conqueror se alejó a 15 kilómetros y a través del periscopio observó cómo el Belgrano se inclinaba a babor. En una hora el crucero, construido en los Estados Unidos, que había salido indemne de las bombas del ataque a Pearl Harbor, se hundió en el mar. El primer impacto de los torpedos mató en forma instantánea a 274 tripulantes. Poco después, se descargó un temporal sobre los sobrevivientes que se habían lanzado a las balsas. (…)
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A las cinco de la tarde del 2 de mayo llegó el primer despacho al búnker. Algo había sucedido con el Belgrano. No se sabía qué. El destructor Piedrabuena había enviado un mensaje que había llegado distorsionado al Comando de Aviación Naval, en la Base Espora. En la base de Río Grande, se decidió el despegue del avión Neptune 2 P-112 para localizar a los sobrevivientes del crucero General Belgrano. Se trataba de un avión fabricado en Estados Unidos en 1962, con motores algo fatigados y sin armamento defensivo. (…)
En la tarde del 2 de mayo, cuando se enteraron de que algo había sucedido con el Belgrano, recibieron la orden de despegar para buscar a los sobrevivientes. Pasaron algunas horas en el búnker a la espera de precisiones, hasta que llegó un punto dato y se obtuvieron las coordenadas. A las nueve de la noche la tripulación 3 salió a explorar la zona del hundimiento del crucero. En el punto dato estaba uno de los destructores, el Piedrabuena, comandado por el capitán Horacio Grassi, que navegaba a seis millas del Belgrano al momento del impacto.
Como indicaba la doctrina, el destructor se había dispersado y cinco horas después regresó a la zona del ataque como buque de rescate. Grassi informó a la tripulación del Neptune que llevaba varias horas de búsqueda y no veía nada. Ya era la madrugada del lunes 3 de mayo. El capitán Proni Leston bajó a cien pies por radar altímetro, 30 metros por encima de un mar embravecido, al borde de las crestas de las olas, al límite del descenso. Pudieron corroborarlo: la visibilidad horizontal era nula.
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Empezaron a coordinar con el Piedrabuena qué podrían hacer. Decidieron tirar bengalas desde el avión para provocar una iluminación diurna que le permitiera al buque ver las balsas de sobrevivientes. La bengala se detona a cierta altura y desciende en un paracaídas. La luz dura cuarenta segundos. Pero desde el Piedrabuena no vieron siquiera las bengalas: la niebla lo tapaba todo.
Después tiraron otra bengala a dos millas, bien cerca del Piedrabuena, sobre la proa, a fin de que fuera útil para la visibilidad, pero no había modo. Tenían la esperanza de que al menos los sobrevivientes pudieran escuchar los motores del Neptune aunque no vieran el avión. Si se desplegaba la antena radar de las balsas, oirían su sonido y se enterarían de que los estaban buscando. La imposibilidad de captar siquiera un signo, de no ver nada, los hizo pensar que la previsión de la deriva de las balsas podría estar errada.
*Autor de La guerra invisible, editorial Sudamericana (fragmento).