DOMINGO
Ansiedad

Esperar sin fin

16-4-2023-Logo Perfil
. | CEDOC PERFIL

Vivimos en un mundo en el que es cada vez más difícil preguntar. Estamos inmersos en la era de la ansiedad. Ella nos marca, nos define hoy más que ningún otro rasgo. Kierkegaard la comprendió bien hace más de ciento cincuenta años: es el sonido continuo que produce una persona que camina con pasos medidos de un lado a otro, en una habitación en el piso superior. En ella convergen todas las fantasías, los sueños alarmantes, pensamientos turbados, aterradores, premoniciones del fin. Toda vida es una forma de acumulación de lo incomprensible. Y de lo que no resulta en nada, porque justamente esto es la ansiedad, el continuo palpitar del mundo dentro de nosotros cuando ya el vértigo y el peligro han cesado. Es la condición sin causa. Hoy, hemos extraído de nuestras formas de vida todo lo que puede ofrecer un amparo contra el vértigo de la ansiedad. No construimos nuestra identidad en el diálogo interior, capaz de hacer sentido de ese temor y temblor del existir.

Para definirnos, lanzamos una botella al mar de la red y esperamos respuestas. La ansiedad, como la vivimos –al igual que la soledad–, es espera sin fin; nos hace invisibles, incapaces de soñar con nosotros mismos. Esto es a lo que me refiero con vivir en un mundo sin utopías. Un mundo sin utopías es uno en el que no nos podemos concebir de ciertas maneras, no hay forma de decir con credibilidad que hay prácticas y saberes más valiosos que otros. El mundo nos es inadecuado, ajeno: la comida nos intoxica y nos enferma con complejas bulimias; el pan es malo y las frutas, nuestra condenación (el peor tipo de azúcar es la fructosa, dicen los médicos). Un chico en Estados Unidos puede comprar un rifle de asalto en un game arcade, pero una abuela que sale en su auto a repartir pan a los hambrientos es arrestada. En materia política hemos desechado toda forma de contención. Simplemente vociferamos indignados lo que se nos antoja. Hemos extraído cualquier tipo de limitación que nos detenía a la hora de decir que “el otro” (para usar la expresión a la manera de Tzvetan Todorov) no es humano. Hemos desvinculado la capacidad contributiva de un ser humano al núcleo social de su valor como persona. ¿O acaso la popularidad de Kim Kardashian o de Jeff Bezos, que la sociedad ha recompensado de manera desmedida en fama y dinero, se equiparan con lo que les entregan a sus congéneres? Nuestros modelos de éxito han roto el vínculo entre acción/talento y el reconocimiento. Al imitarlos, intentamos ser reconocidos por nada, reconocimiento que a menudo nos lleva a definirnos como losers, con la consecuente ansiedad: ¿dónde fallé?, ¿no fui lo suficientemente proactivo?, ¿fui lo suficientemente proactivo?

En aras de nuestro odio a los rituales que regulan nuestras vidas, para usar la expresión de Byung-Chul Han, hemos sacado más de la cultura de lo que hemos puesto en ella. Al botar todo ello por la borda, suponemos que somos los mejores seres humanos que han existido jamás, como diría Nietzsche.

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Pero nuestro rechazo de los grandes valores ha generado pequeños valores que cuidamos con furia y celo, y que intentamos hacer a otros adoptar. Esta, nuestra ignorancia, tiene una peculiaridad que ya señalaba Sócrates; es una especie de nada que crece, vocifera, se expresa con tonalidad propia. Me imagino que algo así es lo que quiso decir Sartre cuando advertía que somos los humanos los que traemos la nada al mundo. Nos encanta el vacío, lo vendemos, lo coleccionamos en forma de bitcoins y en universos como el metaverso. (…)

Ese mundo lo navegamos sin nociones que son centrales a nuestras instituciones y formas de vida, como la de tolerancia. Hoy la tolerancia nos suena a “aguantarse”: no me gustan los gays, los tolero, dijo hace poco una influencer conocida, y fue apabullada por las hordas justicieras de la red, que por mucho la insultaron con palabras de mayor calibre. Ni siquiera la argumentación tiene mucho sentido en un caso tal; es lo que nos ponemos (o ponen) a hacer cuando las decisiones ya están tomadas y las palizas propinadas. Solo nos hemos quedado con el pensar, con el deseo y el pensamiento positivo, que fue una forma astuta de reinstaurar la culpa en el mundo, culpas que no nos pertenecen, como veremos más adelante, siempre sembradas en el futuro: imagínate cómo te quieres ver en cinco años, ¡y allí estarás! Si no lo logras, algo mal habrás hecho.

Es por ello que la noción de “indignación” es central a la cultura contemporánea. Es la otra cara de la decadencia de la noción de “normalidad”. Pareciera que vivimos en un mundo en el que lo blanco, lo heterónomo, se ha retirado, y en su lugar hemos sembrado “diversidad”. En realidad, nadie se ha ido. La indignación es la protesta de la antigua “normalidad”, de las personas hegemónicas, contra la transformación del mundo, encaminada a mostrar que ellos también son “marginales” o que siguen siendo centrales; he ahí la raíz común de los polos ideológicos entre los cuales estamos radicalizados. Ambos aman encontrar motivos de marginalidad en sus vidas, unos actuales, otros en el pasado.

*Autor de La era de la ansiedad, editorial Ariel. (Fragmento).