Independientemente de las razones morales, religiosas y políticas que contribuyeron a la generación de las políticas prohibicionistas, éstas se construyeron bajo la creencia de que controlando la oferta de drogas, se controlaría también su demanda, limitando su uso a fines médicos y/o científicos. Evidentemente, esto no ocurrió como se esperaba.
Uno de los indicadores principales para evaluar cómo va el partido de la “guerra contra las drogas” es el del precio de la sustancia en la calle. La hipótesis inicial era que la persecución de la oferta (y su disminución en la calle) se traduciría en un aumento del precio que el consumidor no estaría dispuesto a pagar, desalentando de esta forma la cadena de producción y venta, y así se ganaría la guerra en cuestión. Sin embargo, el curso de los acontecimientos fue totalmente el contrario. A comienzos de los 80, un gramo de cocaína en Estados Unidos costaba a alrededor de US$ 800, mientras que a fines del 2013 su precio en las calles era de menos de US$ 100 (Aguilar Valenzuela, 2013). (...)
Si bien es imposible determinar si la ausencia de persecución del narcotráfico hubiese generado una caída mayor en los precios de las drogas, sí podemos afirmar que la “guerra contra las drogas” no fue capaz de evitar su descenso (y mucho menos de lograr el tan deseado incremento). Por lo tanto, tener en cuenta los costos y múltiples consecuencias que ha generado, más su incapacidad para dificultar el acceso al consumo (mediante altos precios), nos lleva inevitablemente a cuestionar la efectividad de esta estrategia.
En 2006, el Observatorio Europeo de Drogas y Toxicomanías afirmó que la primera investigación realizada en Europa sobre el precio final de las drogas ilegales mostró que “ha ido disminuyendo a lo largo de los últimos cinco años y es probable que, en la actualidad, la droga sea más barata que nunca” (OEDT, 2006). (...)
¿Cuáles serían las razones de este fenómeno? Es que a pesar de los diversos esfuerzos para reducir la oferta, ésta continuó expandiéndose. Como consecuencia, el incremento en la disponibilidad de drogas redujo los precios mucho más de lo que los elevó la “guerra contra las drogas”. ¿Cómo se explica un crecimiento tan enorme del negocio a pesar de las condiciones de ilegalidad y los esfuerzos de persecución? El grupo de expertos economistas que integran la Escuela Londinense de Economía y Ciencias Políticas explica que los factores son varios y además señala la relevancia de un impulso clave, que es la alta rentabilidad asociada a este negocio y la disponibilidad de una demanda asegurada. En primer lugar, la producción de las sustancias es un proceso extremadamente barato y los precios aumentan enormemente a medida que éstas avanzan en la cadena de suministros (aumento que avanza exponencialmente conforme nos acercamos al punto de distribución en un país de ingresos altos). En segundo lugar, la economía describe a las drogas como un bien con una demanda inelástica, lo que significa que entre sus consumidores hay un porcentaje que, a causa de su patrón de consumo abusivo o adictivo, tiende a adquirir el producto independientemente de su precio. En tercer lugar, por el lado de los resultados obtenidos sobre la reducción de la oferta, se verifica una muy limitada efectividad de medidas como la erradicación de plantaciones en los países productores de materia prima (como Colombia, Bolivia y Perú en el caso de la coca), y la prohibición de sustancias ya procesadas o necesarias para la síntesis en los países por donde transita inicialmente, así como de los operativos de incautación de sustancias.
Por tratarse de un mercado ilegal y perseguido, la participación en cualquiera de sus fases implica los riesgos que, en definitiva, son los que le dan valor al producto. Por ejemplo, la pasta base o la cocaína en realidad no deberían ser sustancias costosas en términos de producción; su valor agregado no está en su constitución como mercancía, sino en la carga económica que le añade el riesgo de participar en la cadena de distribución. Por ende, lo que en realidad tiene valor económico no es tanto la droga en sí misma, sino el precio del riesgo de la cadena “producción-venta al menudeo”, que es alto como consecuencia de la prohibición.
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El tráfico de drogas es un negocio con altísima rentabilidad, al utilizar materia prima de bajo costo y mano de obra informal, mayoritariamente proveniente de sectores de bajos recursos. No por nada se le llama crimen organizado. Esta situación trajo como resultado una historia donde se distinguen por lo menos dos grandes fases. La primera es la referida a la etapa de los grandes carteles, especies de monopolios productores y exportadores de drogas a los grandes mercados consumidores, es decir, Estados Unidos y Europa. Fueron los 80 la época que se caracterizó por ese tipo de apariciones, siendo el narcotraficante Pablo Escobar Gaviria de Colombia el caso más famoso. A partir de finales de los 90, el narcotráfico se multiplicó a través de continuas fragmentaciones, penetrando cada vez más en distintas regiones de Latinoamérica y asociándose con otras formas de criminalidad, como lo es el tráfico de personas y de armas. Esta incursión no se restringió al asociacionismo con los tipos de criminalidad descriptos, sino que avanzó en la infiltración de instituciones gubernamentales, generando corrupción y violencia, y llegando a poner en riesgo el sistema democrático de distintos países latinoamericanos.
Ante el aumento de la incidencia del narcotráfico en América Latina, el paradigma prohibicionista ofreció como respuesta un aumento de la influencia bélica estadounidense en la región, amparándose en la idea de que así se ayudaba a los gobiernos locales a dar su batalla contra el narcotráfico.
La llamada “guerra contra el narcotráfico” tiene también mucho de “guerra entre el narcotráfico”. Son las tensiones entre bandas armadas que disputan territorio las que llevan contabilizadas decenas de miles de víctimas en Latinoamérica. Cuando a esto se le suma la acción del Estado sólo desde las fuerzas de seguridad, pero sin ninguna estrategia política fuerte de integración y desarrollo social, la cosa empeora, llegando a confundirse el rol de los actores al generarse los “narco-Estados”. (...)
La opción al prohibicionismo con fuerte intervención estatal no es la de “dejarle hacer lo que quiera” al narcotráfico con la ingenua pretensión de que, de esa manera, la violencia disminuirá. No se trata de retirar al Estado ni de debilitar su respuesta. Al contrario, la alternativa más clara es aquella que aborda al potencial microtraficante vulnerable socialmente como un trabajador informal, al cual se lo debe redirigir hacia alternativas legales de trabajo y desarrollo social. (...)
La prohibición vuelve imposible el control de calidad del producto. En la ciudad de Córdoba, por ejemplo, se estima que entre el 8 y 12% de lo que se vende como “cocaína” es en realidad clorhidrato de cocaína. Es decir que alrededor del 90% de la sustancia que se consume bajo el nombre de “cocaína” tiene otros componentes químicos desconocidos para el consumidor. Lo que se llama “paco” en Argentina, en realidad no se sabe bien qué es lo que contiene, ya que eso dependerá de los precursores químicos que se utilicen en la fabricación de la cocaína y en las sustancias de corte que se agreguen. Un estudio reciente de la Comisión Interamericana para el Control del Abuso de Drogas de la Organización de los Estados Americanos (Cicad-OEA) sobre el consumo de pasta base y cocaína en América del Sur alerta sobre las distintas complicaciones orgánicas de su consumo, debido a que su composición varía de acuerdo con la región donde circule, pudiendo contener ácido de baterías, broncodilatadores, cafeína, solventes, amoníaco, querosén y cal, entre otras sustancias.
Parecería que la prohibición ha desplazado el consumo de drogas clásicas y conocidas hacia otras de componentes novedosos no siempre conocidos o identificables. Así, el opio ha sido reemplazado por la heroína inyectable, la cocaína degeneró hacia el crack, la marihuana natural está siendo sustituida poco a poco −sobre todo en Europa− por variedades de marihuana de mayor potencia y THC sintético causante de distintos daños. Esto hace que las personas nunca sepan lo que en realidad están consumiendo, añadiendo vulnerabilidad a una situación ya de por sí vulnerable.
Otro efecto no deseado del prohibicionismo es la estigmatización del consumidor y la construcción de “adicto” que se estableció en este proceso. La prohibición puso inevitablemente al consumidor de drogas en el lugar de delincuente. En el caso de la Ley de drogas de Argentina, el consumidor de sustancias ilegales, al transgredir dicha ley, está obligado a hacer algún tipo de tratamiento o proceso psicoeducativo. Nótese que aclaro “ilegales”, porque esto mismo no pasa con el alcohólico, el dependiente de nicotina o de adicciones “no tóxicas” como el juego, el sexo, el trabajo o las compras.
El abogado argentino e investigador sobre las consecuencias jurídicas del consumo de drogas ilegales, Alejandro Corda, realizó un estudio publicado en el año 2011 sobre el encarcelamiento vinculado a estupefacientes en nuestro país. Según su investigación, la aplicación de la Ley de Drogas en Argentina, redactada en consonancia con los acuerdos internacionales sobre drogas, implicó que las fuerzas policiales operaran sobre los consumidores de sustancias, lo cual llevó a que el 70% de las intervenciones federales relacionadas con las drogas se orientaran hacia esa población.
¿Qué hacer entonces ante el hecho de que la prohibición de drogas creó un problema que ahora la liberalización no podría resolver del todo?
Personalmente considero que se trata de ofrecer alternativas lo más simples posible a un problema complejo. En primer lugar, debemos redefinir el concepto de “guerra contra las drogas” y cambiarlo por “persecución del narcotráfico ilegal”. (...)
No se trata sólo de distinguir al consumidor, al cual se lo debe abordar desde una perspectiva educativa, sanitaria y social, sino también diferenciar los eslabones más vulnerables de la cadena, que también son víctimas de la compleja trama del crimen organizado. (...)
Entre la montaña de preguntas que debemos intentar responder para comenzar esta conversación se encuentra una en particular que marca la grieta en el diseño de políticas públicas sobre drogas: ¿Vamos a continuar insistiendo, durante cien años más, en la idea de “un mundo libre de drogas”?
En caso afirmativo, ¿se tendrá en cuenta que el alcohol, los ansiolíticos y el tabaco, por ejemplo, forman parte de la bolsa de sustancias que llamamos “drogas”, ya que tienen la capacidad de inducir cambios en el cerebro y alterar la conciencia, así como de producir adicción y otros efectos negativos para la salud? ¿O ese escenario seguirá restringido sólo a algunas sustancias? ¿Cuál es el método que vamos a utilizar para definir la clasificación de “estas drogas se permiten” y “estas drogas no se permiten”? ¿Ese criterio está basado en la mejor evidencia o, en cambio, se rige por la brújula moral de un grupo de personas que no representan ni al total de la población ni al consenso de los expertos?
Si la opción a seguir es la de pretender un mundo libre de drogas, la evidencia de los hechos históricos que rodearon el prohibicionismo y que intentamos de alguna manera compilar en este libro nos permiten, sin recurrir a una bola de cristal, predecir un fracaso rotundo.
Bajo el paradigma actual, podemos proyectar con alta confianza cómo el crimen organizado seguirá viéndose favorecido y cómo seguirá incrementando sus ingresos a costa de muertes, corrupción política y otras formas de violencia, que recaen especialmente sobre aquellos grupos a los que, por el azar de la vida, les ha tocado vivir en condiciones socioeconómicas desfavorables, con escasas oportunidades educativas y laborales para desarrollarse. Estas personas seguirán siendo impulsadas a participar del negocio del narcotráfico porque el Estado decidió mirar hacia otro lado. Esta es una violencia que se desnuda en capricho manifiesto cuando descartamos la evidencia como sustrato del desarrollo de políticas públicas y dejamos que, en su lugar, nos guíen el miedo, los prejuicios y la inercia cultural. (...)
En la sesión especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas de abril del 2016 –llamada “Ungass 2016”–, fueron numerosos los organismos internacionales que apoyaron esta dirección, entre los que se encontró la Organización Mundial de la Salud, la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito y la Agencia de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, entre otros. En este evento, muchos países solicitaron priorizar la Salud Pública y los Derechos Humanos por sobre los enfoques punitivos.
En una reciente revisión exhaustiva de la evidencia elaborada por un grupo de investigadores aglomerados bajo el nombre de “Comisión Lancet sobre Salud Pública y Política Internacional de Drogas” (Csete y otros, 2016), emergieron las siguientes sugerencias:
Descriminalizar los delitos menores relacionados con las drogas (uso, posesión y narcomenudeo).
Incluir la Salud Pública, los Derechos Humanos y el desarrollo social a la hora de elaborar métricas que juzguen el éxito de las políticas de drogas.
Desarrollar esfuerzos para incrementar las oportunidades laborales de aquellos que participan en algún eslabón de la cadena de suministro de drogas (medidas antipobreza).
Eliminar la meta irreal de “un mundo libre de drogas” (abstencionismo) y convertir la reducción de daños en un pilar central de los sistemas de salud y de las políticas de drogas.
Acabar con la detención involuntaria, la violencia y el trabajo forzado en nombre de la “recuperación”.
Reducir la violencia y otros daños asociados a la intervención policial y de fuerzas militares y paramilitares.
Incrementar la inversión en programas efectivos y basados en evidencia de tratamiento de las adicciones, vih/sida, hepatitis C y tuberculosis.
Asegurar el acceso a sustancias de uso medicinal (como los opioides).
Realizar una aproximación científica en los experimentos de regulación de sustancias.
Instar a todos los profesionales de la salud a informarse, capacitarse y unirse a los debates en todos los niveles.
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La solución al problema no es importar políticas de drogas mediante un simple copy-paste. Lejos de eso, cada país y territorio debería diseñar sus políticas teniendo en cuenta sus particularidades históricas, idiosincráticas y culturales, así como su propio contexto y problemáticas. Diferentes drogas que generan diferentes daños en diferentes contextos seguramente requerirán diferentes enfoques. Sin lugar a dudas, cualquier cambio en la política local debería ser apoyado por la inversión en educación, consejería y servicios de tratamiento para prevenir el uso de sustancias (con énfasis en niños y adolescentes), y en programas efectivos de reducción de riesgos y daños orientados a aquellos usuarios que no desean o no pueden abandonar el consumo.
Queremos hacer públicas estas preguntas de la misma manera que queremos que otros puedan hacérselas, tanto a sí mismos como a sus representantes políticos y legislativos. Que este material se convierta en la apertura de una conversación profunda, propositiva y basada en el conocimiento sobre cómo trascender el prejuicio y la violencia que caracterizan nuestra forma actual de lidiar con un problema grave que necesita una solución urgente.