Parece lógico que, si queremos comprender la influencia de los padres en sus hijos, tendremos que (redoble de tambor) estudiar a los padres y a los hijos. Hasta la fecha, se han llevado a cabo miles de estudios de padres de hijos, que conforman la base de la mayoría de los consejos sobre crianza que leemos por ahí. En estos estudios, los investigadores piden a los padres que cuenten sus prácticas de crianza, y miden ciertos efectos en los niños.
En ocasiones les piden a los niños que hablen de sus padres y de sí mismos; en otras, piden a los padres que hablen de sí mismos y de sus hijos. Y en otras, los investigadores obtienen los datos de otros informantes, como profesores o cuidadores.
Estos estudios suelen revelar correlaciones (una medida estadística de similitud) entre los aspectos de la crianza y los efectos en los niños, y los hallazgos se interpretan como prueba del papel que los padres desempeñan en la conformación de la conducta de sus hijos.
Por ejemplo, un hallazgo habitual es que las prácticas de crianza positiva, como el afecto y la implicación de los padres, se asocian con menos problemas emocionales y de conducta en los niños. Asimismo, una crianza severa o incoherente se relaciona con unos mayores problemas de comportamiento en los hijos. Voilà! Eso demuestra la importancia de la crianza, ¿verdad? No tan rápido.
Hay muchísimas razones por las que tratar a tu hijo con afecto y practicar una crianza positiva y coherente. Pero el problema de esos estudios es que a menudo (sobre)entienden que son los padres quienes causan el comportamiento de la criatura. Y esa lógica no se sostiene. Se resume en aquel principio básico que todos aprendimos en las clases de ciencias del instituto: la correlación no implica causalidad.
En otras palabras, que dos cosas estén relacionadas no significa que una cause la otra. Los experimentos controlados son la mejor forma de hacer atribuciones causales. Aquí los psicólogos infantiles están en desventaja, ya que no pueden asignar niños a distintos padres de un modo experimental. Si pudiéramos adjudicar al azar niños a padres con normas más laxas o más estrictas (por ejemplo) para que los criasen, podríamos comprobar si esas diferencias tienen relación con distintos resultados en los niños. La asignación aleatoria a los padres implicaría que muchos tipos de niños distintos acabarían en los grupos con normas laxas y normas estrictas, por lo que podríamos concluir con mayor rigor si las diferencias entre los grupos se debían a las diferencias en la crianza. Los diseños de experimentos aleatorizados son los que se utilizan para evaluar si una intervención o un nuevo fármaco es efectivo.
Pero las correlaciones, como aquellas que observamos entre padres e hijos, no nos dicen nada sobre la causalidad, ya que no nos informan de la dirección del efecto. Puede que, cuando los padres tratan a sus hijos con afecto, estos se comporten mejor. Puede que, cuando los padres son duros con sus hijos, estos se vuelvan más agresivos. Pero es igualmente plausible que los hijos que mejor se comportan induzcan a los padres a tratarlos con más cariño. Cuando veo que mi hijo, obediente, se ha vestido y está esperándome a la puerta listo para ir al colegio, soy mucho más amable que cuando remolonea en la cama y se niega a levantarse. ¡Es mucho más fácil ser cariñoso con un niño que se porta fenomenal que con uno que ha cogido una rabieta! Y la misma lógica se aplica al mal comportamiento: es igualmente posible que un niño más agresivo haga que sus padres respondan con mayor severidad en un intento porque se porte mejor.
Tal vez esos padres serían dulces y encantadores si el niño no se portase mal. El caso es que cuando encontramos una correlación entre una práctica de crianza y el resultado en un niño, no podemos saber cuál de estas posibilidades es la correcta. ¿Es la crianza la que causa la conducta del niño o es la conducta del niño la que da lugar a ese tipo de crianza?
Esta es una distinción importantísima. Creer que las correlaciones padres-hijos prueban el papel causal de la crianza ha tenido graves consecuencias. Un ejemplo especialmente llamativo podemos encontrarlo en la forma en que se ha considerado el autismo a lo largo del tiempo. Originalmente se creía que se debía a la frialdad de las madres, que no socializaban correctamente a los bebés. Los profesionales de la medicina llegaron a esta conclusión después de que los estudios mostrasen que las madres de niños que desarrollaban autismo tenían una menor tendencia a sonreírles, a arrullarlos y a interactuar con ellos de las formas habituales en una madre.
Existía una correlación entre la falta de interacción y el autismo. Así, los investigadores concluyeron, de manera incorrecta, que la frialdad era lo que causaba el autismo en los niños. Sin embargo, lo que acabaron por descubrir al estudiar a esas familias a lo largo del tiempo fue que las madres de los niños que desarrollaban autismo al principio, tenían exactamente la misma actitud que las madres de niños que no desarrollaban problema alguno.
*Autora de El código del niño, editorial Planeta (fragmento).