Las consecuencias educativas de la pandemia son ciertamente graves. Las Naciones Unidas las han descripto como catástrofe generacional, aludiendo a millones de niños que quedaron desconectados de la escuela, y a las cifras alarmantes del aumento en la deserción escolar en poblaciones que ya veían vulnerado su derecho a la educación.
En los meses de pandemia, todo el tiempo vino a mi mente una metáfora: la de la marea. La pandemia como una marea fuerte, que se lleva todo lo que encuentra a su paso, que arrastra y pone patas para arriba al mundo tal como lo conocíamos. Pero a medida que esa marea se retira y las aguas se aquietan un poco, empiezan a aparecer algunos tesoros que estaban escondidos debajo del agua y que podemos comenzar a vislumbrar.
Quienes estudian el desarrollo de la resiliencia, es decir, la capacidad de atravesar situaciones adversas y salir fortalecidos de ellas, suelen resaltar que el relato que nos contamos de una circunstancia difícil es clave para que pueda convertirse en una instancia de aprendizaje. Por eso, identificar, recuperar y sistematizar esos tesoros (esas lecciones, descubrimientos y aprendizajes), resulta tan importante para capitalizar la experiencia en pos de pensar cómo y hacia dónde reconstruir los sistemas educativos. (…)
Tal vez el tesoro más grande es que la pandemia abrió una puerta inesperada para avanzar en un cambio más profundo en educación que necesitamos hace tiempo. Y aceleró algunos procesos que ya se estaban dando.
Primero, porque nos dimos cuenta como sociedad (ya no de manera retórica, declarativa, sino en la piel, en el cuerpo), del valor de la escuela. Esa escuela que, con todas sus dificultades, durante unas horas al día al menos, busca poner entre paréntesis las desigualdades de origen de las familias y ayuda a que todos los chicos, chicas y adolescentes puedan estar protegidos y con foco pleno en el aprendizaje. Una escuela también esencial como espacio de socialización y bienestar emocional, en el que los estudiantes transitan su infancia y su adolescencia y aprenden a vivir en comunidad.
Segundo, porque movidos por la necesidad y por la urgencia, los docentes de todos los niveles, desde el jardín de infantes hasta la universidad, debimos reinventarnos para seguir enseñando a distancia. Y, en ese proceso, tuvimos que revisar algunas lógicas muy arraigadas y modos de trabajo que implementábamos en piloto automático, así como experimentar con nuevos enfoques, recursos y estrategias.
Por ejemplo, una de las consecuencias del trabajo remoto fue la revisión de los contenidos que se esperaba enseñar en el año escolar. En la emergencia y la dificultad del trabajo a distancia, los docentes tuvieron que recortar contenidos, seleccionando aquéllo que consideraban esencial. Si bien se trató en general de un recorte de emergencia, abrió la puerta a un valioso debate curricular.
Aparecieron nuevas conversaciones dentro de los equipos pedagógicos de las jurisdicciones y, especialmente, de las mismas instituciones educativas, acerca de qué contenidos y capacidades son en verdad irrenunciables, cuáles no lo son tanto, y cómo garantizar su aprendizaje.
Más allá de la priorización, también surgió con nuevos bríos la pregunta por el sentido de lo que se enseña. Diversos estudios venían advirtiendo en los últimos tiempos que, especialmente en la escuela secundaria, los adolescentes no encuentran sentido en lo que la escuela les transmite y que en muchos casos esto contribuye al abandono escolar. En la pandemia, muchos profesores y familias observaron con preocupación la falta de motivación en los alumnos en el trabajo remoto, el poco deseo de continuar con la tarea escolar a distancia. El contexto de aislamiento puso sobre la mesa la importancia de redoblar los esfuerzos en pos de conectar los contenidos con el mundo real, de anclarlos en problemas, fenómenos, preguntas o situaciones interesantes para explorar, y de la necesidad de trabajar con estrategias que ubicaran a los estudiantes en un rol protagónico que genere mayor motivación por el aprendizaje.
El ejemplo más visible en estos tiempos, sin embargo, fue el de la incorporación de tecnologías digitales en la enseñanza, algo de lo que se venía hablando desde hacía rato, pero que hasta ahora era solo una expresión de deseo. En pocos meses y en una suerte de inmersión acelerada, todos los docentes del mundo en simultáneo tuvimos que explorar e incorporar tecnologías digitales que ya estaban disponibles, algunas desde hacía tiempo, pero que no habíamos tenido la necesidad imperiosa de usar hasta ahora.
Naturalmente, el uso de tecnologías digitales no garantiza la buena enseñanza. Pero aquí la buena noticia es que el envión tecnológico, y el tener que volver a ponerse en “modo aprendiz”, traccionados por la necesidad de aprovechar nuevas herramientas para seguir enseñando, implicó para muchos educadores el ensayo de nuevos modos de hacer las cosas. (…)
La escuela de la pandemia dio lugar a que, en muchos casos, los directivos pudieran enfocarse en la dimensión pedagógica: el diseño de las actividades junto con los docentes y la observación y participación de clases virtuales.
También comenzaron a aparecer, de a poco, nuevos modos de evaluación de los aprendizajes, además de la tradicional prueba escrita a libro cerrado. La evaluación siempre ha sido el hueso más duro de roer en la búsqueda de la transformación de la educación.
*Autora de “Enseñar distinto”, SXXI editores. (Fragmento).