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La jugada estratégica

Imagen de los políticos en los debates.

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En Debatir para presidir, Augusto Reina y Daniela Barbieri buscan dar respuesta a algunas preguntas como: ¿realmente importan los debates electorales? ¿Cómo son percibidos por los electores? ¿Cuál es el verdadero impacto del discurso político? | JUAN SALATINO

La emergencia de los medios de comunicación masivos es el hecho con mayor impacto en el desarrollo de los procesos electorales durante el siglo XX. La tendencia a mediatizar los procesos sociales tuvo un gran peso en la reestructuración de los vínculos entre la política y la sociedad durante todo el siglo pasado. Conceptos como homo videns, democracia de audiencias o teledemocracia son muestras de una metáfora sobresaliente de nuestros tiempos: la política mediatizada.

Junto a la incorporación de normas que regulan el acceso y el ejercicio del poder, los procesos de democratización modernos han construido espacios institucionalizados de conversación y de debate público. Prácticas y normas de contestación del poder han surgido en diferentes instituciones públicas y espacios privados que buscan dirimir diferencias o acentuar la diferenciación de una forma masiva y ecuánime ante la opinión pública. El funcionamiento de las instituciones, de los conflictos, de la cultura, comienza a estructurarse en relación directa con la existencia de los medios. A tal punto ha llegado ese proceso que los diferentes Estados han regulado, o promovido activamente distintas mediatizaciones de las campañas electorales, como los debates políticos. Hoy, los debates presidenciales se han convertido en una rutina creciente de las campañas políticas. Han proliferado en todo el mundo en los últimos cincuenta años y se realizan en 85 países.

Entretenidos, aburridos, democráticos, superficiales, interesantes, pobres: los debates presidenciales generan tanta discusión como fascinación.

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Pero es cada vez más difícil poner en duda su centralidad, porque cuando se realizan, captan la atención de millones de votantes y se convierten en uno de los momentos más destacados del ciclo electoral. A raíz de esto, su impacto en la opinión pública ha sido objeto de numerosas investigaciones en los últimos cincuenta años. La mayor parte de la literatura al respecto se refiere, aunque no exclusivamente, a los Estados Unidos.

Esta inclinación no es azarosa: desde 1960, los debates se instauraron como parte de la liturgia electoral de la política norteamericana. Como lo presentan Hall y Birdsell (1988) en doscientos años de historia estadounidense, los debates públicos se han convertido en una práctica habitual en la política y en la sociedad civil, las universidades e incluso en el sistema judicial, a través del juicio por jurados.

La multiplicación de los debates en otros países ha recibido menor atención. Desde el punto de vista formal, la implementación de los debates presidenciales en América Latina supuso que se transmitieran en el proceso muchos elementos de la tradición estadounidense como el estilo, las reglas y las escenificaciones: son emulaciones de los formatos utilizados en las campañas norteamericanas. Esta tendencia, comprendida dentro de la americanización de las campañas electorales ya había sido rastreada en otras áreas de los procesos políticos. 

Desde el punto de vista de los efectos que generan los debates en el ciclo electoral, a nivel local reproducimos conceptos e impresiones de otras experiencias sin verificarlos. Como producto de la baja frecuencia de los debates presidenciales fuera de las democracias noroccidentales es que muchas de las hipótesis que se han producido en otros países podrán ser ampliadas o rechazadas en nuestra región. Quizás la impresión reinante sobre los debates, fruto de la producción académica, es que solo refuerzan las visiones y preferencias preexistentes de las y los votantes, antes que modificar tendencias de plano. Como sostiene Holbrook: “La percepción de la mayoría de los votantes está coloreada por sus predisposiciones políticas (...) y el único mejor predictor sobre qué candidato cree el televidente que ganó el debate es la intención de voto del mismo televidente previa al debate”.

Hay varias razones para cuestionar este tipo de afirmaciones: la más importante es que los análisis sobre el impacto de los debates presidenciales parten de estudios localizados en la experiencia estadounidense, ya que no contamos con investigaciones a nivel regional sobre el impacto que tienen los debates en el electorado. La segunda es que se trata de un efecto reducido sobre la visión de los candidatos y su intención de voto, y no hay precisiones sobre qué utilidad tiene para la ciudadanía (como el hecho de que aumentan el umbral de conocimiento sobre los candidatos y sus propuestas). Lo cierto es que, como campo de estudio, el análisis de los debates presidenciales en América Latina, con escasas excepciones, permanece vacante. (...)

Los debates en la Argentina

Como uno de los primeros países de América Latina en restablecer su democracia en la ola de la década de 1980, la Argentina tuvo muchas tareas por cumplir en un corto período de tiempo. Las elecciones de 1983 siguen siendo un símbolo del comienzo de la profesionalización de las campañas electorales en el país. Fueron las primeras donde la televisión tuvo mayor centralidad, donde se contrataron sistemáticamente estudios de opinión pública y se profesionalizó la publicidad electoral, entre otros puntos. El avance fue mayúsculo, aún en su modestia. En el regreso a la democracia, incluso se exploró la idea de realizar el primer debate presidencial. Las circunstancias de su naufragio no han sido demasiado investigadas, pero parece haber consenso en que los equipos de Alfonsín y Luder no se pusieron de acuerdo en los periodistas que harían las preguntas ni en el formato del programa.

Pero esos años no quedaron exentos de experiencias. Al poco tiempo de asumir la presidencia de la Nación, Raúl Alfonsín convocó un referéndum por el acuerdo con Chile sobre los límites en el canal de Beagle. Con la finalidad de esclarecer las opiniones de la población, se planteó el desarrollo de un debate entre Dante Caputo, canciller del gobierno radical, y Vicente Saadi, senador justicialista. El 14 de noviembre de 1984 se dieron cita para exponer ante los argentinos sus argumentos. La moderación quedó a cargo de Bernardo Neustadt. Debatieron durante más de dos horas en una transmisión realizada en simultáneo por los canales 7 y 13. El debate tendría varias ocasiones memorables, con una preeminencia destacada de Dante Caputo en todo momento. El debate marcó un hecho simbólico en la vuelta a la democracia y se mantuvo como el único debate “oficial” sobre temas nacionales entre los representantes de los dos principales partidos políticos del país. Esa incipiente chispa rápidamente se extinguió: Caputo y Saadi fueron la excepción en más de treinta años de democracia.

Unos pocos años después, la Argentina debutaba en su camino (algo más reiterado) de realizar debates para candidatos provinciales. En 1987, se sucedieron los debates entre Casella y Cafiero, candidatos a la gobernación de la provincia de Buenos Aires, y entre Bordón y Baglini, entonces candidatos a gobernador en la provincia de Mendoza. Lo interesante es que los tres episodios (Saadi-Caputo, Baglini-Bordón y Casella-Cafiero) parecían presagiar que el país se encaminaba al primer debate presidencial en 1989.

Pero la famosa “silla vacía” lo frustró. El debate presidencial estaba convocado en el programa de Bernardo Neustadt el 8 de mayo de 1989. Eduardo Angeloz asistió, pero Carlos Menem decidió ausentarse. El candidato radical intentó estigmatizar a Menem poniendo una silla vacía en el estudio de TV, pero no fue suficiente. El argumento privado se convirtió en un mantra electoral por varios años: “el que va ganando no debate”, una máxima que los candidatos van incorporando a la rutina y luego poco se cuestionan. Lo cierto es que la “silla vacía” tuvo su momento de gloria y generó incluso un intercambio publicitario donde el justicialismo contraatacó por la “ausencia” de la UCR ante “otros debates”. A los fines del proceso electoral, poco sirvió, Carlos Menem superó con holgura a Angeloz.

Desde 1989 hubo varios intentos por retomar la iniciativa, pero indagar sobre esto es hacer crónica de un fracaso. El punto más interesante es que las experiencias fueron creciendo desde abajo. Con el correr de los años se empezó a presenciar debates electorales circunscriptos a las elecciones locales o provinciales. La Ciudad de Buenos Aires fue la que comenzó con mayor antelación en el año 2001 al presentar el debate entre Domingo Felipe Cavallo y Aníbal Ibarra. Tradición que luego mantendría en cada ciclo electoral hasta 2015. También candidatos al Congreso de la Nación han debatido en las elecciones intermedias de 2009 y 2014 en Chaco, la Ciudad de Buenos Aires, Mendoza y Tucumán. Pero nada se ha visto de debates de candidatos a diputados en elecciones concurrentes. Y recién en el último ciclo se multiplicaron las experiencias en elecciones de gobernadores en Córdoba, Mendoza, Santa Fe y Salta. Hasta que llegó la elección presidencial de 2015; donde hubo dos debates presidenciales.

Nacimiento de Argentina Debate

La plataforma Argentina Debate comenzó a trabajar para fomentar la generación de un encuentro entre los aspirantes presidenciales a finales de 2014. La iniciativa apartidaria y multisectorial buscaba promover un debate entre los candidatos presidenciales a posteriori de las elecciones primarias.

El lanzamiento de la organización pasó relativamente desapercibido al inicio de la campaña. El proyecto no tuvo gran presencia en la agenda de noticias y solo se sumó a otras voces privadas, especialmente canales de noticias, que pedían y ofrecían espacios para la generación de un debate presidencial.

A semanas de su lanzamiento, la iniciativa Argentina Debate fue cobrando forma y socializando su proyecto con distintos sectores. Para fines de mayo del 2015, la plataforma propuso día, horario y lugar para el debate.

Sería en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires el día 4 de octubre de 2016. La idea de los organizadores era la de liberar la señal y ponerla a disposición de todos los canales de televisión argentina, abierta y de cable. Del mismo modo, sugería a cada uno de los canales postular dos periodistas como posibles moderadores del debate. De esta forma, se esperaba sentar un marco amplio y neutral para el comienzo de la negociación con los candidatos por su presencia.

Varios de ellos aceptaron con pocas condiciones. Los dos candidatos que contaban con mayores posibilidades electorales eran quienes extendían las negociaciones y formulaban pedidos específicos. Las especulaciones sobre la participación de los candidatos no cesaron hasta que dos semanas antes del debate el candidato oficialista decidió no asistir al evento. Quince días antes del 4 de octubre, fecha estipulada para la realización del debate, el candidato del oficialismo, Daniel Scioli, comunicaba su negativa a participar.

Los argumentos fueron mixtos. En público se mencionaba que “no debatiría hasta tanto no hubiera una ley que lo regule”. En privado, se repetía el  mantra de los debates en las elecciones argentinas: “el que gana no debate”.

Desde su equipo de campaña presentaban, al mismo tiempo, un proyecto de ley para regular los debates.

A los pocos días, la Asociación de Telerradiodifusoras Argentinas (ATA) informaba que desistió de sus compromisos con la organización del debate por no contar éste último con todos los candidatos presidenciales. De esa forma los canales más importantes de aire del país anunciaban la exclusión del evento de sus grillas televisivas.

La organización afirmó que seguiría adelante. Hasta cuatro días antes hubo dudas acerca de su realización. Sobre todo porque el principal candidato opositor, Mauricio Macri, seguía sin confirmar completamente su presencia. La baja del candidato oficialista y la decisión de varios canales de no televisar el evento pusieron en duda a su equipo de campaña. Finalmente, el 4 de octubre, con cinco de los seis candidatos, se realizó el primer debate presidencial en la Argentina. Los organizadores, junto con el resto de los equipos de campaña, tomaron la decisión de dejar presente el atril vacío que se le ofrecía al candidato oficialista.

Solo un canal de aire y un canal de cable los transmitieron en vivo: América y Canal 26. Sumando ambos ratings se alcanzaron picos de 14 puntos, lo que lo convirtió en el programa más visto de la noche frente a los competidores de peso de una noche dominical. Las redes sociales evidenciaron el éxito de la transmisión, puesto que el hashtag #ArgentinaDebate, al finalizar el debate, alcanzó el medio millón de usuarios.

La ausencia del candidato oficialista Daniel Scioli le restó atractivo, ya que era considerado el favorito de las elecciones. La ausencia oficialista, cómo se ha visto en otros casos de América Latina, es un rasgo habitual en los debates no regulados. La modalidad del evento y el posicionamiento de los candidatos (todos opositores) hizo que el evento tuviera un debate con pocos cruces y posturas divergentes, una cordialidad superior a la esperada. Por esa razón, quizás una de las escenas más recordadas sea cuando Sergio Massa pidió usar su tiempo para “hacer silencio” en nombre del candidato ausente.

El “debate del debate” recogió opiniones diversas, pero hubo consenso general en que no se podía destacar un impacto electoral por la falta del candidato oficial. Como se trataba de la primera experiencia argentina, el evento instaló un tema de agenda, aunque fuera autorreferencial: el debate puso en agenda el debate. Se terminó resaltando más la experiencia en sí que el desempeño de los candidatos. El siguiente consenso giraba en torno a que el candidato oficialista era quien más se había perjudicado. De hecho, el resto de la semana, todos los candidatos participantes fustigaron y criticaron nuevamente al candidato oficialista por su ausencia.

Segundo debate y presencia oficialista

El resultado de la primera vuelta electoral fue inesperado. El oficialismo, públicamente, se mostraba confiado en poder evitar la segunda vuelta y, sin embargo, la ventaja que logró fue mucho menor a la esperada. Por otro lado, no tenía entre sus cálculos perder en la provincia de Buenos Aires, el principal distrito electoral del país y bastión histórico del peronismo. El resultado hizo repensar toda la estrategia de campaña, entre ellas, la participación en el debate. Tanto fue así que una de las primeras acciones del comando de campaña de Daniel Scioli fue convocar a Mauricio Macri a realizar un debate de cara al ballottage.

La Argentina iba cerrando la campaña electoral más competitiva de los últimos treinta años y tan solo, en ese mes, se presenciaron dos situaciones inéditas. La primera, que la elección se dirimiera en ballottage, un mecanismo plasmado en la Reforma de 1994, pero nunca estrenado. La segunda, asistir finalmente al primer debate presidencial argentino, con la presencia de los principales candidatos al cargo.

Este segundo debate tuvo notables variaciones respecto al primero. Al solo haber dos candidatos se repartieron más tiempo de diálogo y dio pie a mayor número de cruces y acusaciones. Scioli buscó reproducir su estrategia general de campaña, mostrando que Macri era un peligro para la sociedad.

La apelación, constante durante el evento (tácita o explícitamente), tenía la intención de señalar que “Macri es el ajuste”. El candidato de Cambiemos buscó remarcar que Scioli era “más de lo mismo”, emparentándolo fuertemente con el entonces gobierno nacional.

Para la segunda edición, las opiniones de los analistas tampoco dieron un ganador claro. La apreciación generalizada coincidía en que el debate había generado un altísimo interés, aunque no era la bala de plata que alguna campaña podría haber esperado alcanzar. Sin embargo, una investigación de Lustig, Olego y Olego realizado con datos agregados de encuestas de opinión pública, evidencian una posición contraria al puro refuerzo de identidades. En el estudio se hallaron efectos en la intención del voto de dos tipos “un efecto inmediato, acontecido poco tiempo después del debate televisivo, y un efecto de largo plazo, que se manifestó siete días después, en la fecha de la elección”. 

El lugar de los debates en la historia

Los debates políticos tienen una larga tradición en la vida pública de Occidente. Desde las formas más arcaicas, pasando por la tradición griega y la romana, han sido una de las principales formas a través de las cuales diferentes grupos sociales compartieron y dirimieron sus posiciones políticas.

Cuando el poder se contesta, la política se debate. Con la emergencia de tecnologías de la comunicación que permitieron llegar de forma masiva a un amplio público los debates públicos se han modificado de forma sustancial.

De pequeñas palestras a audiencias masivas, de regulaciones laxas a una estructura temporal precisa, de agenda abierta a temática cerrada, la era moderna de los debates ha tomado otra escala.

El cambio que hemos vivido en los últimos cien años con la adopción de regímenes políticos competitivos, con la paulatina incorporación de normas que regulan el acceso y el ejercicio abierto del poder, los procesos de democratización modernos han construido espacios institucionalizados de conversación y debate público. Se trata de prácticas y normas de contestación del poder que buscan dirimir diferencias o acentuar diferenciación de una forma masiva y ecuánime ante la opinión pública. De a poco se configura una liturgia emergente al proceso histórico contemporáneo; modernista, ilustrado, racional, secular, democrático.

Una gran cantidad de literatura se asienta sobre la idea de que la deliberación pública es una característica vital y beneficiosa de la democracia. La libertad de expresarse presume el disenso pacífico y el debate organizado asume que las decisiones políticas colectivas son mejores que las individuales. Respaldándose en una visión racional del consenso político, el espíritu de los debates yace en la propuesta de que el diálogo se celebra entre partes en tensión con la finalidad de arribar a una idea superadora. Los debatidores “entran en confrontación con la creencia de que el lado más fuerte prevalecerá, que la verdad triunfará sobre la falsedad, el logos sobre el pathos” (...). Aunque la expectativa parezca idealista, la presunción subyacente persiste. Simboliza la posesión de un ritual común para el culto democrático. Una fe común en que el argumento democrático es posible.

Es una fe, un objetivo, una búsqueda, no una certeza. Porque la liturgia construye y reproduce un orden.

Aunque la naturaleza contemporánea de los debates tal vez no llegue al ideal racionalista, su faceta simbólica tampoco debe ser menospreciada. Como hemos visto en diferentes casos latinoamericanos, al dejar atrás una matriz de gobierno autoritarista, los debates fueron episodios de representación, de un disenso abierto y una discusión libre entre diferentes candidatos. En países que habían vivido muchos años en silencio político y con la libertad de expresión cercenada, los debates expresaron mucho más que un evento de campaña o una discusión racionalista. Representaron principios fundamentales de la democracia cómo la libre expresión, la tolerancia y el disenso pacífico. Después de todo, una de las ideas que funda la democracia liberal es que el debate debe reemplazar a la violencia como medio para zanjar las diferencias políticas. Cuando diferentes candidatos cumplen el compromiso público de debatir pacíficamente, están escenificando este principio, jerarquizando lo que tenemos en común y reforzando el ritual democrático.

Sin importar cuál sea la intensidad de las diferencias políticas, siempre será posible debatirlas pacíficamente. Porque en democracia siempre será posible “estar de acuerdo en estar en desacuerdo”.

 

☛ Título: Debatir para presidir

☛ Autores: Daniela Barbieri y Augusto Reina

☛ Editorial: EUDEBA
 

Datos de los autores 

Daniela Barbieri es socióloga (UBA) y magíster en Comunicación Política (GWU).  

En el ámbito académico, es docente universitaria y se desempeña como profesora a cargo de la materia Consultoría y Comunicación Política Aplicada de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.  

Augusto Reina es politólogo (USAL) y magíster en Ciencia Política y Sociología (Flacso); doctorando en Ciencia Política (UCM). Se especializó en comportamiento electoral en la Universidad de Milán y en campañas electorales en KAS-Berlín. 

Es profesor universitario en la UBA, en los posgrados en Comunicación Política de Flacso y la UCA.