DOMINGO
libro

La noche más oscura

Las últimas horas de la viuda de Perón como presidenta.

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El periodista Facundo Pastor, en Isabel, de editorial Aguilar, reconstruye, con ritmo de thriller, lo que pasó con María Estela Martínez de Perón, una viuda acorralada que vive en el exilio desde hace casi cincuenta años. | cedoc

Una imagen en blanco y negro disparó la idea de este libro. Hace meses que miro esa foto que recorté de un diario de época y decidí pegar sobre la base de madera del escritorio en el que trabajo cada día. Está pegada junto a una línea de tiempo que me ayuda a orientar mi investigación. La foto es el punto de partida. El mojón inicial.   

Había visto esa instantánea decena de veces, pero por algún extraño motivo cada vez que volvía sobre ella sentía que era la primera vez que la miraba. Siempre surgían detalles en donde reparar. 

Contemplo esa fotografía cargada de interrogantes. La contemplo sin la garantía de poder darle respuesta a todo lo que busco.

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Cada vez que me detengo sobre la imagen aflora el mismo sentimiento. Es un magnetismo particular que me atrapa y me obsesiona; que me arrastra y me deja sin aliento. Y que siempre me obliga, como un voyeur, a volver a mirar. Pese a las decenas de veces que vi esta instantánea, por algún extraño motivo cada vez que volvía sobre ella sentía que era la primera vez que la miraba. Siempre surgían detalles en donde reparar. La imagen es hipnótica. 

La contemplo sin la garantía de poder darle respuesta a todo lo que busco.

Cada vez que me detengo sobre la imagen aflora el mismo sentimiento. Es un magnetismo particular que me atrapa y me obsesiona; que me arrastra y me deja sin aliento. Y que siempre me obliga, como un voyeur, a volver a mirar. 

La imagen es hipnótica. 

La noche convive con el resplandor de dos farolas encendidas. Las celosías de las ventanas están entreabiertas. Las cortinas no dejan ver más allá. Nadie se asoma. Las luces de adentro están apagadas. No hay una sola oficina iluminada. En la parte superior de la imagen hay un helicóptero. 

El helicóptero lleva una escarapela gigante pintada. También una inscripción que dice Fuerza Aérea Argentina junto a una letra y dos números. Un guion gigante los separa: H-02. Las letras negras abarcan casi la totalidad de la estructura de cola. Más atrás está el rotor. En la parte de adelante, sobre la puerta de acceso a la cabina de pasajeros, se ve una bandera argentina con un Sol de Mayo diminuto.   

El helicóptero acaba de despegar. Lleva un reflector encendido en la trompa. La luz encandila. Rompe la monotonía de la noche y genera un manchón blanco en la fotografía. Un círculo imperfecto. Un destello inevitable. 

Hacia abajo, unas veinte personas concentran sus miradas sin sospechar lo que está a punto de suceder. 

Todos, sin excepción, miran hacia arriba. Hacia el cielo negro. Hacia el helicóptero. Es medianoche. Hacía cuarenta y nueve minutos que era 24 de marzo de 1976.

Un nuevo día acaba de comenzar hace cuarenta y nueve minutos. 

La foto ostenta que algo trágico está a punto de suceder. El pensamiento es arbitrario, porque la miro conociendo el final de la historia. Aun así, estoy convencido de que esa fotografía hace posible un juego de fantasías. Como si existiera un lenguaje encriptado entre el ejercicio de mirar y la acción de imaginar. 

Ese juego de fantasías se asemeja a una alucinación. A una mezcla de sentidos. 

El ruido del helicóptero. 

El bullicio de los testigos. 

La noche ventosa.

La acción de mirar se confunde con la acción de escuchar, con la acción de sentir, pero sobre todo con una sensación indescriptible. Una sensación que te traslada hacia ese lugar, en el preciso instante en que suceden los hechos.

¿Qué busco en esa fotografía? En rigor, nada de lo que me interesa se puede ver en esa imagen. Más bien es un recorte, una edición. Mi investigación va mucho más allá de ese instante. Todo lo que busco, justamente, es lo que no se ve. Aun así, vuelvo a esa imagen en blanco y negro por lo menos una vez al día en los últimos meses.

Necesito saber quién fue el reportero que logró esa fotografía. ¿Qué pasó cuando el obturador de su cámara abrió camino a la luz?¿Pudo darse cuenta de que estaba documentando un momento de inflexión para la historia argentina?

Tardé dos días en encontrar a Horacio Villalobos, un cronista argentino que, al momento de lograr esa imagen, trabajaba para la United Press Internacional, una agencia de noticias, con sede central en Washington, fundada en 1907. 

“Claro que recuerdo la foto del helicóptero. ¿Cómo olvidarla?”, rememora no bien atiende el teléfono en su estudio de la ciudad costera de Estoril.

Va a repetir esa frase varias veces: la foto del helicóptero. Como si fuera un mantra periodístico, como si la imagen llevara impregnada esa síntesis de cuatro palabras. Luego, me contará que reside en Portugal desde 2016 y que podría describir, con precisión, cada detalle de aquella noche. 

Y es así. Habla pausado de un oficio que nunca abandonó a pesar de sus 76 años. Su reconstrucción es ordenada. Su memoria no falla. Las sensaciones surgen como huellas imborrables. Huellas que prefiere enumerar. 

El sonido del helicóptero dispuesto a desplegarse por una ciudad adormecida. 

Los otros testigos, ahí parados, observando el devenir de la historia. 

El manchón blanco del reflector encendido en la parte delantera de la nave. 

El silencio del final cuando el helicóptero es devorado por la noche, y ya no hay nada más para ver.

El vértigo de revelar esos negativos y transmitirlos al mundo.

El miedo de ser interceptado y nunca poder publicar eso que vuelve a llamar por su nombre: la foto del helicóptero. 

Siento una vibración especial en su tono de voz. Antes de cortar, Horacio hace un silencio y remarca: 

—No sabíamos lo que iba a pasar, pero ya se respiraba un aire espeso. Empezamos a escuchar el zumbido de las aspas antes de descubrir el vuelo del helicóptero. Había rumores de todo tipo. Se decía que el final era inminente. De un lado, la Plaza vacía; del otro, lo que me interesaba retratar. Me alejé unos metros. Necesitaba tomar distancia en busca de una mirada distinta. 

Fue eso lo que me quedó retumbando en la cabeza cuando terminó la conversación telefónica. La importancia de una mirada distinta (distante).

La foto de Villalobos es una postal replicada hasta el hartazgo en revistas y diarios viejos, libros de historia y documentales. Es una imagen que simboliza la transición de la democracia hacia la dictadura más cruenta que tuvo nuestro país. Una imagen que documenta de manera certera el camino hacia el horror. Un portal hacia la tragedia.  

Es la madrugada del 24 de marzo de 1976. Miércoles. Son los últimos minutos como presidenta de la Argentina de María Estela Martínez de Perón. Isabelita. Los últimos minutos de una democracia débil comandada por la viuda y heredera de Juan Domingo Perón. 

En la foto, el helicóptero Sikorsky S-58DT ya está surcando el cielo de la Capital Federal. La ruta de vuelo va a ser modificada. Una conspiración militar está en marcha. El destino final no va a ser la Quinta de Olivos, como suponían los pasajeros. Un nuevo golpe de Estado irrumpía en la Argentina, uno más de los tantos que sucedieron a lo largo del siglo XX. 

Isabelita se va a convertir en la primera prisionera de un grupo de militares que usurparon el poder. El mismo grupo de golpistas con los que ella negoció, hasta el final, la eliminación de las organizaciones revolucionarias de izquierda. 

¿Cuál fue la responsabilidad de la viuda de Perón en los crímenes de lesa humanidad cometidos durante su presidencia? 

¿Cómo se gestaron los tres decretos que ordenaban a las Fuerzas Armadas “aniquilar” a la subversión? 

¿Podía, Isabel Perón, desconocer el funcionamiento de la Triple A creada por el ministro José “el Brujo” López Rega?

Con esa imagen en blanco y negro, con ese helicóptero interceptado comenzaba la dictadura cívico-militar que se extendería durante siete años y medio.   

¿Quién acompañaba a Isabel Perón en su último viaje presidencial? 

¿Fue víctima de una trampa de su propio entorno?

¿Sabía su comitiva que estaban dirigiéndose hacia un golpe de Estado? 

¿Cuáles eran los diálogos que se escurrían adentro de la cabina del Sikorsky S-58DT? 

Ni bien subió al helicóptero, Isabelita inició un misterioso camino de silencio que se extiende hasta la actualidad. Pasó cinco años, tres meses y once días presa. Primero, en Villa La Angostura, en la residencia El Messidor, un castillo de estilo francés con vistas al lago Nahuel Huapí. Luego en la Base Naval Azopardo, en Azul, bajo la estricta mirada del almirante Emilio Eduardo Massera; y finalmente en la quinta de San Vicente, donde aún descansan los restos de Perón. 

Los tres sitios se transformaron en cárceles improvisadas. En escenarios determinantes para esta reconstrucción. Son los lugares donde se fue gestando ese silencio que emerge como un enigma interminable. 

Un silencio sepulcral que parece más obligado que voluntario. 

Un silencio que cobra sonoridad y agiganta la figura de una mujer olvidada por la clase política argentina. También por el pueblo.

Una figura incómoda, perturbadora, incluso, para el propio peronismo. 

Esos minutos finales adentro del helicóptero, el infierno de su presidio en el sur del país, la obsesión de Massera sobre su figura y el enigma de su exilio silencioso se entrelazan con los últimos quejidos de su vida. 

Con su actualidad.

Con su presente. 

Con una vida opaca que ya no pretende ver la luz del sol. 

Ese misterio rodea el aura de la protagonista forzosa del instante que cambió la historia argentina para siempre. El instante que quedó documentado en la foto en blanco y negro que vuelvo a mirar para comenzar este libro.

Cuando la puerta del despacho se cerró, aquella noche, la noche del final, ella volvió sobre el asunto. Otra vez las voces. Otra vez las palabras recortadas, las frases a medio camino, los pensamientos, los fantasmas.  

Estaba cansada. Y tenía claro que no quería seguir así, aunque intentaría disimularlo hasta el final. Aunque buscaría mostrarse estoica y firme tensando ese cuerpo frágil y vulnerable.  

“Van a tener que fusilarme para hacerme renunciar”, se la escuchó gritar una tarde en el comienzo del verano de 1976. 

El Brujo ya no estaba para abrazarla. Acorralado por las urgencias judiciales había escapado. 

Para Isabel las noches eran de insomnio. Las mañanas difíciles de iniciar. La soledad comenzaba a carcomerla. Fue, justamente, ese verano cuando empezó a recuperar algo del peso que su cuerpo había perdido hasta llegar al límite de los cuarenta kilos. Sus huesos flameaban como una veleta al viento en las caminatas de Ascochinga donde tuvo que guardarse, durante la primavera, bajo la mirada de las mujeres de los comandantes. 

Primero lo había sentido como una contención, como un gesto de hermandad, pero luego tuvo que aceptar que todo había sido una maniobra para sacarla de escena, controlarla y aislarla; para dejarla indefensa y paralizada como queda una presa ante el primer disparo del cazador. 

Todo eso había quedado atrás. Pero las voces no. Las voces seguían ahí. 

Resonando en su interior. 

Estaba famélica. Apenas probó el pollo con papas al horno que le sirvieron en la cena y la espuma de chocolate la hizo a un lado con un gesto esquivo. 

Después, se dispuso a enfrentar esa reunión de gabinete eterna.  

Las miradas de los ministros. 

Los reproches innecesarios. 

La presunción de micrófonos escondidos por la inteligencia militar. 

Sospechas de algunos infiltrados. 

Rumores de un final inminente. 

Promesas poco creíbles. 

Voces desordenadas. 

Voces en su cabeza. 

A medianoche, cuando el reloj marcó el inicio de un nuevo día, logró distraerse unos minutos. Cumplía años una de sus principales colaboradoras, Beatriz Galán. Apareció una torta con rulos de crema y cerezas. Las velitas prendidas. El canto. Los aplausos. Las risas. Después, retirarse a la quietud de su despacho. Una de las ventanas tenía una rendija abierta. El viento cálido se colaba en el ambiente. 

Miró a la caramelera. Amagó con saciar el hambre con esos ácidos de lima, aunque prefirió controlarse. Mucha azúcar en la sangre no era recomendable. Eso le habían dicho los médicos que no paraban de controlarla. 

¿Que pretendían que viviera guarecida en una cajita de cristal? Qué ridículos, pensó. Si supieran que tengo la protección eterna. 

Ya les había dicho que terminaran de asediarla con tantos estudios, que la dejaran vivir en paz. Que se quedaran tranquilos, que no se iba a morir de un día para otro como Perón. Que su muerte llegaría lenta y premeditada. 

El Brujo se lo había asegurado antes de fugarse.  

“Vivirás muchos años más, vivirás hasta poder liberar a este bendito país del Maligno”, le dijo en uno de sus últimos encuentros. 

Cuando se cansó de esperar sentada se puso en movimiento. Caminó de un lado a otro de su despacho. Ordenó papeles. Vació su cartera de cuero sobre el escritorio. Se acercó a la ventana. Vio el reflejo de su rostro en el vidrio. Vio la noche, la ciudad desierta. Y, antes de que comenzaran otra vez las voces, decidió ir al baño. 

Sabía que pronto vendrían a buscarla, por eso utilizó el espejo para peinar su pelo tirante. Algunos mechones electrizados estaban intratables.  

No bien terminó, regresó a su escritorio. Abrió el primer cajón. Sacó un revólver. Y se aseguró de que estuviera cargado antes de guardarlo en la cartera. 

El sonido de las aspas del helicóptero la sacó del juego interior. 

Por fin, las voces se detuvieron. El silencio del despacho presidencial cedió. Las cortinas se sacudieron, se embolsaron como si fueran muñecos amorfos danzando al ritmo del viento. El ruido venía de la terraza. Era evidente que ya habían decidido por ella. 

Otra vez a volar. 

Las cosas no estaban como para andar de noche por esa ciudad paralizada. Hacía pocos días, habían detonado una bomba de veinte kilos de trotyl en la playa de estacionamiento del Comando General del Ejército. 

A pocos metros de la Casa Rosada. A pocos metros de ella. 

Incluso, la onda expansiva rompió las ventanas de algunas oficinas cercanas a su despacho. Ella misma fue a ver cómo el personal de maestranza levantaba los vidrios desperdigados. 

Los empleados estaban aterrados. Ella también. Había quedado obsesionada con los detalles del hecho y los repetía como un mantra para ahuyentar fantasmas. 

Hablaba de un ataque milimétrico y certero. Un ataque que hizo temblar el centro de la ciudad. Repetía, sin vacilar, la información publicada por los diarios que adjudicaban el atentado a la guerrilla. 

A las 7.45 los colectivos se sacudieron por el estruendo.  

Catorce personas resultaron heridas. 

Doce autos reducidos a chatarra.

La bomba también le generó un cimbronazo interior. La hizo sentir indefensa. Le ratificó lo que todos los días leía en los partes de inteligencia. El clima estaba enrarecido. No había alternativas. El ultimátum emergía como un desenlace. Por eso no le pareció extraño cuando su secretario, Julio González, apareció por la puerta que conectaba su despacho con la terraza. 

 —¡Vamos, Excelencia! Está todo preparado para llevarla a la Quinta de Olivos. Hoy, la Casa Militar recomienda ir por el aire.

Se paró sin responder y se puso en movimiento. Atravesó todo el despacho a paso firme y cuando pasó por la ventana, donde se sacudían las cortinas, se detuvo para cerrarla. 

—¡Qué ruido más insoportable! –deslizó con fastidio y continuó caminando. 

En la cartera no sólo había guardado el revolver cargado. También un rouge color carmín y un pañuelo de algodón. Hacía unos días que un ojo le lloraba sin explicación como a esas estatuas paganas a las que se les atribuye milagros y curaciones. 

Al llegar a la puerta se acomodó la blusa floreada. Enderezó su pollera beige. Y esperó las indicaciones de González. Junto al baño presidencial, donde había luchado con el pelo rebelde, estaba la puerta por donde apareció su secretario. No era una puerta secreta, pero no todos los que pasaban por el despacho advertían que detrás de esa prolongación de la pared emergía un pasadizo que los llevaba en forma directa a la terraza. 

En cuestión de segundos estuvo al aire libre, de cara al Río de la Plata, de espalda a la Plaza de Mayo. La plaza estaba vacía. Del río sólo llegaba una brisa que se sentía como un silbido suave. Odiaba ese trayecto mugriento: el montacargas disfrazado de ascensor, los escalones empinados. Lo sentía como un escenario ajeno, como la confirmación de que las cosas no estaban bien. A ella le gustaba el ascensor principal. El que bajaba desde el primero piso hacia el Salón de los Bustos. Le gustaba mirarse en el espejo de cristal amurado a la boiserie e iluminado por una araña de caireles ámbar, regalo de Isabel de Borbón, para el centenario de la Revolución de Mayo. 

Otros tiempos. Otra historia.

Cuando se asomó a la terraza, la noche le pareció más oscura de lo que había espiado en la soledad de su despacho. Sintió como el viento la despabilaba y puso su mano sobre la cabeza para no volver a despeinarse. Le hubiera gustado ver el brillo metálico de la luna, pero ni una estrella vio en la caminata. Solo nubarrones que ensombrecían los rostros de sus colaboradores. La comitiva formaba una hilera perfecta: Tres granaderos, dos custodios, los pilotos.

Con el viento ahora más embravecido por las aspas comenzó la rendición de honores. Un ritual infaltable, el último. La venia, el grito y el sable de caballería desenfundado apuntando al cielo.

 

☛ Título: Isabel

☛ Autor: Facundo Pastor

☛ Editorial: Aguilar
 

Datos del autor

Facundo Pastor (Buenos Aires, 1979) es periodista, abogado y productor.

Desde 2007 conduce Foja cero, en La Red (AM 910) todos los sábados a la mañana. Además, es editor general de la revista 1986, dedicada a los fanáticos de River Plate. 

Autor de Nisman. ¿Crimen o suicidio? ¿Héroe o espía?, El gran arrepentido, sobre el FIFAGate. 

Actualmente conduce el noticiero de la señal A24 y un envío radial cada tarde en La Red. También trabaja en la producción de proyectos documentales para distintas plataformas.