Comencé a escribirlo –el libro– cuando se me hizo clara la idea de que mi padre iba a dejar este mundo. El siempre me había manifestado lo orgulloso que se sentía de sus hijos, y al verlo transitar su enfermedad me di cuenta de que habían sido muy pocas las veces en que yo mismo le había expresado en palabras lo importante que él era para mí. (...)
Pocos días después falleció Carmen Argibay, con quien yo había entablado una relación personal muy estrecha. Hablé en su despedida, y me emocioné mucho al recordar el trabajo y los momentos compartidos. La vida cotidiana nos impone un lenguaje austero, repetitivo, que generalmente pasa por alto nuestra condición más profunda, sobre todo los aspectos referidos a nuestros sentimientos; por eso pensé que, en lugar de apelar al vocabulario del funcionario, mi libro debía recurrir al de la persona que vive y narra sus experiencias más valiosas.
Los jueces, y en general todos los integrantes del Estado, somos sólo individuos comunes que ocupan transitoriamente cargos de gran responsabilidad. Esto es algo que nunca hay que olvidar, y por eso debemos explicar nuestra tarea con absoluta llaneza, dando cuenta de cómo trabajamos para tomar decisiones, de los balances que realizamos entre intereses contrapuestos, y de las enormes dudas que se nos presentan ante casos difíciles. (…)
Cosiendo expedientes. Cuando terminé la escuela primaria, la maestra le dijo a mi padre: “Su hijo va a ser abogado”. Seguramente ella habrá visto en mí una vocación bien definida. Sin embargo, en mi interior poco a poco fue creciendo el desánimo: yo no conocía a nadie “con influencia”; vivía en una ciudad pequeña de la provincia de Santa Fe llamada Rafaela, donde no había universidad, ni académicos, ni demasiados libros. Me parecía que
no tenía absolutamente nada. Felizmente, pude descubrir que estaba equivocado.
Mi padre trabajaba para un comercio vendiendo repuestos de automotores en toda la zona. Viajaba en automóvil por caminos de tierra visitando los talleres mecánicos de los pueblos.
Siempre sentí una gran admiración por mi padre: él nunca dejaba de trabajar; no había lluvia, ni barro ni niebla que lo detuvieran. Lo que otros viajantes hacían en una semana a él le llevaba dos o tres días, donde los otros no vendían él lograba convencer. Era un modelo de esfuerzo personal para sus dos hijos.
Mi mamá era maestra en la escuela primaria de Rafaela. Como madre siempre fue un gran apoyo para nosotros, sus hijos, y nunca dejó de cuidarnos, como suelen hacer las madres. (...)
Mientras estudiaba Derecho en la Universidad del Litoral trabajé como empleado en los Tribunales de Rafaela cosiendo expedientes. Uno debe valorar lo que le toca hacer en la vida, y entendí que ese trabajo era parte de aprender desde abajo, desde lo práctico. Pero, sin perjuicio de ello, no encontraba lugar para expresar mi irrefrenable deseo de pensar en cuestiones profundas de la vida y de la cultura. El ahogo intelectual se me hacía cada vez más pesado, hasta que encontré un amigo con el que comenzamos una tarea asistemática de estudio. (…)
Cuando me recibí de abogado, estaba trabajando como empleado en Tribunales y me había propuesto ascender a secretario. Si bien me apoyaban los jueces civiles de la ciudad –eran apenas tres–, en la Corte de la Provincia me dijeron que debía esperar al menos diez años ya que no conocía a nadie ni tenía “relaciones”. Tanta fue mi indignación que renuncié y me fui a trabajar como empleado a un estudio jurídico donde atendía el teléfono. (…)
La llegada a la Corte Suprema. La crisis argentina del año 2002 fue dramática. Tanto es así, que muchos llegamos a pensar que desaparecíamos como país. Mi tarea profesional en ese entonces consistía en atender y ofrecerles soluciones a obreros despedidos, a dueños de fábricas que cerraban o a personas desesperadas por la confiscación de sus ahorros, mientras que mi labor académica se concentraba en escribir libros y dictar conferencias sobre la pesificación y los derechos de los ahorristas. Fueron tiempos en que recorrí el país y en todos lados reinaba el desánimo. Estábamos todos desesperanzados por la situación; los juristas ideábamos teorías orientadas a restablecer las relaciones jurídicas quebradas, pero se percibía una frustración generalizada.
La fuerza de las circunstancias me convenció de que no era momento de tener una actitud de pasividad, sino que nuestro deber era participar en la vida pública. Así, aunque viajaba per-manentemente por todo el país y el mundo dando conferencias académicas, comencé estudiar los temas institucionales.
El año 2004 significó un gran cambio de dirección en mi vida. Se había iniciado el proceso de renovación de la Corte Suprema y había un grupo de candidatos del mundo académico entre los que se mencionaba mi nombre, pero realmente me parecía muy difícil llegar a formar parte del máximo tribunal.
A comienzos del año organizamos un congreso ambiental para la defensa del agua y los glaciares, fundamos el Instituto Planeta Verde, y empecé a asistir a reuniones en el Congreso para promover estos temas. Fue justamente en ese congreso ambiental donde conocí a los doctores Juan Carlos Maqueda y Eugenio Zaffaroni, quienes ya eran ministros de la Corte. Ellos me comentaron que tenían que designar a un miembro del jurado de enjuiciamiento de fiscales, cargo ad honoren para el cual no había disputa alguna. El cargo era el de representante del Honorable Senado de la Nación ante el Juris de Enjuiciamiento del Ministerio Público de la Nación. Lo acepté, y en agosto la propuesta fue votada por unanimidad de todos los senadores.
En septiembre se produjo otra vacante en la Corte, lo que suscitó una gran conmoción porque ya habían sido designados Eugenio Zaffaroni, Carmen María Argibay, Elena Highton, y no se sabía quién sería el próximo. Dadas las controversias que se habían producido, no había muchos candidatos. A mediados de octubre me convocaron desde la Presidencia de la Nación para nominarme y acepté. Era un enorme honor para cualquier jurista. (...)
De pronto mi fotografía y mi nombre estaban en todos los medios de comunicación. Sin embargo, no tuve demasiados problemas para pasar por el control público ni por el del Senado gracias al enorme apoyo que recibí del mundo académico, tanto nacional como internacional. (…)
La Corte en el subsuelo. Cuando llegué a la Corte, se realizó un acto de juramento el 24 de diciembre de 2004 en el marco de un clima social abrumador. El Palacio de Tribunales se encontraba rodeado de personas que exigían fuertemente la devolución de sus ahorros, demandaban mayor seguridad y reivindicaban muchos otros derechos cuya legitimidad yo comprendía muy bien, porque venía del mismo lugar del reclamo.
La atmósfera era terrible, no sólo afuera sino también adentro. Tanto, que lo primero que me enseñaron los custodios del palacio fue cómo salir por una puerta distinta cada día para evitar las agresiones de los manifestantes. (...)
La Corte había sido casi inexistente para el gran público durante toda su historia, y si bien en los últimos años había sido conocida, estaba totalmente desgastada debido a las numerosas críticas que había recibido su imagen frente a la sociedad. (…)
La verdad es que, en ese entonces, todos nos preguntábamos por qué quedarnos y dedicarle nuestro tiempo a un propósito tan difícil.
En mi caso personal, hubo dos razones fundamentales. La primera fue la certeza de que así como mi generación debía hacer una fuerte crítica sobre lo que había sucedido en los últimos cincuenta años, también era indispensable alentar una muy profunda reflexión sobre lo que sucedería en el horizonte de los siguientes cincuenta. Y lo sigo sosteniendo (…). La segunda razón fue mi creencia en que todo lo que yo había escrito en el campo de la actividad académica durante tantos años carecería de sentido si no lo llevaba también a la vida pública.