Esta gente merece morir, merece una muerte dolorosa, una muerte tormentosa, y en cambio ahí están, divirtiéndose en la playa”, escribe el señor Shlezinger, tras ver la foto de dos palestinos bañándose en el mar de una playa de Gaza.
Este individuo es corresponsal de asuntos religiosos de HaYom, un periódico israelí de derecha de gran tirada. “Necesitamos mucha más venganza, un río de sangre de gazatíes”, prosigue.
En un artículo publicado en el New York Times el 16 de mayo de 2024, con el título “The View Within Israel Turns Bleak”, Megan Stack escribió: “Sería maravilloso si el señor Shlezinger fuera una figura marginal o si los israelíes se escandalizaran por sus fantasías sanguinarias. Pero, por desgracia, no es así”.
El artículo de Megan Stack está repleto de información que calificaría de espeluznante si no fuera porque ya nos hemos acostumbrado al horror: “En una encuesta realizada en febrero, la mayoría de los israelíes se opone al envío de comida y medicinas a Gaza”.
Megan Stack también revela que algunos raperos muy escuchados por la juventud israelí claman por el aniquilamiento y predican que no habrá piedad para “las ratas”, que serán “exterminadas en sus madrigueras”.
Muchas tiendas exhiben productos con la consigna: “Finish them”.
Incluso Nikki Haley (importante representante del Partido Republicano estadounidense) escribió esas mismas dos palabras sobre una bomba destinada a matar a niños palestinos. Traducción literal: “Extermínenlos”.
¿Cómo es posible que Israel se haya convertido en la guarida de un pueblo de asesinos feroces y sedientos de muerte? Israel no siempre fue así, aunque el Estado concebido por los sionistas –protegido por británicos y estadounidenses– nació como un cuerpo extraño y hostil que, desde 1948, ha generado violencia de forma ininterrumpida.
Por mucho que lo nieguen los sionistas bienintencionados (aquellos que soñaban con una Israel en paz y colaboración con los palestinos), el Estado de Israel fue desde el principio una construcción artificial que solo la violencia armada podía sostener. Cuando las comunidades judías que llegaron pacíficamente a Palestina –y que (no siempre) fueron recibidas en paz por los habitantes locales– decidieron que eran suficientemente fuertes para establecer un Estado exclusivo para judíos, la guerra se volvió inevitable e interminable.
Pero recién en los últimos años, ese Estado abusivo y violento se ha transformado plenamente en una máquina de exterminio que, tras el 7 de octubre, mostró su rostro repugnante, un rostro que ahora todo el mundo –absolutamente todo el mundo– contempla con horror.
Está claro que estamos ante un colapso psicótico compartido por toda una población, un colapso que, en mi opinión, anuncia la desintegración de la entidad sionista.
Este colapso se debe, ante todo, a la atrocidad del ataque del 7 de octubre, cuya crueldad obligó a los israelíes a entender que el sueño de vivir en paz junto al infierno de millones de personas era un sueño perverso e imposible de realizar.
Ahora resulta evidente que ese lugar, donde los europeos lograron atrapar a los judíos después de exterminarlos en los años cuarenta y de haberles hecho creer que podrían protegerlos indefinidamente, lejos de ser un refugio seguro, es el sitio más peligroso del mundo para ellos. Es una trampa: la continuación de la máquina de muerte que el nazismo construyó para los judíos de Europa.
En este sentido, el sionismo es también la prolongación de la Solución Final concebida por los nazis.
Después del 7 de octubre, el supremacismo blanco y sionista se enfrenta a un mundo sediento de venganza que se está volviendo cada vez más ingobernable.
Se vuelve realista la hipótesis de que la supremacía blanca tenga los días contados, porque el mundo dominado ahora posee la inteligencia técnica necesaria para construir las mismas armas de muerte que Occidente, y está adquiriendo todos los medios técnicos indispensables para atacar la ciudadela colonialista asediada. Además, porque el velo de la negación ha sido rasgado. Para siempre.
Con la expresión “medios técnicos”, me refiero obviamente a las armas, incluidas las nucleares, que ya no son patrimonio exclusivo de las grandes potencias blancas –Estados Unidos y Rusia–, sino también de países del Sur Global, comenzando por Corea del Norte, Pakistán, India y, por supuesto, China.
La proliferación nuclear es el mayor peligro para el futuro de la humanidad (quizá solo superada por el cambio climático). El hecho de que el conocimiento técnico ya no esté monopolizado por los depredadores [Occidente] hace que su superioridad sea cada vez más frágil, y la cuestión palestina es el termómetro de este cambio en las relaciones de poder a escala global.
Observemos el mapa: veamos qué países reconocen al Estado palestino y cuáles no, y tendremos la prueba de que los blanco-sionistas son una minoría rodeada.
Los asediados están hiperarmados, pero la militar es la única superioridad que les queda. Una superioridad que no durará eternamente; de hecho, ya se está agotando ahora que Occidente ha sido derrotado en Ucrania y Estados Unidos, una vez más, abandona a sus aliados tras empujarlos al abismo, demostrando ser el aliado más traicionero. Por eso la guerra en Ucrania es tan peligrosa, y lo seguirá siendo a pesar de la traición estadounidense y el pánico que se apodera de Europa.
Esa guerra es peligrosa porque allí se juega el todo por el todo, y ese “todo” es nuclear.
Pero... ¿quién es este Amalek?
En uno de sus discursos, Netanyahu citó a Amalek, un personaje bíblico que aparece en las canciones de los raperos nazi-sionistas y en los delirios neobíblicos del discurso público israelí.
Pero, ¿quién es Amalek?
Cuando los judíos se liberaron de la esclavitud que durante generaciones sufrieron en Egipto, se dirigieron hacia la Tierra Prometida guiados por Moisés, pero fueron atacados por los amalecitas, una tribu que se había establecido en su ausencia en el desierto del Néguev.
Amalek era nieto de Esaú, enemigo acérrimo de su hermano Jacob por vulgares cuestiones de herencia. Además, era el jefe, el patriarca, el “satanás” que lideraba esa tribu.
La Biblia habla de esto, ese libro espantoso que desde siempre ha contribuido a moldear la mente occidental bajo los esquemas de una obsesión homicida.
El mitologema de Amalek permanece desde siempre en el trasfondo de la historia judía, una proyección imaginaria que se encarna en los perseguidores del pueblo hebreo: desde el emperador Tito hasta el general polaco Chmielnitzki, pasando por Hitler y llegando a Sidwar, líder de las milicias de Hamas.
Nombrar a Amalek es peligroso, y no debería hacerse a la ligera. Al respecto, escribe Riccardo Paredi, investigador de la American University de Beirut.
En la historia de Amalek, salta a la vista un primer aspecto verdaderamente único. Como se lee también en el pasaje citado por Netanyahu, la Biblia hebrea ordena en dos ocasiones a los israelitas “borrar” la memoria (zekher) de Amalek. El tropo bíblico de “recordar” –sobre todo transmitir un mandato divino de generación en generación– es bien conocido (el imperativo zachor aparece 169 veces en la Biblia hebrea). Y es un recordar paradójico. Con un mandato así, “la incongruencia es inevitable”: no olvides borrar la memoria de tu enemigo. Recuerda olvidar. Pero, ¿cómo olvidar algo que se ha ordenado recordar? Y, ¿por qué Dios promete borrar la memoria de Amalek, mientras que Moisés habla de un Dios que combatirá a Amalek de generación en generación?
El Estado de Israel se fundó desde sus inicios sobre la obsesión vengativa de la memoria. Claro, lo mismo podría decirse de cualquier Estado-nación, porque las naciones siempre nacen de una deformación obsesiva del pasado. Pero en el caso de Israel, la obsesión bíblica del zekher (de la memoria) se fusionó con la elaboración psicótica del trauma del Holocausto.
En 2018, el Estado laico de Israel se transformó oficialmente en el “Estado-nación del pueblo judío”. El nacionalismo y fundamentalismo se convirtieron en fuerza de gobierno, culminando una lenta transformación sociocultural: desde los años 90, intelectuales, estudiantes y muchas personas de orientación laica o socialista abandonaron el país, reemplazados por oleadas de migrantes del bloque soviético en colapso, cuyo objetivo era colonizar tierras sin los dilemas morales que atormentaban a los judíos europeos de principios del siglo XX.
Además, los ciudadanos israelíes más fanáticos tienen muchos hijos, mientras que quienes no están obsesionados con la identidad judía tienen pocos. Así, Israel pasó de ser un Estado colonialista a convertirse en el monstruo nazistoide que el mundo entero ha visto en acción estos últimos meses.
Luego del asesinato de Yitzhak Rabin, en 1995, por parte de un colono extremista; luego de la provocación de Ariel Sharon, en el año 2000, que reivindicó la soberanía israelí desde la Explanada de las Mezquitas (2000) –un “paseo” nada pacífico que desencadenó la Segunda Intifada–, Israel se transoformó de un modo que parece irreversible.
Netanyahu es el producto de esta mutación y, al mismo tiempo, la expresión más clara del cinismo que surge de la fusión entre el colonialismo racista y el fundamentalismo religioso. En este contexto, debe entenderse el lenguaje con el que Netanyahu tiró nafta al fuego el 7 de octubre, consciente de que, al exacerbar la guerra, podría retrasar el momento de rendir cuentas ante los jueces y ante el mundo.
Riccardo Paredi escribe en el mismo texto: “Al interpretar el mandato divino de manera literal y fundamentalista, como hace Netanyahu, la ‘eliminación de la memoria’ de Amalek bajo el cielo, so pena de su propia derrota, se convierte en un deber sagrado. En términos modernos, Dios ordena cometer un genocidio”.
Dado que el Estado de Israel nace de la hipertrofia de la memoria, no puede sino reconocer en el otro siempre la figura de Amalek, y no puede sobrevivir a largo plazo sin exterminar a los palestinos, hijos de Amalek.
Cualquiera que desapruebe las acciones del Estado de Israel es Amalek, es decir, un enemigo de los judíos.
“Amalek odia a los judíos y, si es astuto, transforma ese odio en simple desaprobación, en crítica política, cultural o religiosa. El odio se disfraza de pacifismo, de defensa de los derechos humanos, de neutralidad. Se convierte en un circuito cerrado”.
Los palestinos son la última y más reciente encarnación de los amalecitas. Al igual que ellos, se aprovecharon de la ausencia (bimilenaria) de los judíos para ocupar una parte de su tierra.
En nombre de la memoria, o mejor dicho en nombre del mito, el sionismo ha pretendido expulsar a estos amalecitas, negando su existencia. Como resultado del delirio mitológico convertido en derecho histórico, los ha removido, borrado, escondido tras un muro, internado en campos de concentración, eliminado con armas de fuego. Pero el 7 de octubre, lo reprimido regresó a escena, y ahora, pase lo que pase, ya no podrá ser borrado de nuevo.
Sin embargo, a menos que lleve a cabo el genocidio a la perfección –eliminando físicamente a millones de personas–, Israel no puede ganar, dadas las premisas con las que Netanyahu inició la guerra de Gaza, que no es una guerra, sino un genocidio (por ahora, imperfecto).
Por eso creo que ha comenzado el fin de Israel, y este podría ser extremadamente doloroso, hasta el punto de abrir las puertas al peligro más extremo, porque el mundo nunca olvidará la arrogancia inhumana del genocidio que han cometido y que los asemeja a los nazis hitlerianos.
El lobo no ha muerto
Para defender la entidad sionista colonialista y racista, los israelíes han cometido otra infamia que quizá sea la más fatal para ellos: se han aliado con los peores antisemitas de la historia –racistas cristianos de la derecha republicana estadounidense, fascistas europeos y demás–. Juntos, han banalizado la acusación de antisemitismo, usando esa grave imputación como un arma, un chantaje, un insulto de bar.
Han llegado a acusar de antisemitismo al juez de la Corte Internacional de Justicia, han acusado de antisemitismo a intelectuales judíos que protestaban contra el genocidio.
No deberían haberlo hecho, porque no es prudente gritar “¡cuidado que viene el lobo!” cuando el lobo no está. Los estudiantes que ondean la bandera palestina en las universidades estadounidenses no son el lobo (muchos de ellos son judíos).
Pero esto no significa que los lobos hayan desaparecido, ni que no volverán a aparecer nunca más.
El lobo se ha puesto su traje elegante, la corbata, se esconde entre los republicanos trumpistas que gritan “¡viva Israel!”, se oculta entre los fascistas italianos que envían a la policía a golpear a los estudiantes pro-Palestina, se camufla entre los descendientes franceses de Pétain.
Pero, como dice el refrán, “el lobo pierde el pelo, pero no el vicio”, y el antisemitismo está destinado a resurgir tarde o temprano.
Es fácil prever que la inhumanidad del comportamiento israelí generará una ola de odio que, por ahora, se manifiesta en formas de protesta pacífica, pero que mañana podría convertirse en una nueva persecución de los judíos.
Israel es la creación de un grupo de sionistas de escasa visión, pero, sobre todo, es la creación de los europeos, que aprovecharon la oportunidad ofrecida por los sionistas para deshacerse de los judíos. Después de haber matado a seis millones, los europeos fingieron haberse convertido en sus amigos y los vomitaron fuera de Europa.
“Vomitados” no es una expresión mía, sino de Amos Oz, quien en Una historia de amor y oscuridad escribió: “Quizá podamos consolarnos con el hecho de que, si bien los árabes no nos desean aquí, los pueblos de Europa, por su parte, no tienen el más mínimo interés en vernos repoblar Europa de nuevo. Y el poder de los europeos es, después de todo, mayor que el de los árabes, por lo que hay alguna probabilidad de que, de cualquier modo, nos dejen aquí, de que obliguen a los árabes a digerir lo que Europa intenta vomitar”.
Así que los vomitaron y los enviaron a un desierto plagado de peligros.
Los judíos vomitados por los europeos sirvieron como avanzada occidental en una región que durante décadas ha suministrado petróleo al mundo. Pero el odio generado por Israel, al exteriorizar el trauma que sufrió, podría alimentar una nueva ola de antisemitismo real. Y entonces, el juego podría cambiar: los fascistas europeos y los trumpistas estadounidenses podrían cansarse de defender a esos judíos que, en el fondo, nunca dejaron de odiar.
Y entonces, de nada servirá gritar: “¡Cuidado que viene el lobo, viene el lobo!”.
Gaza es Auschwitz con cámaras
Auschwitz fue el ejercicio científico de todas las técnicas de exterminio. Fue tortura prolongada e ininterrumpida, uso sistemático del terror contra una población encerrada sin posibilidad de escape. Fue el despliegue de una potencia de fuego gigantesca contra gente indefensa, desarmada, desnuda. Fue la ejecución intencional de un genocidio: el asesinato metódico de inocentes, de mujeres, de niños.
Lo que los israelíes están haciendo en Gaza –lo que llevan décadas haciendo en toda Palestina– tiene la misma crueldad calculada, la misma precisión científica, que el exterminio de hace ochenta años. Todo lo dicho y escrito sobre Auschwitz puede aplicarse a Gaza.
El asedio ha provocado hambre, sed y falta de todo lo indispensable para sobrevivir. Los bombardeos siembran terror incesante en personas inocentes que huyen sin saber dónde refugiarse.
Discriminación étnica, deportaciones, tortura, exterminio: esto definió al nazismo hitleriano, y esto reaparece, punto por punto, en el comportamiento del ejército israelí.
Toda la población israelí (con muy pocas excepciones) ha participado en el exterminio de los palestinos, al igual que toda la población alemana (con muy pocas excepciones) participó en el exterminio de los judíos.
Sin embargo, no se trata de dos eventos comparables, porque entre aquel y este hay una diferencia enorme.
La diferencia entre Auschwitz y Gaza está en el carácter público, orgullosamente ostentado, del Holocausto infligido a los palestinos.
La lección que los nazis de Sion le están dando al mundo es que no hay modo de defender nuestras vidas, a nuestros seres queridos, a nuestros hijos, frente a la violencia ilimitada de un Estado que, nacido como un Estado colonial, avanzada del imperialismo occidental, hace uso sistemático de técnicas de limpieza étnica, apartheid y deportación masiva.
Gaza no es como Auschwitz, porque en aquel pueblo polaco no había cámaras, mientras que hoy la humanidad entera se sienta en su salón y observa en la pantalla su propio futuro anticipado por el presente de Gaza y Beirut.
Ahora debemos reflexionar sobre el efecto que esta ostentación del horror producirá en la mente colectiva de la generación que está creciendo, en la mente de los jóvenes que asisten cada día a la tortura y las mutilaciones que Israel inflige a sus coetáneos palestinos.
Antes, cuando hablábamos de contrainformación, cuando organizábamos radios y sitios web para denunciar el mal, creíamos que mostrar la violencia y señalar a los asesinos podía contribuir a aislarlos, a avergonzarlos y, al final, servir para reducir el crimen.
Ahora me doy cuenta de que la visibilidad del mal no necesariamente hace bien.
Antes estábamos convencidos (con algún destello de duda) de que si mil periodistas callejeros podían testimoniar las brutalidades de la policía, las torturas infligidas a los migrantes o la violencia israelí contra los palestinos, entonces sería posible limitar el arbitrio policial (y el poder en general). Lo que ha ocurrido es mucho más complejo, pero en cierto modo es lo contrario de lo que esperábamos.
La violencia se ha vuelto visible, pero esta visibilidad funciona de manera dual: por un lado provoca horror, por otro difunde un sentimiento de impotencia que llega al punto de inducir identificación con el agresor.
La orgía de horror en las pantallas grandes y pequeñas que nos persigue en todo lugar y a toda hora produce, entre otras cosas, una especie de nihilismo visual: una habituación estética al horror.
Cada vez es más difícil distinguir entre la ficción y la realidad. La realidad del genocidio tiene la misma calidad visual que los espectáculos de horror a los que esta generación ha estado expuesta desde la primera infancia. ¿Qué clase de paisaje interior se está formando en la mente de esta generación desdichada?
Reescenificar el exterminio es el impulso fundamental del pueblo israelí. Hoy, esta identificación se multiplica, y todos saben que es mejor estar del lado del exterminador que del exterminado.
La ola negra que se extiende por el mundo y amenaza con desatar una especie de guerra civil de todos contra todos ha prosperado gracias a la proliferación de imágenes, porque la hipermediatización ha acelerado el ritmo del estímulo informativo, dejando a la sociedad incapaz de reaccionar, sumida en un pánico generalizado. En el pánico, el organismo colectivo se aferra a reafirmaciones identitarias que son completamente artificiales, pues en la vida metropolitana ya no hay comunidad, ya no hay pueblo, ya no hay identidad, excepto una reactiva y ficticia.
Lo único que realmente existe, el único sentimiento que anida en el corazón de quienes han crecido con el horror en los ojos, es la desesperación de un organismo moribundo que busca seguridad en el ritual colectivo del odio.
☛ Título: Pensar después de Gaza
☛ Autor: Franco “Bifo” Berardi
☛ Editorial: Tinta Limón
☛ Edición: Julio de 2025
☛ Páginas: 192
Datos del autor
Franco “Bifo” Berardi es filósofo, ensayista y escritor italiano.
Se graduó en Estética en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Bolonia, donde participó del movimiento estudiantil del 68. Fue fundador de los medios comunitarios Radio Alice y TV Orfeo.
Vivió en París, donde conoció a Félix Guattari, y en Nueva York. Fue un destacado activista de la llamada autonomía operaria italiana durante la década de los setenta. Es profesor de Historia Social de los Medios en la Academia de Brera, en Milán.