El Estado, según Rosenkrantz*
La idea que quiero defender es que el Estado, es decir, los legisladores y demás funcionarios públicos, cuando proyectan leyes y establecen el marco para las relaciones sociales y personales, deben tener en cuenta lo que es valioso en la vida y aquello que es innoble y depravado. Mi idea no es que el Estado puede imponer planes de vida o concepciones del bien en contra de la voluntad de sus ciudadanos, sino más limitadamente que el Estado puede privilegiar aquellos arreglos sociales que tiendan a promover formas de vida más apropiadas para los seres humanos.
En ese sentido, coincido con Joseph Raz, quien explica el principio del daño de John Mill como la forma correcta en que el Estado puede promover el bienestar de la gente. Visto desde ese punto de visa, el principio del daño permite políticas perfeccionistas en tanto y cuanto ellas no requieran el uso de la coerción.
La expresión paradigmática del perfeccionismo estatal ha sido Aristóteles, en La política afirmaba que “el legislador debe trabajar para asegurar que los ciudadanos se convertirán en buenos hombres. Por ello, debe saber qué instituciones producen estos resultados y cuál es el fin u objetivo al que debe dirigirse la vida buena”.
Entre los modernos, el perfeccionamiento no tiene cabida. En primer lugar, por consideraciones políticas respecto de la forma que conciben a la justificación las instituciones políticas, pero también por razones filosóficas respecto de la naturaleza de las afirmaciones acerca del bien.
La idea del liberalismo es que en una sociedad en la que la gente difiere sobre casi todo la única forma de llegar a un acuerdo razonable acerca de cómo organizar la sociedad es concentrándose en lo que todos coinciden. En ese sentido, Susan Ackerman afirma que la cultura política del liberalismo es una cultura de abstinencia, es decir, una cultura en la que nos negamos a adentrarnos en ciertas discusiones como único mecanismo para librarnos de la obligación de hablar un discurso que niegue nuestras convicciones morales más firmes. (…)
John Rawls, por su lado, cree que la organización de la sociedad no depende, como podía derivarse de la lectura de su Theory of Justice, de verdades filosóficas o verdades universales, o afirmaciones acerca de la naturaleza o identidad de las personas. Ello es así porque la función de la filosofía política no es sino la de lograr un acuerdo entre gente que difiere acerca de todo lo demás, y las verdades filosóficas y las afirmaciones sobre la naturaleza o la identidad de las personas no pueden proveer una base pública para ese acuerdo. En sociedades tan diversas como las democráticas modernas, comprometer la organización de la sociedad con una concepción moral general es condenarla al aislamiento. No debemos involucrarnos “con cuestiones de psicología filosófica o doctrina metafísica o la naturaleza del ser. Ninguna visión política que dependa de esas cuestiones profundas e irresueltas puede servir como una concepción pública de la justicia en un Estado democrático”. De acuerdo con Rawls, la filosofía política necesita “quedarse en la superficie filosóficamente hablando”, aplicando el “método de evitación” de posiciones irreductibles.
Además de estas razones, los liberales modernos se han opuesto a políticas perfeccionistas, pues ellos son escépticos en material de ideales del bien. Los liberales creen que los juicios acerca del método intrínseco de un plan de vida son controversiales y los juicios controversiales deben dejarse de lado en la justificación de las instituciones políticas.
Sin embargo, a pesar de la convicción con que se ha opuesto al perfeccionamiento, pareciese que el hecho de que adjudiquemos valor a que seamos los artífices de nuestra propia vida no es incompatible con el Estado promoviendo ciertas concepciones del bien. Efectivamente, el Estado puede promover la virtud ciudadana, o la fraternidad social, o las artes o el desarrollo de otras de nuestras capacidades, y al mismo tiempo dejar a sus súbditos en libertad para elegir formas de vida en las que ni la virtud ciudadana, ni la fraternidad social ni el desarrollo de nuestras capacidades tienen un lugar destacado. Ello es así porque, tal como lo afirma Raz, los objetivos perfeccionistas no necesitan ser obtenidos por medio del uso de la fuerza.
El Estado no sólo puede actuar a través de la coerción. El crecimiento del Estado activista en ese siglo ha sido quizá uno de los acontecimientos políticos y sociales de mayor importancia. Es verdad que sus recursos coercitivos le dan su idiosincrática supremacía, pero no constituyen los únicos medios a su disposición. El derecho, contrariamente a lo que creía Hans Kelsen, no necesita de una sanción. Así, el Estado puede intentar promover un ideal de excelencia a través de la creación de impuestos sobre ciertas actividades, a través de subsidios de otras actividades o mediante la concesión de honores públicos a quienes se han destacado en cultivar un aspecto de ideal de vida que quiere promocionar a artistas o a la Madre Teresa, por ejemplo. Además, puede intentar que la gente se comprometa en determinadas formas del bien a través de la persuasión. Puede destinar sus recursos para, por ejemplo, pagar propaganda en favor de la salud, promocionar el deporte o desalentar prácticas nocivas.
Cuando el Estado realiza cualquiera de las actividades mencionadas más arriba, es decir, impone, subsidia o persuade, indudablemente se aparta de la neutralidad para promover ideales de excelencia humana. Pero ello no convierte al Estado en el custodio de la salvación de sus súbditos, tal como temía Immanuel Kant.
La razón central parece ser que ni la imposición, ni el subsidio ni la persuasión impiden que quienes no estén de acuerdo con ellos adopten otros ideales más de acuerdo con sus propias inclinaciones.
Sin duda, estas afirmaciones son debatibles, por lo cual conviene detenerse un poco en ellas. Pensemos en los impuestos a los cigarrillos, al alcohol o las subvenciones a las artes.
Imagino que todos –o buena parte de nosotros– estaríamos dispuestos a firmar que, si el Estado debe financiarse, es mejor que se financie con las actividades que tenemos razones para desalentar, como el alcohol o los cigarrillos, que que se financie con las actividades que queremos promover, como el arte o el deporte.
De hecho, todos los Estados liberales modernos hacen este tipo de opciones y ello no parece herir demasiado los principios sobre los cuales estos Estados se sustentan.
Si bien es cierto, como lo sostiene Jeremy Waldron, que la creación de impuestos incrementa los costos de llevar ciertas actividades adelante y los subsidios disminuyen artificialmente estos costos, ello no es una razón para oponernos, pues el mero hecho de que un determinado ideal del bien sea de más dificultosa realización no es una razón para impugnar los arreglos sociales que eso permiten.
En este sentido, todas las teorías liberales hacen más dificultosa la realización de determinados ideales. (…)
Pero el problema no es cuándo el Estado debe financiarse. En este caso, de todos modos, hay que crear un impuesto y en esas circunstancias uno puede elegir crearlo sobre aquellas actividades que quiere desincentivar porque cree que tienen menos valor. La cuestión espinosa es si en los casos en los cuales la creación de impuestos o la concesión de subsidios no está justificada por razones independientes, como por ejemplo la necesidad de subvencionar la salud, ellos pueden justificarse.
Así, ¿puede justificarse un impuesto a los cigarrillos o al alcohol si el impuesto únicamente tiene por objeto hacer más costoso que la gente fume o se emborrache? ¿Sucede lo mismo en un caso de subsidio al arte fotográfico de Mapplethorpe, cuando uno cree que este arte tiene gran importancia estética y social?
En esos momentos la creación de este tipo de impuestos o subsidios constituye una injustificada y gratuita –toda vez que no es necesaria, por ejemplo, para redistribuir recursos y satisfacer la justicia– intromisión en la autonomía. (…)
El hecho de que parte del valor de la autonomía esté relacionado con el valor de la satisfacción de preferencias es de suma importancia, pues de alguna manera el valor de la autonomía dependerá del valor de la satisfacción de nuestras preferencias.
Efectivamente, si la satisfacción de determinada preferencia no tiene valor o tiene poco, por ejemplo, matar a otro, o esclavizarse o convertirse en un drogodependiente, la autonomía tendrá menos valor que si la satisfacción de dichas preferencias tuviese valor. (…)
Si sólo ciertas preferencias son valiosas, la autonomía –en tanto y en cuanto su valor depende del valor de la satisfacción de ciertas preferencias– tendrá más o menos valor dependiendo de de qué preferencia se trate.
Si se trata de preferencias que no tienen ningún valor, la autonomía tendrá el valor que le dan los aspectos de su valor no vinculados a las preferencias; si se trata de preferencias cuya satisfacción tiene valor, la autonomía tendrá además el valor de los aspectos no vinculados con preferencias al valor de la satisfacción de las mismas. (…)
Por otro lado, el liberalismo también ha usado la distinción entre preferencias con valor y preferencias sin valor para justificar el paternalismo estatal. Efectivamente, el paternalismo estatal, justificado por la gran mayoría de los liberales modernos, está basado sobre la idea de que la frustración de ciertas preferencias, dado su contenido, no representa un obstáculo para la imposición de ciertas conductas como obligatorias. (…)
Entonces, si el valor de la autonomía está en conexión con la clase de preferencias, la intromisión en la autonomía que hace más dificultosa o más difícil en el caso de subsidios, la satisfacción de preferencias con escaso valor será una violación mínima de la autonomía. ¿Esta violación mínima de la autonomía puede justificarse de algún modo? ¿Un Estado liberal puede hacer más fácil satisfacer ciertas preferencias, como cuando subsidia el arte, y más difícil la satisfacción de otras, como cuando impone el consumo de alcohol o cigarrillos?
La ortodoxia liberal cree que no. Toda intromisión, por mínima que fuese, es una intromisión que no puede justificarse. Mi idea es que sí, que el Estado liberal puede justificar una violación mínima de la autonomía siempre y cuando el valor de las preferencias cuya realización se dificulta sea inferior al valor de las preferencias cuya realización se facilita (…)
Así, por ejemplo, el Estado liberal puede imponer el consumo de cigarrillos a los efectos de pagar un catálogo de una exposición de arte o un programa televisivo que muestre los beneficios físicos y psíquicos del deporte.
He intentado defender el perfeccionismo a partir de un análisis del valor de la autonomía.
He sostenido que el valor de la autonomía está en relación con el de nuestras preferencias. Por lo tanto, la justificación de la violación de la autonomía de una persona mediante la imposición de costos que dificultan la realización de determinadas preferencias o la concesión de subsidios que la facilitan dependerá de si dichos costos pueden ser compensados por algún beneficio. Creo que esta defensa del perfeccionismo, indudablemente contraria a la ortodoxia liberal, puede hacerse desde el liberalismo.
El perfeccionismo que me animo a defender no necesita negar el pluralismo que caracteriza a las sociedades liberales.
El hecho de que una sociedad defienda las artes o imponga el consumo de sustancias tóxicas no impide que quien prefiera el consumo de estupefacientes realice su concepción del bien. Además, creo que el perfeccionismo nos puede ayudar a explicar prácticas sumamente difundidas en los Estados liberales incompatibles con el principio de neutralidad al que los filósofos liberales son tan afectos.
Así, el perfeccionismo nos puede ayudar a explicar los currículum de la educación liberal, la existencia de ministerios de cultura en Estados liberales. Esto sólo me parece una gran virtud
La Justicia, según Rosatti**
Una de las consecuencias que se desprenden de la crisis de representatividad del sistema político argentino (crisis que “no es nueva” en la Argentina ni que es “sólo argentina”, aunque los argentinos tendamos a creer que lo que pasa en nuestro país –para bien o para mal– es siempre único) es el desplazamiento del accionar judicial hacia zonas no convencionales (juzgamiento de cuestiones tradicionalmente consideradas políticas o no judiciables, ampliación del control de constitucionalidad –de oficio, por omisión de los poderes públicos, etc.–).
Este desplazamiento ha tenido y tiene, entre otras consecuencias, una cierta modificación en la ponderación de la comunidad jurídica –y obviamente política– sobre algunas decisiones jurisdiccionales, en especial sobre la más grave de ellas, la declaración de inconstitucionalidad, que ha dejado de ser considerada –por lo menos ha dejado de ser unánimemente considerada– en términos laudatorios (como un “correctivo profesional” necesario para restablecer la división de poderes y la vigencia del Estado de derecho), para ser analizada –también– en términos críticos (como una causa autónoma de violación de la división de poderes y como un factor de debilitamiento del principio de soberanía popular).
Asistimos en la Argentina al quiebre del paradigma tradicional del juez anónimo, ascético, profesional, inescrutable, “que habla por sus sentencias”. Ello ha ocurrido por variados motivos, entre los que se destacan: a) un motivo exógeno: el conocimiento, por parte de la opinión pública, de ciertos hechos que desvirtúan –en algunos casos– el proclamado ascetismo, profesionalismo o ciertas otras virtudes tradicionalmente consideradas “anexas al cargo”; b) un motivo endógeno: el propio convencimiento, por parte de un
grupo de jueces, de la necesidad de ventilar su forma de pensar, su compromiso con ciertas líneas ideológicas, su interpretación del derecho, etc.
Esta divisoria de aguas no sólo se observa al interior de los poderes representativos, enfrentando en el Congreso a oficialismo y oposición, que ponderan de modo contrapuesto la descalificación judicial de las decisiones mayoritarias (como un desafío a la voluntad popular promovido por quienes pierden una votación en el Parlamento, o como la salvaguarda del Estado de derecho frente a la decisión temeraria de una mayoría circunstancial,
respectivamente) sino que también se visualiza dentro del propio Poder Judicial,
distinguiéndose entre quienes bregan por el “viejo profesionalismo” y quienes militan por un rol más “activo y comprometido”. (...)
Los extremos del “juez-ventrílocuo” y del “juez-librepensador” no son compatibles ni con el principio de división de poderes ni con el de soberanía popular. Clarificar cual debe ser el rol del Poder Judicial en las democracias actuales resulta fundamental. Para ello es necesario: a) afirmar el carácter de Poder del Estado (y no de contra-poder) del Judicial; b) debatir socialmente sobre el status del juez (su forma de elección, las garantías de su autonomía funcional, los alcances y límites de su activismo, etc.); c) comprometer a la sociedad en las cuestiones judiciales, implementando –en los países en los que está previsto hacerlo, pero aún no se lo ha hecho, como la Argentina– el juicio por jurados (Rosatti, Horacio, Tratado de Derecho Constitucional, Editorial Rubinzal-Culzoni, 2011, tomo II, sexta parte, sección IV, Capítulo 1).
En efecto, tres cláusulas constitucionales (artículos 24, 75 incisos 12 y 118) imponen al Juicio por jurados en la Argentina (el artículo 24 dispone que “el Congreso promoverá la reforma de la actual legislación en todos sus ramos y el establecimiento del juicio por jurados”.
El artículo 75 inciso 12 (in fine) sostiene que “Corresponde al Congreso… dictar las leyes que requiera el establecimiento del Juicio por jurados”; y el artículo 118 declara que “todos los juicios criminales ordinarios, que no se deriven del derecho de acusación concedido a la Cámara de
Diputados se terminarán por jurados, luego que se establezca en la República esta institución. (...)”, pero pese al claro (y reiterado) mandato constitucional, vigente desde 1853, la institución aun no se ha implementado a nivel federal en el país. Los argumentos de la negación son conocidos:
que su implementación es costosa,
que es una institución propia del mundo jurídico y cultural anglosajón,
que el pueblo no está preparado culturalmente para juzgar,
que es influenciable por los medios de comunicación,
que carece del discernimiento jurídico para ponderar sobre la culpabilidad o inocencia porque no comprende la criminalidad de los actos.
Todos los argumentos de cargo se muestran endebles:
su implementación puede ser gradual o escalonada;
rige en Brasil y Panamá (que no tienen raíces culturales anglosajonas);
si los constituyentes argentinos consideraron que el pueblo estaba preparado en 1853, cuando incorporaron la institución en la Constitución Nacional y la mayoría de la población era analfabeta, ¿cuándo diremos que está preparado?;
si es cierto que el pueblo es influenciable por las mass media no es menos cierto que los jueces profesionales también; y,
en cuanto a la comprensión de la criminalidad de los actos ajenos, si el pueblo carece de ella –porque es un saber propio de la dogmática penal y sólo se adquiere en la universidad– entonces tampoco la tiene para ser juzgado, con lo cual el derecho penal no podría serle aplicado, quedando reservado para ser aplicado por y para los abogados. Un dislate.
En nuestro criterio, en el juicio por jurados los representantes del saber técnico se encargan de controlar que el camino hacia la decisión se encuentre balizado conforme a reglas procesales previas y precisas (debido proceso adjetivo), y los representantes de la opinión popular se encargan deconstruir una conclusión sensata sobre la base del sentido común (debido proceso sustantivo).