Frases. Frases filosóficas. Textos diseccionados que en su quebranto fabrican un lugar común. La filosofía contra el sentido común sin embargo se presenta en la repetición despojada de frases masivas. Frases recordadas por todos que parecen traicionar la problematización filosófica: ¿o no es una frase casi un jingle, una etiqueta, un sobrecito de azúcar, un tuit? ¿Y no es la filosofía exactamente lo contrario a aquello que privilegia un formato, un ritmo, una experiencia estética? ¿No tiene la filosofía la intención de desestabilizar toda comodidad, todo bienestar, toda comprensión inmediata? ¿No se trata de una práctica emancipatoria que resquebraja toda industrialización del pensamiento? ¿Y no son las frases filosóficas, en su formato, industria pura?
Sí y no. Está claro que el quedarse solamente con la frase carece absolutamente de apuesta crítica. ¿Pero qué sería quedarse con la frase? ¿Reducir todo el pensamiento cartesiano a “pienso, luego existo”, o el nietzscheano a “Dios ha muerto”? ¿Y qué sería reducir? ¿Suponer que estos y otros pensadores solamente sostuvieron alguna que otra idea y no inmiscuirse en un desarrollo más extensivo del resto de su obra? Está claro que toda reducción es opuesta al intento filosófico de abrir los conceptos y generar recorridos diversos, pero en ese sentido ¿no habría también reduccionismo cuando en una clase se desiste del acontecimiento filosófico en pos de la repetición de nombres, citas, fechas, o de la destreza en hallar el comentario del comentario del comentario?
De nuevo, ¿qué significa quedarse? No creemos que el problema sea hermenéutico, esto es, acerca de cómo interpretar cada frase, sino de crear las condiciones para que cada frase posibilite una multiplicidad de interpretaciones diversas. El problema de la frase es que cierre la oportunidad del cuestionamiento, del mismo modo como nos cierra un concepto naturalizado en nuestro dispositivo social, o como hay zonas de la existencia que suponemos que no vale la pena poner en cuestión, o como cuando asumimos como propias las ideas, prácticas y valores que otros necesitan que creamos.
Es cierto que la elaboración de un listado con las frases filosóficas más conocidas de la historia parecería estar reproduciendo lo mismo que la filosofía se supone que cuestiona. No tanto en su contenido sino en sus formas: cuánto se dispone en la necesidad de listados para ordenar la vida, o cómo la subjetividad va incorporando jerarquías, competencias, eficacias.
Nunca lo que importa es el contenido de esa lista, ya sean frases, canciones, jugadores de fútbol, deseos de cumpleaños, o nombres de amores, sino el que haya listas, la “listificación” general de la existencia. Después da igual con qué las rellenemos mientras no se visibilice el contorno y sobre todo mientras no se visibilice que ese contorno es uno más y que podría haber otros que dispusieran órdenes muy diferentes.
Pero también es cierto que las frases filosóficas lejos están de producir un aquietamiento, ya que su formulación provoca como mínimo cierto extrañamiento inicial. No se puede permanecer indiferente ante la frase “Solo sé que no sé nada”. Convoca. ¿Al final, sé o no sé? La sola presencia de la frase dispara un juego de palabras que es siempre un juego del pensamiento, que es siempre un juego que, como todo juego, emancipa al sentido común de su dirección unilineal. La frase provoca un efecto, inspira a la pregunta y en ese acto algo de la filosofía acaece. O la frase de Derrida: “Nada hay fuera del texto”. Imposible, no puede ser cierto que solo exista el lenguaje, y sin embargo, no hay otro modo de relacionarnos con las cosas sino a través de los signos. Entonces ya el gesto, la necesidad de comprender lo inverosímil de la frase, su desfachatez, incluso su estupidez (en el sentido por el cual estúpido se asocia etimológicamente a estupefacto y por lo tanto a estudio: estudiar demasiado estupidiza ya que nos coloca en una distancia polémica con el sentido común), y avanzar hacia la pregunta: ¿por qué?, ¿qué quiso decir?, nunca lo había pensado de ese modo.
Así, las frases filosóficas parecen comulgar una situación aparentemente paradójica: lo masivo en este caso podría verse animado a un pliegue que lo saque de sus lugares habituales. Diríamos que es hasta una exigencia política poder escabullirnos de una realidad binaria que, por un lado, condena lo masivo a la reproducción del sentido común y, por otro lado, resguarda las prácticas filosóficas tradicionales de toda impureza. Un mundo dual ha sido siempre una gran escapada farmacológica. Recuerdo siempre el primer Manual de filosofía que tuve entre manos con un epígrafe que más o menos decía que, aunque todos poseamos capacidad racional, no todos podíamos hacer filosofía. Aquí partimos exactamente de la condición inversa, recuperando la convicción socrática: todos podemos hacer filosofía aunque no lo sepamos. O muchas veces en ciertos razonamientos, en determinado tipo de análisis o de interrogación, todos estamos haciendo filosofía aunque en el momento no nos demos cuenta.
Por eso, quedarse con la frase puede también significar el que la frase, con su simpatía, su ritmo, su eficiencia retórica, su contundencia, comience a desparramarse por las neuronas para contaminarnos. Es cierto que hay algunas más incisivas que otras, pero también es cierto que hay lectores más proclives que otros, o realidades sociales más impactables que otras. Entendemos que lo más interesante de los listados es hacerlos explotar, evidenciar su contingencia. Debe haber alguna razón debidamente fundamentada para haber elegido estas 11 frases y no otras, ¿no? A ver, explicite…Sí y no. Todo listado es arbitrario. No hay ninguna razón objetiva, salvo el que entendemos que son frases significativas de algún aspecto de la obra de algún filósofo. Luego, seleccionamos. Obviamente son frases reconocidas masivamente, aunque en algunos casos no sea la frase de mayor alcance del pensador en cuestión: hay frases de Marx más difundidas que “Todo lo sólido se desvanece en el aire” o que la atribuida a Aristóteles sobre la amistad.
Es más, tenemos un listado de muchas otras frases que fueron quedando en el camino. ¿Habrá alguna cuya ausencia nos resulte imperdonable? También el listado tuvo que lidiar con otras fronteras: la del género literario (con la consabida polémica acerca del canon filosófico: ¿podría haber entrado Jorge Luis Borges, Franz Kafka o las variadas e incisivas frases de muchísimas películas?), la de representar del modo más equilibrado diferentes épocas filosóficas (vicio de docente: un listado cronológico que cubra todos los tiempos), la de ser frases originales (aquí ampliamos el horizonte a frases propias, atribuidas o confundidas). Fronteras que en algunos casos traspasamos y en otros no, aunque hay un aspecto fronterizo sobre el que tomamos partido: nos importa la frase y no el autor. O sea, nos importa solo el autor en tanto nos ayuda a abrir nuevas ideas sobre lo que la frase convoca. Pero nuestro propósito es la frase. No es éste un análisis sociológico sobre las condiciones de producción de un libro sino al contrario: desarmamos el libro para quedarnos con la frase y ver qué nos abre. El libro tiene varios registros. Intentamos poner en juego todo aquello que nos atraviesa cuando hacemos filosofía. Las frases se van imbricando con la deriva de un personaje que se ve obligado a escapar a partir de un suceso fundante. Tal vez toda la filosofía no sea más que un escape permanente, donde, cada vez que alcanzamos algún tipo de comodidad, suena alguna alarma y el cuerpo reemprende retiradas. Es que escapar no es ir para adelante sino retirarse. ¿De qué nos retiramos? ¿De qué escapamos? Si la respuesta rápida es “de la muerte”, la contrarrespuesta es aún más veloz, ya que todos sabemos que es una huida sin sentido. En todo caso, solo con dar vuelta el imperativo que incesantemente nos machaca en la necesidad de creer que hay un sentido de la vida comenzamos la marcha. Reaccionamos. Frente a lo dado, reaccionamos. Y siempre, antes, se encuentra lo dado. Nada empieza desde cero. Siempre hay algo previo frente a lo que respondemos. Pero lo previo viene con un orden. Tal vez estemos escapando de un orden para después escapar del siguiente, y la filosofía no sea más que ese permanente estado de huida infinita.
Nuestro personaje huye por la Ciudad de Buenos Aires. Está angustiado. No importa nunca el origen concreto de la angustia existencial porque lo propio de la angustia es que nada de lo concreto le cierra. Y sin embargo, desde la cotidianeidad más cercana se promueve la pregunta. Por algún motivo que nunca importa él aleatoriamente estaba allí y aleatoriamente tuvo que huir. Podría haber escapado en cualquier otro sitio que no fuese la Ciudad de Buenos Aires. Pero la filosofía es una tensión creativa entre lo local y lo universal, entre lo territorial y lo ilimitado. No creemos en filosofías nacionales, pero al mismo tiempo entendemos que no hay categoría filosófica que no se encuentre situada. Por eso, ésta es la deriva de alguien que puede ir desgranando frases filosóficas en el subte D, en una pizzería, en el cementerio de la Chacarita, a través de la General Paz o en una plaza en Villa Urquiza. Alguien cuya problemática ontológica se desvive arrojada en la historia de la Argentina reciente. Dice Roberto Espósito que lo que tiene de propia la filosofía italiana es que siempre buscó desapropiarse. ¿Qué tendrá de propia una filosofía argentina que no recaiga en esencialismos?
Hacemos filosofía desde la ficción, pero también hacemos filosofía en sentido tradicional. Analizamos las frases, las explicamos, las argumentamos y las contraargumentamos, intentamos comprender contextos y textos, pero sobre todo habilitamos los contrastes que las frases generan. Contrastes que en general marcan dos posiciones bastante divergentes, que terminan sucumbiendo frente a la irrupción de una terca posición. Siempre hay un otro. Un otro del otro que no es el otro, esto es, del otro que el pensamiento binario constituye como tal. Aquí no hay superación dialéctica sino deconstrucción. El tercero siempre intenta la deconstrucción para que el dispositivo se desarme. Estas tres posiciones dialogan entre sí a lo largo de todo el libro, casi como si estuviéramos abriendo nuestro ser en sus permanentes sacadas de quicio. El libro está intervenido incesantemente por un diálogo de a tres, casi como si la interioridad se plasmase en sus conflictos constantes. ¿Interioridad? Aquí adentro habitan muchos. Y en conflicto. Y ni siquiera adentro.
Es por eso que apostamos por una filosofía obstinada en romper un binario que no es más que un monólogo creando su propia sombra. Pero los fantasmas disuelven la divisoria entre la sombra y la luz. Un fantasma no es un ser humano que no termina el proceso de la muerte o alguien muerto que busca denodadamente reincorporarse a esta vida. Esas son definiciones que no pueden escapar al binario y conciben la vida y la muerte como dos momentos estáticos y cerrados. El fantasma molesta y aterra porque deconstruye todo binomio y demuestra la contaminación impura entre ambos polos, esto es que no somos más que fantasmas: es solo cuestión de grados.
Este libro está poblado de fantasmas. De individuos, de ciudadanos, de olvidados. De una sociedad fantasma: de derechos, de exclusiones, de violencias. Nadie habla desde ningún lugar y nada no proviene de ningún lado. Pero no hay causas sino huellas. Lo dado es siempre una huella y, frente a ella, los fantasmas dejan sus propias huellas. Las frases también son huellas que dejan huellas. No somos más que huellas. O sea, la presencia como ausencia. O sea, escape.