DOMINGO
libro

¿Qué país queremos?

Argentina y las repeticiones cíclicas.

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Politeia de ediciones Godot es un libro póstumo de Federico Delgado donde buscar entender los problemas eternos de la Argentina y cómo por la pérdida de legitimidad política y la bronca se atraen las soluciones rápidas y sencillas. | JUAN SALATINO

Por momentos, en la Argentina estamos condenados a las repeticiones eternas. Cambian las máscaras, a veces también los actores, pero no determinados comportamientos. Estos, que de alguna manera se imponen a las personas, son los engranajes de una suerte de máquina que se volvió autónoma y parece actuar por encima y más allá de los argentinos.

Una máquina que nos hace decir que “esto no cambia más”, que “los argentinos somos así” y que hay que bajar la cabeza y tirar para adelante porque “las cosas siempre fueron iguales”.

Pienso en la inflación, en el aumento de la pobreza, en los déficits de infraestructura, en la decadencia de la educación, en los problemas con el sistema judicial, en la corrupción general, en la inseguridad, en los bajos salarios, en la economía informal, en la inequidad tributaria, en la fragmentación social, en la corrupción, en la deuda externa. La lista podría ser inagotable. Estos fenómenos nos condenaron a pensar solo en sobrevivir al día a día y, en consecuencia, nos privaron y nos privan de pensar en el futuro, de proyectarnos sobre una idea y de arrojarnos hacia ella. Nos privaron y aún nos privan de aspirar a tener una buena vida. De alguna manera, generan la falsa sensación de que las cosas son irreversibles.

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Recordemos a Neo, el protagonista de Matrix, que debía elegir entre una pastilla azul y una roja. La azul prolonga el estado de las cosas. La roja, en cambio, puede cambiar la realidad.

Este libro está enmarcado en esa metáfora, que utilizo para analizar el modo en que se ha sedimentado una forma de ejercicio del poder político en la Argentina. Más allá de las coaliciones que ocasionalmente ocupan los roles de gobierno, siempre nos sentimos condenados a la repetición. Esta es la pastilla azul.

Pero también voy a plantear que está en nuestras manos desenredar esa madeja que constriñe la potencia de las grandes mayorías. Hablaré, por lo tanto, sobre la posibilidad de generar nuevos escenarios desde los cuales pensar ejercicios diferentes del poder político. Si lo logro, se verá con mucha claridad que la condena no existe, que vivir de otro modo es posible, que para ello no hacen falta grandes traumas sociales sino tomar algunas decisiones atadas a una idea diferente de sociedad, a sueños grandes, pero alcanzables. Estas decisiones quizá no tengan la capacidad de llamar la atención pública pero, en cambio, tal vez sean capaces de transformar la realidad desde nuevas bases. Esta es la perspectiva de la pastilla roja.

La pastilla azul, la de la permanencia, es la concepción científica de la política, que no es otra que la del liberalismo político.

Sin embargo, no es el liberalismo político en sí mismo el problema, sino la forma en que ese liberalismo fue recibido en estas tierras. Es decir, su imbricación con formas culturales muy específicas. Desde mi punto de vista, allí está la clave de que en nuestro país las mayorías no logren tener una buena vida. Transformar la perspectiva liberal –es decir, dejar de consumir la pastilla azul– es un imperativo moral que se completa con la decisión firme de tomar la pastilla roja, que contiene como principio activo la milenaria tradición republicana y democrática.

Recordemos que, de acuerdo con las constituciones de Occidente, todos deberíamos tener una vida relativamente buena y feliz. Y, de hecho, la tradición republicana pivotea sobre dos grandes principios que deberían generan las condiciones para que la vida del hombre de carne y hueso sea como las constituciones occidentales la describen: garantizar a todos el derecho a la existencia y conseguir la extensión universal del derecho de propiedad. Juntos hacen posible una concepción diferente de la libertad. Esta se define por no reconocer otro señorío que el de la ley, entendida como expresión de la voluntad común, y que no acepta siquiera la posibilidad de una interferencia externa. Se distingue así de la concepción liberal de la libertad, concebida en términos negativos frente a los demás.

La pastilla roja contiene el principio activo del cambio. Los elementos que la componen no son externos al mundo, no están fuera de la historia. Yacen en el interior de cada persona, son parte constitutiva de la condición humana. Dios, o la naturaleza, nos dotó de razón. A la par, nos hizo criaturas débiles para otras cosas. No toleramos el frío sin abrigos o el calor sin la sombra de los árboles, por ejemplo; no tenemos velocidad para huir de los depredadores, ni fuerza física suficiente para vencerlos. Pero Dios, o la naturaleza, nos hizo naturalmente sociables para paliar nuestras debilidades. Esta es una gran diferencia, porque los humanos tendemos a asociarnos para hacer posible el milagro de sobrevivir y vivir la vida en común, aun en medio de la discordia constante o potencial.

Kant sostenía que el antagonismo era la fuente de desarrollo de las disposiciones del hombre y la causa de los órdenes legales, específicamente por lo que llamaba “insociable sociabilidad” de los hombres. Esto es, la inclinación natural a formar una sociedad que convive con la amenaza de disolverla. Pero es la misma sociabilidad la que nos vuelve perfectibles. En palabras de Rousseau, “existe una cualidad muy específica que los distingue [a los hombres]... y ella es la facultad de perfeccionarse; facultad que, con ayuda de las circunstancias, desarrolla sucesivamente todas las demás...”. Esto es genial. Los humanos modificamos nuestra forma de vida en la intersubjetividad. Es decir, afectándonos con los semejantes.

Gracias al rasgo de la sociabilidad, tendemos a juntarnos con otros. También tendemos a tomar productos de la naturaleza, transformarlos e intercambiarlos para poder garantizar nuestra existencia. Los seres humanos también nos organizamos naturalmente para vivir en común, bajo algunas reglas establecidas por acuerdo. Sin los demás no podemos lograrlo. Pero tampoco nos gusta someternos a nadie. Por eso nos servimos de sistemas de reglas basadas en nuestro consentimiento. Se trata de crear las condiciones para que los más fuertes no sometan a los más débiles. Sin embargo, a veces un conjunto de reglas, por más perfectas que sean, no alcanza. Es preciso también crear algunas condiciones básicas como sustrato para vivir juntos en una comunidad. Por esa razón nos servimos, además de las leyes, de algunas disposiciones institucionales que las complementan. De ello va la pastilla roja.

Sin embargo, los argentinos consumimos la pastilla azul. Sus principios activos van en contra de las disposiciones de la condición humana. Sus efectos, o sus posibilidades de hacerse reales, lo revelan con claridad. No obstante, el paradigma de la pastilla azul se nos impone y la realidad se nos presenta como un conjunto de hechos consumados. Veamos algunos ejemplos.

Desconfiamos de los demás. Vivimos en una competencia destructiva latente (y a veces permanente) con otras personas. Nos aprovechamos o sufrimos las asimetrías de poder. Asignamos dispensas morales a los amigos y exigimos una severa aplicación de la ley con los que no lo son. Trazamos fronteras artificiales para dividir la vida en pública y privada, aunque la vida es una.

Esta es una escisión más profunda que separar las esferas públicas –como puede ser una instancia de diálogo colectivo– de los tópicos de la vida privada, como los hábitos de vida en el hogar. Es distinto porque fija las fronteras de lo que se puede modificar y lo que no. Es en definitiva la base real que hace posible la gobernanza de la pastilla azul. Sirve, en la práctica, para preservar las bases de una forma remunerativa de ejercer el poder, común para pocos y hostil para muchos. Es la fuente de las malas condiciones de vida. Pensemos en aquellos temas que está prohibido problematizar porque “atentan contra la seguridad jurídica”; por ejemplo, un caso de manual, el de la estructura tributaria. Las prohibiciones se extienden a muchos otros sitios, como el reconocimiento de derechos a minorías.

Cuando se acepta la división del mundo social en dos partes, se cristalizan los cimientos de las sociedades desiguales, porque los aspectos “privados” aparecen sustraídos a la discusión de los ciudadanos pese a que, irónicamente, solo los ciudadanos son protagonistas de la vida política en la sociedad. Las cláusulas de la Constitución, por ejemplo, son generales y las pujas políticas, atravesadas por intereses diferentes, se dan en torno a la redacción de las leyes que las reglamentan. Por lo tanto, quien consigue imponer una determinada reglamentación en general se lleva consigo mayores beneficios. Pero la división del mundo social en público y privado también alcanza a la organización del hogar. A veces ello permite brutales situaciones de violencia también sustraídas a la posibilidad de la regulación pública. Incluso alcanza en ciertas oportunidades a la esfera de los contratos comerciales, dando lugar a que asimetrías de poder entre los contratantes permanezcan veladas por la “naturaleza privada” del vínculo. Se me viene a la mente el ciudadano de a pie que firma un contrato con un banco comercial con el que no puede discutir siquiera el lugar donde debe firmar. Quien consigue colocar algún interés en la parte privada de la división también obtiene altas chances de que ello no ingrese a la arena pública, porque no se puede “politizar”.

De este modo, dentro de la gran bolsa de la “parte privada de la vida” yacen los eslabones centrales de la gran cadena de arbitrariedad que sostiene los efectos de la pastilla azul. Así, lo que se denomina “vida pública” es por definición un campo de discusión limitado en un doble sentido. Es limitado en cuanto a los temas, porque solo se puede discutir lo que no es privado. También es limitado en cuanto a quiénes pueden discutir, porque no todo el mundo está en condiciones de participar de las actividades comunitarias. Algunos, por ejemplo, tienen que dedicarse a cosas tan privadas como conseguir la manutención y, en consecuencia, carecen de chances de participar de lo público. La cuestión nodal es: ¿quién define y traza la frontera entre lo que es público y privado? En general, dicha formulación permanece en manos de élites políticas y económicas. Entre las prioridades de su agenda no está la de extender al máximo los derechos que contiene la Constitución. La división “público” y “privado”, entonces, es un problema para quienes no consumen la pastilla azul.

Esta separación nos obliga a soportar malas condiciones de vida, precisamente porque no podemos debatirlas con los demás. 

Debatirlas no significa sentarse en un café con amigos a conversar y transformar el mundo desde un plano meramente discursivo. Debatirlas supone crear mediaciones institucionales capaces de incidir en estos asuntos, siempre con el mismo horizonte normativo; es decir, hacer efectivos los derechos constitucionales y extenderlos al máximo de ciudadanos posible. Debatir significa que la ley podría quebrar los eslabones de la cadena que envuelve los “asuntos privados” para colocarlos en la arena pública y someterlos a las decisiones colectivas. Específicamente, porque una ley es la traducción institucional de acuerdos entre ciudadanos que deciden incidir sobre la realidad.

Debatir es también una gimnasia política. Entrena a los ciudadanos, los vuelve más atléticos para fomentar las discusiones y las consecuentes intervenciones en otras esferas del mundo social. Por ejemplo, la cuestión de la vivienda, la oferta y demanda de trabajo y las relaciones de vecindad. Todo ello se presenta generalmente como un conjunto de aspectos individuales e incompatibles con el debate público, puesto que suponen avances sobre la vida privada. Pero en esas dimensiones reservadas a la vida privada se asientan los cimientos de las malas experiencias de la vida real. Por ello, en el diccionario de los devotos de la pastilla azul no aparece la palabra debate en este sentido.

Insisto: los asuntos privados son los cimientos que definen la vida pública. Peor aún, creemos que efectivamente son privados, aceptamos esa clasificación, por ello repetimos acciones que nos llevan al mismo resultado. Por ejemplo, frente al problema de los aumentos de precios echamos mano a los congelamientos gubernamentales. Eso porque, algunos dicen y otros aceptamos, estudiar las causas más profundas de los aumentos podría llevar a que el Estado se inmiscuyera en las decisiones privadas de los protagonistas de las cadenas de valor. En este caso concreto, por ejemplo, renunciamos a crear dispositivos institucionales que no fomenten la codicia.

Lo relevante, entonces, es que mantenemos aquella fatal división aunque los resultados se repiten. Nos comportamos de forma egoísta, percibimos a los demás como una amenaza latente.

Toleramos que algunos grupos sociales se autodefinan como expertos y tomen decisiones por nosotros sin que podamos consultarlos antes o confrontarlos después. Emitimos pagarés en blanco, esa es la verdad: nos tragamos la pastilla azul.

Pero ¿tiene algo que ver esto con la forma de definir la política? ¿Qué relación tiene esa definición con las píldoras azules y rojas? Por supuesto que hay una relación profunda, pero a condición de ser muy precisos con la definición de la palabra política. La política aquí no tiene que ver con los partidos políticos, con las competencias electorales, con la profesión política y con las derivaciones que popularmente asocian la política con las actividades de quienes se presentan como representantes del pueblo en las democracias liberales. La política, dicho rápidamente, debe entenderse como la práctica consciente de los hombres para construir intersubjetivamente el mundo de la vida. Este sentido de la palabra es exactamente el contrario al que consumimos junto con la pastilla azul, que es la que permite, como decía Georg Lukács, que de manera intencional hagamos cosas que no sabemos bien qué son. Y, agrego yo, en ese no saber qué son se ampara este mundo tan hostil.

Aquí, entonces, entendemos por política las prácticas de los sujetos, como el desarrollo de nuestros planes de vida en la polis, de las acciones por las cuales nos vamos creando a nosotros mismos a lo largo de nuestras vidas. La política, en esta mirada, debe entenderse como una herramienta de diseño y de transformación de una cultura material compartida. Se refiere a las formas por las que colectivamente creamos un mundo de la vida, un sentido común. La política aquí es entendida como el cemento que hace posible articular la vida en común. La política vive en la pastilla roja. Así concebida, la política tiene la capacidad de establecer normas que generen las condiciones para que podamos organizar el hogar, elegir trabajos y definir pautas de funcionamiento comunitario sin temer a un tercero o sin tener que pedir permiso. En ese sentido, es la herramienta para construir los cimientos y el diseño de nuestra vida en común, y crear las condiciones para la autorrealización del sujeto. Esta autorrealización es la causa de la prosperidad colectiva. Entonces, ¿quién hace la política? Los hombres y las mujeres que integran la sociedad.

Es tiempo de plantear con más rigurosidad la concepción científica de la política, que integra los contenidos de la pastilla azul. Esta concepción reserva la política a las élites, bajo una racionalidad del saber. Se la define como una técnica para la administración de los asuntos públicos. Así, los hombres y las mujeres que integran la sociedad hacen una política limitada, mientras que las élites tendrían el respaldo de algunos saberes que las hacen capaces de administrar nuestros asuntos. Esa asociación entre un grupo social y un saber técnico es central para comprender cómo se les cercenó a las grandes mayorías la oportunidad de opinar y decidir sobre el curso de sus propios planes de vida.

Dicha concepción traza una línea de demarcación entre los expertos –que están preparados para el ejercicio de la función pública– y el resto de los ciudadanos, cuya actividad se ve limitada al momento electoral. Esto quiere decir que unos están preparados para elegir, para competir y ser elegidos y para ocupar los cargos de gobierno, mientras que otros solamente pueden ser electores. Esta decisión de elegir, además, funciona como un cheque en blanco, porque el elegido no tiene que rendir cuentas a quien lo eligió; ¿y por qué lo haría si, después de todo, es el experto?

Una consecuencia de aquella perspectiva es tremenda en términos democráticos: el ejercicio de la soberanía queda recortado a los que saben. Los que no saben solo pueden elegir y en esa elección termina prácticamente su poder político. La gran mayoría de los ciudadanos ve limitada su participación a elegir la oferta que suministra la élite de científicos, que circulan y ofrecen al mercado electoral soluciones a los problemas comunes, anclados en proyectos derivados de sus saberes. Allí se ven con claridad los efectos de la distinción liberal entre la vida privada y la vida pública, porque esta se limita básicamente a los temas que discuten los expertos.

 

☛ Título: Politeia

☛ Autores: Federico Delgado

☛ Editorial: Godot
 

Datos del autor

Federico Delgado (1968-2023) fue fiscal titular ante los Juzgados Nacionales en lo Criminal y Correccional Federal de la Capital Federal.

Fue designado para intervenir en las causas vinculadas con violaciones a los derechos humanos durante el terrorismo de Estado y para cumplir funciones de fiscal general adjunto en la Fiscalía General ante la Cámara Federal de la Capital Federal.

Escribió ensayos y textos sobre filosofía, ciencia política y derecho.