DOMINGO
LIBRO

Sobrevivir a las pantallas: cómo defendernos de la información excesiva

En Intoxicados, Sergio Sinay propone un camino para no perdernos entre los millones de bytes que nos rodean y, además, hacer un uso inteligente de la tecnología.

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Absortos. Dembulan, pero no ven ni toman conciencia de dónde están, de las maravillas naturales o los tesoros culturales o históricos por los que transitan. | cedoc perfil

Llamémoslo X. No viene al caso su sexo ni su género. Es una persona de mediana edad. Desde que se levanta en la mañana hasta que se acuesta en la noche se habrá convertido en una suerte de esponja. Como tal, habrá absorbido imágenes, textos, sonidos que la acribillaron desde diferentes canales: pantallas, paneles callejeros, auriculares, parlantes, voces en directo, voces grabadas, páginas, textos, folletos con fotos, volantes, periódicos, revistas. Todo ese caudal le llegó de manera involuntaria e inconsciente o voluntaria y consciente. Sin haberlo elegido o por elección. Como esponja que es, absorbió todo. Hasta el momento en que finalmente cierre los ojos y se disponga a dormir para ponerle fin a la jornada, habrá recibido cinco mil impactos publicitarios directos o subliminales y un número indeterminado, pero no menor, de lanzazos con noticias no necesariamente publicitarias, aunque esto no se puede afirmar, porque hoy la publicidad está infiltrada en todo y a cada momento, a menudo de manera invasiva, engañosa y perversa. (...)

Millones de X deambulan por el planeta en este mismo momento. Repiten frases sueltas de ese bombardeo por el que fueron impregnados; retienen imágenes que vieron, aunque ya no recuerden dónde ni ligadas a qué; compran lo que no necesitan, convencidos de que es una elección, cuando en realidad están obedeciendo a la programación que un marketing con frecuencia inescrupuloso instaló en ellos y maneja a control remoto. Los miles de millones de X que se dirigen automáticamente a sus destinos laborales, sociales, familiares y demás creen también que eligen libremente sus programas de televisión, sus portales de internet, los objetos que consumen, las bebidas que toman, los alimentos que ingieren, los lugares en donde compran, las modalidades de uso de su tarjeta de crédito, sus destinos de vacaciones, la manera de pagar sus costosísimos pasajes.

Lo creen con la misma convicción con que los walking dead de las series de televisión y películas que cautivan a tantos X se consideran a sí mismos caminantes vivos y hambrientos, y no muertos vivientes sin otro destino que comer cerebros o ser matados una y otra vez. Los X no están, como los walking dead, en las pantallas. Pero viven a través de ellas. Creen que el mundo es lo que les muestran los sitios de noticias. Creen en Google con fe ciega y, si algo está en el buscador, no lo discuten, aunque allí diga que el Sol gira alrededor de la Tierra y que esta es plana. Coleccionan contactos en las redes sociales y creen que son amigos aunque se trate de nombres y perfiles falsos, aunque no se vean nunca, aunque no hayan construido un vínculo real a través de experiencias verdaderas y compartidas, aunque no se dediquen tiempo, presencia ni atención. Compran todo lo que pueden guiados por los mensajes que les llegan con promociones y ofertas nunca chequeadas (para verificar su credibilidad) de artículos o servicios que posiblemente jamás llegarán a usar.
Si están con una persona real, de carne y hueso (con textura, temperatura, emociones, voz y sentimientos), delante de ellos y esa persona es un familiar, pareja, amigo, vecino o cualquier tipo de prójimo encarnado, no lo perciben, no lo registran, porque dan prioridad a la presencia virtual y fantasmagórica que los reclama desde la pantalla desde su Android o de su computadora de última generación. Si los X deambulan por algunos de los bellos lugares de este hermoso planeta, no ven ni toman conciencia de dónde están, de las maravillas naturales o los tesoros culturales o históricos por los que transitan.

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Lo que de veras les importa es acribillarse a sí mismos con selfies. No ven, no oyen, no experimentan, no intercambian, no se cargan de vivencias que los emocionarán durante toda su vida. Se ametrallan con selfies. Lo que importa es la autofoto onanista, la imagen narcisista, no la experiencia humana. Y esa autofoto, rápidamente sumada al torrente de internet, se convertirá en uno más entre los millones de bytes con que los X saturarán de impactos a otros X mientras estos disparan a su vez sobre ellos.

Nunca en toda la historia de la humanidad tantas personas habían recibido tanta información en tan poco tiempo. Sin embargo, fueron aquellas personas “desinformadas” (de acuerdo con los estándares informativos de hoy) quienes se las arreglaron para mantener al mundo funcionando, para incorporarle los elementos que las necesidades humanas requerían: fueron esas personas las que lidiaron con enfermedades hasta vencerlas, las que crearon los antibióticos, las que dieron nacimiento a los barcos, a los aviones, al automóvil, a las comunicaciones inalámbricas, al ferrocarril, a la electricidad, a la imprenta, a la televisión, al cine, a la radio y a tantas cosas que hoy forman parte de la vida cotidiana y son consideradas “naturales”, como si hubiesen sido creadas junto al ser humano, en el mismo momento en que este fue alumbrado.

“Desenchufados” de ese caudal de información abrumadora, los humanos anteriores al presente milenio se valieron de conocimientos y datos necesarios para avanzar en la conformación del mundo tal como lo hemos recibido y como lo conocemos. Acaso su “desinformación” (dicho esto en comparación con la andanada ingobernable de noticias y mensajes que se inyectan hoy en un humano promedio, independientemente de su voluntad o su deseo) haya tenido beneficios secundarios.

Por ejemplo, contar con espacio mental libre para hacerse preguntas, especulaciones, desarrollar ideas, aventurarse al “ensayo y error”, que es la base de todo avance científico o tecnológico real, necesario y fundamentado, algo opuesto a la frívola hiperquinesia que actualmente se suele confundir con progreso tecnológico.
Otro beneficio puede haber sido el de contar con tiempo, tanto cronológico y medible como interno y abstracto, para contemplar el mundo, explorar sus entornos, comunicarse con prójimos y colegas, intercambiar ideas sin fines utilitarios perentorios, desarrollar lo que la filosofía china llama wu wei (o vacío fértil, lapso en el que nada sucede, todo parece cesar y, sin embargo, mucho germina y es fecundado). (...)

Una adicción 2.0
El tiempo, la atención y la energía que demanda la conexión ininterrumpida a fuentes informativas, sumados a la inyección subliminal de datos y estímulos consumistas que un adulto promedio recibe a lo largo de una jornada, tienen efectos que ya resultan inocultables y empiezan a ser considerados como manifestaciones patológicas.

Podemos enumerar algunos a modo ilustrativo:

  1. La necesidad de tener el celular en la mano todo el tiempo (como si este fuera ya una verruga o un tumor del miembro)
  2. El chequeo compulsivo de la pantalla en busca de mensajes de texto o de WhatsApp, así como de mensajes de voz o videos
  3. La incontinencia para disparar minuto a minuto ese mismo tipo de mensajes
  4. Los síndromes de ansiedad aguda cuando una respuesta tarda en llegar o cuando transcurren algunos minutos sin que nada nuevo aparezca en la pantalla
  5. Las decenas de veces por hora que se comprueba la bandeja de entrada del correo electrónico
  6. Los crecientes y alarmantes indicios de sordera que los especialistas encuentran en personas de toda edad (sobre todo jóvenes) a raíz del uso permanente de auriculares, que por otra parte contribuyen al aislamiento y a la pérdida de contacto con el entorno físico y humano
  7. La progresiva pérdida de habilidades de intercambio y socialización con personas reales en situaciones reales
  8. Las crisis de insomnio
  9. Las disfunciones oculares.


Mucha de esta sintomatología podría aplicarse, con ajustes específicos, a diferentes adicciones, desde drogas hasta alcohol, pasando por sexo, comida, compras, juego, etc. No es casualidad. Las nuevas tecnologías, irónicamente llamadas de información y comunicación (TIC), no solo informan menos de lo que se cree y provocan empachos de datos innecesarios y banales, no solo incomunican y aíslan más de lo que comunican (puesto que una cosa es la conexión, fenómeno tecnológico, y otra la comunicación, construcción humana y artesanal), sino que funcionan como detonadores de conductas adictivas que solo necesitaban de un disparador para emerger. Hace ya años, en un libro que recogía sus pensamientos crepusculares sobre el mundo que veía,  el siempre genial, irónico e implacable Charles Bukowski auguraba que no pasaría mucho antes de que los seres humanos comenzaran a nacer sin piernas y con solo dos dedos en la mano, los necesarios para manejar un control remoto o abrir una lata de cerveza, puesto que se habrían convertido en inmensas bolas de carne que rodarían desde el sitio del televisor al de la heladera en un monótono y patético ir y venir pendular que constituiría toda su existencia. Su videncia acertaba en lo esencial; solo habría que corregir la parte del control remoto: hoy el teclado del celular es el que requiere el uso de los únicos dos dedos (el índice como sostén del aparato, el pulgar como pulsador de teclas) funcionales para la vida cotidiana de los X.


Se alardea con que vivimos en el mundo de la información y la sociedad del conocimiento. Más adelante, en estas páginas, me detendré a examinar la exactitud de esos términos que se repiten como mantras y pocas veces se confrontan con la realidad. ¿Es información, es conocimiento lo que el ciudadano (o ciudadana) X absorbe como esponja a lo largo de un día típico de su vida? ¿Esa ingesta indiscriminada de datos, sonidos e imágenes está mejorando su vida, está iluminando el sentido de su existencia? ¿Le proporciona momentos de felicidad, tomando en cuenta que placer, alegría y felicidad no son sinónimos, puesto que el placer navega en la superficie y la felicidad se manifiesta en la profundidad? ¿Profusión de datos equivale a conocimiento? ¿Todo lo que llamamos información realmente lo es? Si se toma en cuenta que, etimológicamente, formatio es un término de origen latino que significa ‘dar forma’ e in, prefijo del mismo origen, indica ‘hacia dentro’, cuesta creer que semejante hojarasca ofrezca como resultado la formación de algo nuevo y sólido en el interior del ser, en lo profundo de él. Más aún cuando el bullicio del torrente informativo anula toda conexión con el silencio necesario del mundo interno. Las preguntas formuladas en el párrafo anterior no tienen respuestas electrónicas, informáticas ni virtuales.

Los nacidos de la nada
Es curioso, mientras tanto, que en la “sociedad de la información” haya prácticamente dos generaciones (los millennials, nacidos entre los 80 y el fin de siglo, y los centennials, nacidos desde el comienzo del siglo en adelante) que carecen de una información elemental o que la desprecian. Con muy escasas y honrosas excepciones, estos individuos suelen ignorar que el mundo existía antes de ellos. Son como comensales que se sientan a la mesa desconociendo que alguien la construyó, que alguien hizo las sillas, que alguien hiló el mantel, que alguien fabricó los cubiertos, que alguien cosechó la vid para el vino o recolectó el agua, que alguien sembró y recogió alimentos que hoy son ingredientes y que alguien tomó a su cargo la alquimia de cocinar lo que ahora comen. Cuando ellos llegaron al mundo ya existían el avión, el barco, el auto, el ferrocarril, la televisión, el cine, la radio, la imprenta, la penicilina, los antibióticos, la telefonía sin hilos, la tinta, el papel y hasta la electricidad, gracias a la cual funcionan los artefactos de los cuales ellos son más prisioneros que usuarios. Ese dato histórico escapa a su interés o su campo de atención. (...)


El mundo no empezó con las nuevas tecnologías y sus aplicaciones, y tomó sus características principales y su identidad sin ellas. Alguien debe explicárselo a los “hiperinformados” de hoy, para que puedan construir una memoria propia, reflexiva, que no esté tercerizada en un cerebro externo llamado Google, manipulador de datos y poco confiable, como se descubre en cuanto el usuario (o rehén) se toma el trabajo de contrastar lo que esa memoria artificial dice.
Quien cree que el mundo empezó con su propia vida no se siente obligado a ejercer un valor moral esencial: la gratitud. Si nada recibió, nada tiene que agradecer a nadie. Y, si no fue depositario de un legado, no creerá que deba legar algo. Y, si nada recibió y nada legará, ¿para qué cuidar, para qué conservar, para qué honrar? Todo es líquido (otra vez Bauman), no se consolida, no permanece, fluye hacia la nada. Es así como estas generaciones truecan su condición de ciudadanos por la de meros consumidores. Consumidores depredadores. (...)

La Argentina desecha unas 80 toneladas de residuos tecnológicos por año

Aunque suelan proclamarse ecologistas, la chatarra electrónica que van dejando tras de sí mientras consumen juguetes tecnológicos (computadoras, celulares, tablets, joysticks, etc.) contamina el planeta con desechos que, al no degradarse, perdurarán más allá de la existencia de la especie humana.
Quienes deberían informarlos de esto que ignoran suelen desertar de la tarea, avergonzados de haber nacido antes de las nuevas tecnologías, de haber estudiado sin internet, de haber vivido y haber cultivado amores y amistades sin celular ni redes sociales, de haberse esforzado para construir esas vidas gracias a las cuales los nuevos consumen y tienen un mundo que transitar.

Quienes desertan son adultos cuyo deber es crear memoria, brindar información real, desplegar paradigmas: son padres, docentes, políticos, intelectuales, son en general quienes deberían actuar como faros, pero apagan sus luces o se mimetizan en un penoso juvenismo tras el que intentan parecer contemporáneos de los nyc (nacidos y criados) tecnológicos.