DOMINGO
libro

“Taylor sí me entiende”

Las fans y su identificación con la cantante.

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En Ayer soñé con Taylor, José Bellas y Paz Azcárate reconstruyen a través de más de cien testimonios y vivencias el mundo swiftie. | JUAN SALATINO

Desafiaron a la fila virtual armando equipos de personas que se conectaron durante más de diez horas y consiguieron tickets, orquestaron una logística exigente entre más de cien personas para cuidar un campamento que deberá durar ciento cincuenta días, pero aún no lograron resolver un tema central de su nueva forma de vida: cómo mantener el colchón libre de humedad. En eso está el campamento swiftie en las inmediaciones de la cancha de River, un sábado a la tarde del invierno porteño. Tres chicas de unos veinte años sacan el colchón de la carpa, lo sacuden, lo apoyan contra las rejas del estadio más grande de Sudamérica y comentan con preocupación el pronóstico de los próximos días (no es bueno, volverá a llover).

En un rincón de ese acampe, Camila (18) está fumando un cigarrillo, envuelta en un canguro blanco de Walls (también por Louis Tomlinson algunas de estas chicas acamparon en marzo de 2022), a la espera de que un par de piezas se acomoden y se habilite el almuerzo alrededor de las cuatro de la tarde.

¿No es demasiada anticipación para instalarse en las puertas de un estadio? Quizás sí. Especialmente para Camila, que de todos modos compró un pase vip que le permitirá entrar tres horas antes que el resto del público. ¿No temen que el show se cancele? Definitivamente. Éste y otros miedos similares aparecen con bastante recurrencia en sus sueños. ¿Qué las valida, efectivamente, como las primeras en la fila? Absolutamente nada. ¿Entonces vale la pena acampar todo este tiempo para poder estar al borde del escenario que va a pisar Taylor Swift cuando The Eras Tour llegue a Buenos Aires? “Taylor hizo cosas por nosotras, que ella no se imagina”, dice Camila. “Dormir en una carpa cinco meses no es nada en comparación”.

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El campamento en las puertas del estadio de River empezó el martes 6 de junio, cuando las entradas para las tres fechas de Taylor Swift en Buenos Aires salieron a la venta. Camila, que nunca antes había dormido en una carpa a la intemperie, preguntó en Twitter si alguien podía prestarle una.

Le respondieron que la organización de ese acampe ya estaba en curso y la sumaron a un chat de WhatsApp. Desde ese momento, el grupo llamó la atención de algunos empleados de seguridad de River, que informalmente las tienen en su radar y que de manera ocasional pasan a preguntar cómo están. También llamaron la atención de los vecinos de Núñez.

A pocas horas de que comenzara ese acampe, llegaron móviles de radio, televisión y canales de streaming, que para Camila tenían menos preguntas que certezas sobre lo que editorializaron como “La fiebre swiftie”. Aparecían en cualquier momento del día con la cámara directamente prendida. Les preguntaban si trabajaban, si no deberían estar estudiando, a quién iban a votar en las próximas elecciones. Montaban su imagen sobre zócalos irónicos y comentaban con sorna su decisión de acampar para estar más cerca de la artista que idolatran. Por eso, el grupo decidió no dar más notas y volverse hermético sobre sus actividades. Y por eso, también, Camila pide aparecer con otro nombre en este libro.

Esta peregrinación que no se traslada, tampoco improvisa. Cada una de las carpas tiene una fila de cincuenta personas que se organizan en turnos para quedarse en River. Es una presencia voluntaria, aunque hay que cubrir al menos diecisiete horas al mes que se van registrando en una planilla. En los primeros treinta días, Camila lleva sumadas unas cuarenta. Cuando llegue el día del show, la fila se organizará de acuerdo con la cantidad de horas que cada persona acumuló: quien más horas tenga, más cerca estará de la valla que separa al público del escenario. Hay un grupo de WhatsApp para ofrecerse a cubrir turnos y otro para cuestiones de mantenimiento y limpieza. Para pasar la noche en la puerta del estadio, intentan que haya al menos tres personas porque la idea es que las carpas nunca queden solas. Esto tiene que ver con cuidar las pertenencias de las acampantes, pero también con el hecho de que, pocos días después de que ellas se instalaran en el lugar, un hombre puso otra carpa junto a la de ellas. Él no quiso dar explicaciones y su presencia, en principio, las puso en alerta, pero con el paso de los días empezaron a pensar que es posible que esté intentando guardar un lugar en la fila para vendérselo a otros fanáticos más cerca de la fecha del show. En cualquier caso, la presencia de este desconocido cerca de sus carpas generó, en principio, una sensación de alerta. Si bien son intransigentes con la regla de ser al menos tres personas, la logística no siempre funciona como se plantea. Esto falló, de hecho, una noche que le tocó hacer guardia a Camila.

Ya estaba camino al Monumental desde su casa en Quilmes. Había tomado el primer colectivo y el tren. Cuando esperaba para encarar la tercera parte del viaje hacia la cancha, una de sus compañeras se bajó de la guardia. Mucho más tarde, ya de noche, se dio cuenta de que la segunda nunca iba a aparecer.

Al principio intentó distraerse. Leyó para las dos materias que le quedaron pendientes en el último año de la escuela. Más tarde se puso nerviosa, tenía miedo. Empezó a jugar jueguitos en el celular hasta que la batería del teléfono la abandonó. Cruzó a la estación de servicio que está justo en la esquina. Usó el baño, cargó el celular y volvió. No pegó un ojo en toda la noche, pero se agarró de esa premisa compartida en el mundo swiftie que dice que para cada momento de la vida hay una canción de Taylor y pensó que la de este momento podía ser “The Archer”.

La mamá de Camila nunca se enteró de que su hija de dieciocho años pasó la noche sola en una vereda de Núñez. “Es una de las tres cosas que me puso como condición cuando le dije que iba a acampar a River, que siempre esté acompañada”, dice. Las otras dos que negoció: colaborar con las tareas de la casa y rendir las dos materias que debe de la escuela –después de haberse quedado libre en 2022, como parte de un cuadro de salud que la tenía desmotivada y con fobia social−, para estudiar Psicología en la Universidad de La Plata en 2024. Al margen de las negociaciones, Camila dice que su mamá es, de todas las personas que no son swifties, la que mejor entiende su fanatismo. “Siempre me habla de cómo, cuando era chica, se sentaba a bancar que en la radio pusieran ‘Green Day’”, dice. “Podía estar horas esperando”. Camila y su mamá tienen la complicidad y la autocrítica generacional suficiente como para reírse de la manera en la que una podía sentarse a esperar un largo rato hasta escuchar la voz de Billie Joe Armstrong en un aparato, mientras la otra paga más para esperar menos. Aunque, hay que decirlo, tiene el temple suficiente para invertir cinco meses de energía en un show que durará poco más de tres horas.

Camila sueña mucho con ese show. Sueña, sobre todo, que se lo pierde. Que entra al Monumental y que ya terminó, que todos se fueron. Que llega el día equivocado o que la fecha se cancela. Otras veces sueña que va con su exnovia a verlo, pero que no es realmente el Monumental, sino el patio de su colegio. Esta sensación de cercanía, de llevar a su ídola a situaciones mundanas, es frecuente en los sueños que recopila este libro. Quizás por eso, en muchos relatos, Taylor habla español con acento argentino o directamente tiene la cadencia cordobesa de la adolescente que la sueña. Por eso Taylor puede aparecer en un sueño que transcurre en la cancha de Instituto Atlético Central Córdoba, caminar por un pueblito de Tucumán como si fuera una vecina más o tener una cita con un militante en una Unidad Básica. Todos estos sueños parecen decir: Taylor sí me entiende.

¿Pero qué es lo que entiende Taylor? Para cada quien es algo distinto. A Camila le llamó particularmente la atención la forma en la que Taylor puede abrirse sobre sus inseguridades. “Ella cuenta en sus letras y mejor que nadie, con mucha claridad, lo que le puede pasar a una chica cuando se mira en el espejo o en una foto, incluso siendo ella, luciendo como ella”, dice. Si esta sensibilidad, bien conectada con la de una o dos generaciones de chicas de alrededor de todo el mundo la hace sobresalir como cantautora, su historia personal sea quizás el rayo swiftificador final. Haber sido testigos de cómo Taylor convirtió las agresiones de Kanye West en uno de sus mejores álbumes, superó sus trastornos alimenticios y sorteó las restricciones sobre los derechos de autor de sus canciones regrabándolas resultó una parte importante, no solo de la masividad que encontró tras la salida de “Folklore” (2020), pero también de cierta intimidad que construyó con sus seguidores.

La salida de “Folklore” tuvo pocos meses de diferencia con el estreno de Miss Americana, el documental en el que Taylor cuenta el detrás de escena de muchas de esas situaciones que le tocaron vivir. Ambos salieron en 2020, a pocos meses de que comenzara la pandemia, que para muchos miembros del universo swiftie no fue un detalle menor en la forma en que se consolidó el vínculo no solo entre Taylor y sus fans, sino también entre quienes forman parte de la comunidad de seguidores.

Julieta Mac-Tier (23) es una de las organizadoras de la Taylor Fest en Ciudad de Buenos Aires. 2020 también fue el año en que ella se acercó a la obra y la figura de Taylor de otra forma. “Fue algo muy progresivo, yo la conocía de verla en Hannah Montana y luego empecé a ver sus videos sin demasiado apego. Con folklore cambió todo. Estaba pasando por un montón de cosas en mi vida, entrando en un momento muy difícil”, dice. “Escuchar ‘This is me trying’ se sintió como un abrazo”. Coincidir en esas canciones durante la cuarentena construyó, además, miles de amistades virtuales. Cuando las restricciones empezaron a ceder, en 2021, un grupo de swifties de Rosario se dio cuenta de que había una necesidad en este grupo: la de encontrarse. Ahí empezó la Taylor Fest, importada de Nueva Zelanda, luego de que se cancelara una gira de Taylor por la pandemia. “Si no puede venir, lo hacemos sin ella”, fue la lógica con la que la comenzaron. Fue, en parte, un chiste: hacer su show sin ella. Pero también algo lógico: una gran porción del fenómeno Taylor Swift excede a la mismísima Taylor Swift. La ciudad santafesina fue la primera en organizar esta fiesta temática en Argentina, que en general mantiene una consigna (un disco, una determinada etapa) y en la que se proyectan videos suyos o fragmentos de series y películas que bien pueden dialogar con sus letras, como escenas de Gilmore Girls o Grey’s Anatomy. Buenos Aires siguió a Rosario y luego se sumaron Mendoza y Tucumán.

Qué pasa con el sonido o las pantallas quizás sea menos importante que una dinámica particular del público de la Taylor Fest. “Es una fiesta a la que en general van personas que no les gustan los boliches tradicionales, el 80% son chicas, aunque también vienen muchos pibes. Esa sensación de comunidad que tenemos hace que mucha gente vaya directamente sola a la fiesta y muy rápidamente se integre a otros grupos”, explica Julieta, que organiza la edición porteña del evento. “También es un espacio para escuchar las canciones que nos gustan y reaccionar a eso como se nos dé la gana sin miedo a que nos juzguen”, dice. La comunidad swiftie tiene claro que esas reacciones, que pueden ser cantar a los gritos, llorar o abrazarse mientras suena la música, no siempre son bien recibidas por quienes no comparten ese sentido de pertenencia. “Para mí es muy curioso cómo se normaliza que un fanático de un club de fútbol llore por el resultado de un partido y me traten de loca o ridícula por emocionarme con una canción”, dice Julieta. También saben que este desplazamiento de “Taylor sí me entiende” a “los swifties sí me entienden” se contempla, desde afuera, como el ritual de una religión ajena. Para Julieta esto es sobre todo cierto cuando en cada Taylor Fest suena “Don’t Blame Me” y el público, sincronizado, levanta las manos y canta al unísono: “Lord, save me, my drug is my baby”.

“Cuando estás viéndolo desde el escenario es muy lindo porque sabés que lo estamos sintiendo todos de la misma manera, pero también es gracioso porque parece que estuviéramos rezándole”, dice. “Creo que a esta altura no es exagerado pensar que más allá de un gusto por la música compartimos una serie de preocupaciones por temas comunes, como la salud mental, el bienestar emocional, el respeto a los demás. Cuando te empezás a encontrar y charlar y es muy sorprendente darte cuenta que pasamos por las mismas situaciones y sufrimos cosas parecidas”.

Guillermina Choua (20), organizadora de la edición tucumana de la fiesta, tiene menos grises al definir el comportamiento de la comunidad swiftie. “¡Re-somos una secta! ¡Te lo digo yo que soy parte de ella!”, dice riéndose, mientras enumera una serie de situaciones no tan racionales que protagonizó por razones vinculadas a Taylor. La noche previa a esta conversación, incluso, se quedó despierta hasta las cuatro de la mañana porque se rumoreaba que la cantautora haría un anuncio importante.

Durmió casi nada. Enterarse a la mañana siguiente no era lo mismo, no se podía perder el vivo ni las reacciones que iba a tener la noticia entre los demás swifties. “Las cosas que yo he hecho por esa mujer son ridículas. Muchas veces reflexiono sobre eso. Sobre lo que hacen mis amigos que no están en lo mismo que yo”, dice. “¡Cien por ciento somos una secta!”.

Choua descubrió a Taylor en 2019. Ya conocía algunas de sus canciones, pero para un trabajo de la escuela tuvo que analizar un personaje. Había leído algo de la disputa de Taylor por los derechos de su obra y se metió a fondo a conocer y analizar el personaje. “Fue algo medio casual, pero terminé encontrando ese costado picante suyo”, cuenta. Además de esa disputa, se interesó por la manera en que Swift exigió en distintos momentos condiciones más justas para artistas, productores e intérpretes. “Ella es multimillonaria, ya no hay casi nada que pueda afectarla económicamente, pero sabe que tiene una voz y que la escuchan y la usa para lo que considera que es justo”, dice. Para ella también fue ese clic la salida de Folklore. Estaba cursando el último año de la escuela y un día fue a clases, sin saber que era su último día en el colegio. Unos meses después, todavía en cuarentena, empezó a pensar qué quería hacer al año siguiente. “Fue un año muy difícil y muy introspectivo. No tuvimos viaje de egresados, ninguna de las fiestas de cierre de curso. Teníamos que elegir una carrera y no sabíamos qué carajo hacer con nuestras vidas”, repasa. “Folklore llegó justo, en ese sentido. Necesitábamos llorar y eso hicimos”.

Para Guillermina, el éxito global de Taylor no se parece al de otros artistas por dos razones: es auténtica y es concreta. “Lograr ser masivo, en algunos casos es muy fácil, si el artista tiene respaldo correcto. Lo difícil es mantener esa vigencia”, dice sobre la carrera de dieciséis años de Swift. Que Taylor escriba sus propias canciones es, para ella, fundamental en la autenticidad que perciben sus fanáticos y clave en ese efecto de intimidad tan particular que hay entre la cantautora y sus seguidores. Algo más que se desprende de esa persistencia de más de una década tiene que ver con la oportunidad de haber contado experiencias diferentes: Taylor maduró como persona al tiempo que se transformó como autora y por eso hay Taylor´s versions para chicas que están en la escuela y otras para las que ya fueron a unos cuantos reencuentros de egresados. “Si ‘Fearless’ idealiza el amor y genera escenarios ficticios alrededor de eso, en ‘Red’ hay historias de amores intensos mucho menos tradicionales”, dice Guillermina. Como constante de toda su carrera, una característica de su forma de escribir, marcada por lo narrativo, es una parte importante de lo que las acerca a Taylor. “Siempre se plantean situaciones muy mundanas que le podrían pasar a cualquiera. Yo estaba así, vos tenías puesto esto, me acuerdo de tal cosa. Como en ‘The Moment I Knew’: no es descabellado que la persona que te guste no vaya a tu cumpleaños y te deje hecha pelota. Son sensaciones comunes, pero saber que a ella le pasan, que a otras chicas que también la escuchan le pasan, te hace sentir acompañada. No somos una secta, pero sí soy fiel creyente de que las canciones de Taylor lloran con vos, te levantan, te dan la mano y te sacan a bailar”.

Hace algún tiempo, compartiendo esta misma idea con una organizadora de la fiesta de Mendoza, coincidieron en que había, en este universo, algo lúdico a la manera en que muchas chicas jugábamos con las muñecas cuando éramos nenas. “Cuando empezás a tener Barbies creás tus historias, tenés los personajes, tenés la música, es como tener una película en la cabeza”, dice Choua. “La música de Taylor también tiene algo de esto”. Como una continuidad adolescente, juvenil y hasta adulta de esos primeros juegos, seguir la obra de Taylor es seguir un universo que se interconecta y crece.

Se arma una casita, se designan personajes y se atraviesan situaciones de todo tipo. Y en el medio de eso que es pura imaginación, aparece otra cosa: algo del orden de la vida real que ahora se puede compartir. Algo en lo que Taylor se vuelve una compañera, una amiga o una hermana mayor que sí te entiende. Esa suerte de amistad platónica aparece por todos lados en este libro. ¿Hay swifties que sueñan que esta relación llega aún más lejos? Algunos relatos de este libro indican que sí, aunque son pocos. Para Guillermina es muy inusual: “Me parece un poco incestuoso”.

 

☛ Título: Ayer soñé con Taylor

☛ Autores: José Bellas y Paz Azcárate

☛ Editorial: Planeta

 

Datos de los autores

José Bellas nació en Villa del Parque en 1970.

Periodista especializado en rock, escribió en las revistas Rock en Blanco y Negro, Ruido, Revólver, Rock Road y Rolling Stone.

Paz Azcárate nació en Lobos. Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Buenos Aires. Periodista cultural, se especializa en la escena under argentina y en bandas emergentes.

Integra la redacción de Rolling Stone/La Nación, y anteriormente escribió en La Voz del Interior, Página/12 y Playboy.