DOMINGO
LIBRO

Vivir sin adicción al celular

Santiago Bilinkis en Guía para sobrevivir al presente. Atrapados en la era digital cuestiona cómo esa supercomputadora de bolsillo que es el teléfono móvil afecta la vida de todos. El impacto de las nuevas tecnologías sobre el cerebro, la educación, el trabajo y el uso del tiempo libre. Llama a la reflexión sobre el uso y la adicción a los celulares, y brinda una serie de sugerencias para que sea una herramienta y no una dependencia.

20191108_celular_smartphone_adiccion_cedoc_g.jpg
Celular. Por su escaso peso o su tamaño, a primera vista no parece capaz de generar ningún daño. | cedoc

En el mundo del consumo masivo cada producto compite con sus similares: un desodorante, por ejemplo, tiene como rivales a las marcas sustitutas. Sin embargo, en este caso todos compiten con todos. Facebook compite con Twitter, pero también con Netflix, Spotify, Gmail, Fortnite o la PlayStation. Todos se disputan tu recurso más escaso: tu tiempo. Cada minuto que estás atento a otra cosa, como charlar con amigos o incluso dormir, es tiempo que estas empresas no pueden vender a los anunciantes. Por eso incorporan todo tipo de notificaciones visuales y sonoras para recuperar tu atención cuando no estás hipnotizado por tu pantalla.

Si te sentís tremendamente tironeado, ¡es porque lo estás! Un gran grupo de compañías pelea para conquistar tu tiempo. Y estás perdiendo la batalla: según un estudio realizado por Nokia, en las 16 horas diarias de vigilia encendemos algún dispositivo unas 150 veces, es decir, una vez cada seis minutos. (...)

El inesperado poder

Esto no le gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

Si bien tenemos la costumbre de llamar al aparato que llevamos en el bolsillo “teléfono inteligente” o smartphone, se trata tanto de un teléfono como de una cámara de fotos, un GPS, un televisor, una grabadora de video, una consola de juegos, un navegador de internet, una calculadora, un equipo de música y muchas cosas más. Seguimos llamándolo así por costumbre, pero en realidad es una supercomputadora de bolsillo. A lo largo de estas páginas, de todos modos, por una cuestión de claridad y sencillez voy a usar la palabra “teléfono” o “celular” para designar de manera genérica a nuestras pantallas, incluso cuando tengan la forma de una tableta, una laptop o hasta una TV.

Hace sesenta años, el genial Alan Turing demostró que las computadoras son máquinas de propósito general, es decir, máquinas que no tienen una función específica, sino que pueden hacer casi cualquier cosa dependiendo del software que se les cargue. Con la programación adecuada pueden ser lo que queramos que sean. Esto que vivimos con total naturalidad hubiera dejado perplejo a cualquiera de los grandes genios inventores de la historia, como Da Vinci o Edison. Es que, hasta el hallazgo de Turing, cada problema demandaba inventar un equipamiento especial para ese único fin, tarea que a veces requería casi una vida entera.

A una máquina de propósito general basta agregarle un nuevo software para que, de manera instantánea, pueda realizar una tarea que era imposible hasta un minuto antes. Es esta característica cuasimágica la que llevó a Marc Andreessen, el legendario pionero de internet e inversor de Silicon Valley, a decir en 2011 en un visionario artículo que “el software se está comiendo el mundo”. Al 30 de junio de 2018, las siete compañías con mayor valor de mercado a nivel global eran todas empresas exclusiva o casi exclusivamente de software: Apple, Amazon, Alphabet (Google), Microsoft, Facebook, Tencent y Alibaba. ¡El software se comió el mundo nomás!

Gracias a esta característica de las máquinas de propósito general y el software, hoy nos resulta lo más común del mundo que nuestro celular sirva para hablar por teléfono, enviar y leer mensajes, guiarnos cuando manejamos el auto, despertarnos a la mañana, medir cuánto ejercicio hacemos, leer este libro, acceder a las noticias, escuchar música, mirar una película, tomar fotos y videos y un largo etcétera. O que podamos agregarle una función completamente nueva con solo instalar una app.

La colosal multifuncionalidad que se hace posible gracias a que cada persona lleve en su bolsillo una supercomputadora de menos de 200 gramos condenó al olvido en los últimos años a muchos aparatos. Y no solo aparatos electrónicos: no falta mucho para que nuestros hijos no puedan imaginar que alguna vez existió un objeto grande y pesado llamado linterna, cuyo único fin era iluminar. O que existieron las brújulas. ¡Y ni hablar de la clásica guía Filcar! Esta es, quizá, la herramienta más poderosa que se haya inventado jamás. Si hace treinta años hubiéramos querido comprar todos los equipos capaces de hacer lo que hoy hace tu teléfono, el costo habría superado el cuarto de millón de dólares y el peso de un auto de tamaño mediano.

Toda herramienta muy poderosa conlleva, sin duda alguna, un riesgo asociado. Tal vez sea a causa de su escaso peso o de su tamaño pequeño que a primera vista no parece capaz de generar ningún daño. Eso nos despierta una falsa sensación de seguridad. A diferencia de lo que haríamos con un aparato evidentemente peligroso, digamos una motosierra, usamos nuestros dispositivos con despreocupación y descuido, y habilitamos el uso a nuestros chicos sin considerar demasiado los riesgos que conlleva.

Hace poco salimos a almorzar con mi esposa y nuestros hijos por el Día del Padre. En otra mesa había una pareja joven con dos chicos que tendrían uno y tres años. Los padres conversaban tranquilamente sin interrupciones de los niños, cada uno “mantenido a raya” por su respectiva tableta. Antes de la era de las pantallas, salir a comer con chicos era mucho más estresante. La comida comenzaba con un: “Fulanito, este es un lugar de grandes. Acá no se puede gritar ni correr. Hay que estar tranquilo”. A veces los padres recibíamos miradas incómodas desde las otras mesas si nuestro hijo hacía ruido y otras directamente teníamos que abreviar la cena, pero la mayoría de las veces salía bien: podíamos terminar de comer sin molestar demasiado, aunque sin la menor chance de una conversación tranquila entre los miembros de la pareja. De todos modos, en ese establecimiento de reglas se jugaban aprendizajes fundamentales para nuestros hijos: que ciertas conductas son adecuadas en algunos contextos, pero no en otros; que es necesario aprender a refrenar ciertos impulsos; que en ocasiones hay que poder aburrirse un rato sin hacer escándalo. La comida con las pantallas es mucho más agradable para los padres, pero renuncia de antemano a todas esas enseñanzas. (...)

El problema, por supuesto, no se limita a los chicos. Si tenés más de 30 años, es muy posible que tu primer dispositivo digital sofisticado haya sido una Blackberry: ese aparato que, aparte de los clásicos números para “discar”, tenía un teclado completo y una ruedita en el costado o una bolita en el medio para controlar lo que sucedía en la pantalla. A todos los que vivimos ese período, nos cambió de manera profunda. Quizá no lo registramos en ese instante, pero empezamos de a poco a extender sin límites nuestros tiempos y espacios laborales; a trabajar en todo momento, en todo lugar. Fue el inicio de este proceso en el cual gran parte del tiempo vivimos más pendientes de lo que está pasando en otro lado o en otro momento que de lo ocurre aquí y ahora. También fue el origen del fenómeno que generó que, muy probablemente, en los escasos dos minutos que te llevó leer este inicio del libro ya hayas sentido la tentación de interrumpir y mirar qué pasó en el mundo mientras estuviste “desconectado”.

El nombre elegido por la empresa RIM, fabricante de ese aparato pionero, debería haberte servido como advertencia. En inglés, blackberry es el nombre de la fruta que en español se conoce como “mora”. Pero tiene también un segundo sentido, menos conocido que el anterior. Era también el nombre que coloquialmente se le daba a la pesada bola de hierro que se enganchaba al tobillo de los presos para evitar que escaparan cuando eran llevados a realizar trabajos forzados fuera de la prisión. Esta es probablemente una cadena igual de esclavizante, pero menos evidente: en vez de sujetar un objeto a nuestro cuerpo, encadenamos nuestro cerebro al aparato.

En sintonía con aquella bola de acero, quizás una de las grandes privaciones de la libertad que sufre actualmente una persona detenida es quedar aislada del mundo por no poder tener acceso a un celular.

Las increíbles oportunidades que se abren

La contracara de ese lado alarmante es el enorme potencial: el celular amplía nuestros horizontes y posibilidades de manera asombrosa. Hoy podemos hacer cosas que a vos y a mí nos hubieran resultado inimaginables hace tan solo unos pocos años; gran parte de nuestra conexión con el entorno pasa por la gigante ventana que abre esa pequeña pantalla.

Los dispositivos digitales e internet tienen un notable efecto democratizador. Las posibilidades que ofrece el teléfono celular que usa un adolescente de clase media baja mientras viaja en colectivo en cualquier suburbio de América Latina no son significativamente peores aquellas de que dispone un multimillonario en su auto de lujo en Nueva York, París o Silicon Valley. Empoderados por sus supercomputadoras de bolsillo, habitantes de países africanos con un bajo índice de bancarización utilizan sus teléfonos hoy como herramientas de pago, realizando transacciones en plataformas mucho más sofisticadas que las nuestras, salteando la etapa de los bancos y las tarjetas de crédito. En este aspecto, la carencia llevó a esos países a adoptar más tempranamente las tecnologías más avanzadas.

En la célebre saga de ciencia ficción Star Trek, los médicos usan un dispositivo de mano llamado Tricorder que les permite evaluar a los pacientes y diagnosticar enfermedades de manera no invasiva y con absoluta precisión. La serie, producida originalmente en 1967, transcurría trescientos años después, alrededor de 2260. Difícilmente hubieran podido imaginar sus creadores que, gracias a la combinación de los avances en los dispositivos digitales y la conectividad, solo cincuenta años más tarde estamos ya cerca de contar con aparatos de esas características. Aprovechando los sensores presentes y futuros de nuestros teléfonos, muchas aplicaciones de salud actualmente en desarrollo pronto permitirán tener al mejor médico del mundo en los lugares más recónditos y postergados del planeta. Y ese doctor, gracias a los avances de la inteligencia artificial, posiblemente ni siquiera sea humano.

Como profundizaré más adelante, hoy es posible estudiar gratis “en” Harvard desde cualquier lugar y en cualquier momento, aprovechando la enorme oferta disponible en la red de cursos de las mejores universidades. Y la respuesta a cualquier pregunta sobre historia, geografía o ciencia, hasta hace poco limitada a quienes podían pagar una enciclopedia, hoy está a un clic de distancia para un chico que vive en un barrio humilde o en el campo. Y estas son solo algunas de las increíbles oportunidades que genera la (...)

A lo largo del capítulo final quizá te hayas sentido descolocado por algunas contradicciones que te planteé, por ejemplo:

  • Que el ideal en el trabajo es alcanzar el estado de flow por estar completamente cautivados en nuestras tareas, pero antes te dije que la cultura de la brevedad extrema está reduciendo más y más nuestro espectro de atención y capacidad de concentración.
  • Que lo más importante para ser felices es cultivar las relaciones humanas, pero las redes sociales diluyen nuestros vínculos fuertes y reducen potencialmente la conexión con nuestros hijos.
  • Que gracias a las máquinas tenemos la oportunidad de trabajar menos pero, en vez de eso, estamos usando nuestros dispositivos para hacerlo aún más, extendiendo el espacio laboral a todo lugar y momento.
  • Que tenemos que encontrar tiempo para desarrollar nuevas capacidades para el futuro, pero un grupo de compañías usan toda clase de trucos manipulativos para quedarse con cada segundo posible de nuestra atención.
  • Que el dinero no tiene efecto sobre la felicidad por causa de la habituación, pero la hipersegmentación de las publicidades en internet incentiva constantemente nuestro ánimo consumista.
  • Que la estética no es tan importante y que es fundamental elegir los puntos de referencia correctos, pero Instagram nos bombardea con imágenes aspiracionales inalcanzables.

Supongo que habrás percibido ya el patrón. Parece que lo ideal para nuestra felicidad es que hagamos una cosa, pero ¡los dispositivos digitales y las redes nos empujan constantemente a hacer lo contrario! Houston, tenemos un problema… Si ser felices ya de por sí nos resultaba difícil, los celulares y las redes nos lo están complicando mucho más aún.

Y a la vez teóricamente somos libres. Nadie nos obliga a usar los dispositivos para llenar cada minuto libre en una sala de espera o mirar veinte capítulos seguidos en Netflix hasta caer rendidos. Lo hacemos porque queremos, porque nos gusta. ¿O no? Bueno, al comienzo hablamos de que muchas de las mentes más brillantes del mundo usan “tecnología persuasiva” para “cambiar lo que la gente piensa y lo que hace” y llevarnos a adoptar conductas al servicio de sus intereses y no de los nuestros. Mientras no logremos romper con los mecanismos manipulativos, quizá no seamos tan libres como creemos.

Aun si realmente eligiéramos usar dispositivos plenamente por nuestra voluntad, ¿deberían entonces en ese caso hacernos felices? La respuesta una vez más es negativa, por el conflicto entre nuestro bienestar a corto y largo plazo, la gratificación inmediata contra la satisfacción más profunda. Estamos en un brete parecido al que muchos tenemos con la comida: aspiramos a tener una alimentación balanceada y saludable… pero cada paso que damos para lograrlo hace que en ese momento nos sintamos peor. Es difícil renunciar a esa torta de chocolate con dulce de leche y merengue por un beneficio que se nos vuelve lejano y teórico.

Hemos perdido la ingenuidad respecto de la comida hace tiempo: sabemos que necesitamos comer pero que el exceso nos hace daño y que no da lo mismo cualquier cosa que elijamos. Uno de mis objetivos con este libro es poner en un lugar similar los dispositivos y las redes. Son herramientas geniales, las necesitamos. Pero no podemos ser ingenuos. No es cuestión de abandonarlas, sino de encontrar la mesura. En un experimento hace tiempo invitaron a dos grupos de personas a tomar sopa en un restaurante. Al primer grupo le sirvieron en un plato normal, mientras que al segundo le hicieron una alteración: por el fondo del recipiente se agregaba más sopa de manera imperceptible. Luego se fijaban cuánto comían y cuánto creían haber comido. El resultado es impactante: ¡los que utilizaron el “plato sin límite” consumían 73% más, pero creían haber tomado lo mismo! Algo similar ocurre hoy con el contenido en internet. Cuando leíamos el diario en papel, llegaba un momento en que el texto se terminaba. Cuando veíamos la TV tradicional, el programa acababa y había que esperar una semana para ver el siguiente episodio. Aunque quisieras seguir, no podías. Pero Instagram, Facebook, Google, Twitter, Netflix son todos “platos sin límite”, ofrecen contenido en cantidad infinita. La responsabilidad de parar es nuestra porque siempre hay más cosas para mirar, siempre hay una gratificación instantánea adicional, una dosis extra de dopamina.

Por eso, igual que intentamos hacer con la alimentación, tenemos que tomar nuestros propios recaudos y fijar con la cabeza en frío nuestras propias reglas de uso. Muchas personas ordenadas usan todo el tiempo las “to do lists” (listas de cosas para hacer) para mantenerse organizadas respecto de todas las tareas que tienen pendientes. Sin embargo, yo creo que una idea mucho menos difundida pero más útil es hacer una “not to do list” (lista de cosas para no hacer).

La mayoría vivimos desbordados. Eso sucede porque tenemos mucho que hacer, pero también porque no tenemos la disciplina de evitar hacer ciertas cosas a las que no deberíamos dedicar tiempo, dinero y/o esfuerzo. En general una “to do list” es bien inmediata, coyuntural, dinámica. Incluye tareas que debemos hacer ya y que se van renovando continuamente. Armarla no requiere un ejercicio profundo de pensamiento sino apenas el metodismo de iniciarla y mantenerla actualizada. Una “not to do list”, en cambio, es en general mucho más profunda y estable en el tiempo. Suele ser fruto de un ejercicio de introspección importante en el que pensamos nuestra vida/proyecto/trabajo con detenimiento para encontrar aquellas cosas que nos consumen energía innecesariamente o nos hacen daño. Eso nos permite decir que no cuando no hay que hacerlo, no distraernos cuando no queremos y mantenernos enfocados en lo que, cuando pensamos en profundidad, reconocemos que es lo importante. Incluso al estar en situación de liderar personas, darles orientación respecto de qué cosas no hacer es, a veces, tan importante como transmitir con claridad a qué esperamos que los demás dediquen su esfuerzo.

Si queremos aplicar lo que aprendimos sobre la felicidad para empezar a tomar mejores decisiones, los objetivos de esa lista deberían ser cosas como revalorizar la importancia de los vínculos, recuperar la capacidad de concentración y delimitar de una manera sana los momentos de trabajo y de ocio. En definitiva, se trata de buscar los caminos para salir del juego manipulativo y retomar el control de nuestro tiempo y nuestra vida. (...)

Te ofrezco algunos ítems para que te inspires al elegir los tuyos:

  • No usar el celular en ciertos lugares y horarios (la mesa, por ejemplo).
  • No usarlo cuando estamos reunidos con otras personas (especialmente nuestros hijos).
  • Pedir que otras personas no lo usen cuando están reunidas con nosotros (especialmente nuestros hijos, de nuevo).
  • No dejarlo en la mesa de luz al dormir (si lo necesitás, recuperá tu viejo despertador).
  • Desconectar las notificaciones luminosas y sonoras, etcétera.

Sin embargo, recuperar el control no es suficiente si no cambiamos algunas de las características que nos hicieron manipulables o nos llevaron a tomar malas decisiones. (...)

Los dispositivos digitales y las redes actúan hoy para muchas personas como plataformas que nos mantienen distraídos, ensimismados, desconectados y enfocados en el consumo. Que nos vuelven indiferentes ante las urgencias ambientales y sociales que tenemos frente a nuestras narices y nos desentienden de responsabilidades que no podemos dejar de asumir. Pero no tiene por qué ser así. Si logramos salir del juego de las manipulaciones, podemos usar estas herramientas para fines mucho más profundos y trascendentes, aprovechando su aspecto democratizador e inclusivo. Podemos despabilarnos del entretenimiento distractivo y adoptar un rol mucho más comprometido marcando a quienes desarrollan tecnología lo que consideramos lícito y de juego limpio. Es nuestra responsabilidad, en definitiva, asegurarnos de que la inteligencia artificial, la biología sintética, la robótica y otras tecnologías aporten las soluciones a los desafíos humanos y ambientales, en vez de amplificar los problemas.

En otras palabras, el desafío es crear plataformas y aparatos al servicio de la vida que queremos vivir, no de la vida que otros necesitan que vivamos. Te invito a ser parte de ese cambio: construir la tecnología y los valores sociales que nos permitan usar la herramienta más poderosa jamás inventada para potenciar la experiencia de ser humanos y vivir nuestras vidas de manera más plena.