La crítica de las desigualdades vividas como pruebas personales, heridas y amenazas debería fortalecer los movimientos y partidos favorables a la igualdad social. Estamos lejos de que sea así. Casi en todas partes, los partidos de izquierda y los movimientos sociales, durante mucho tiempo identificados con la lucha por la igualdad, están perdiendo terreno e incluso a veces en vías de desaparición.
¿Cómo no ver que los partidos de extrema derecha condenan la globalización y la Europa de los hiperricos, pero sin hacerse cargo de las desigualdades múltiples, esas que verdaderamente resultan importantes para los individuos? ¿Cómo no ver que, en algunos países, son los electorados populares los que eligen a millonarios cuyas políticas profundizan aún más las desigualdades sociales?
Hay que intentar comprender por qué la ira contra las desigualdades se transforma en expresiones de resentimiento y en indignaciones, que en su mayoría no desembocan en acción organizada alguna, tampoco en programas. En vez de combatir las injusticias que condenan, los populismos se indignan y denuncian a las élites, la oligarquía, los pobres y los extranjeros. ¿Qué es esta economía moral que produce ira e indignación, sin ser capaz de reflexionar sobre sus causas?
El resentimiento en internet
El régimen de desigualdades múltiples coexiste con el boom de la comunicación digital. Acaso no se diga nada nuevo sobre esos soportes, pero la manera como se habla y se comunica en ellos es tan radicalmente nueva que transforma la expresión de las opiniones y los procesos de presentación de uno mismo en un espacio público.
La posibilidad brindada a todos de expresarse en internet puede considerarse como un progreso democrático: reduce la distancia entre quienes hablan y quienes se callan, entre las palabras autorizadas y las palabras prohibidas. Cualquiera puede reaccionar, compartir su opinión, dar testimonio de su experiencia personal. Movimientos sociales nacen en la red y tienen efectos reales, como el movimiento MeToo, los llamados a manifestarse por el ambiente, por los refugiados, o contra los impuestos y el precio del combustible. Es preciso, pues, desconfiar de una crítica a priori de la opinión digital, una crítica que participa de la larga historia de la desconfianza hacia una palabra popular siempre sospechada de irracional, pasional, egoísta, incapaz de elevarse hacia la razón y el interés general.
La capacidad de decir públicamente las propias emociones y opiniones hace de cada uno de nosotros un militante de su propia causa, un cuasi movimiento social de uno solo, porque ya no es necesario asociarse a otros y organizarse para acceder al espacio público. A menudo, las pasiones tristes invaden esta expresión directa cuando no hay mediaciones ni filtros que aplaquen las reacciones de los internautas. Por ello, ante cada suceso de la crónica diaria, cada declaración política, cada experiencia desagradable en el transporte público, cada partido de fútbol, cualquiera puede dejarse arrebatar por la ira, el racismo, la denuncia, los rumores, las teorías conspirativas.
La ira y el resentimiento, hasta aquí encerrados en el espacio íntimo, acceden a la esfera pública. La privatización y la inmediatez de la crítica hacen que no solo se denuncie la transformación del mundo, a la patronal, a los políticos y a las élites, sino también al jefe, al vecino, al fascista, al izquierdista, al inmigrante, al alcalde, al profesor, al médico de cada quien y al otro internauta que no ha denunciado a estos mismos.
Si la expresión de la ira es tan inmediata es porque cada uno está solo frente a su pantalla y escapa a las coacciones de la interacción. En efecto, la conversación cara a cara o en un pequeño grupo obliga a tener en cuenta las reacciones del otro, a anticiparlas, a preservar el honor de los demás, a prever los argumentos opuestos, a calmar los ánimos. Cuando uno quiere que la relación se sostenga, no puede dejarse llevar al extremo de la ira y los insultos. Las interacciones sociales mantienen una memoria de los intercambios, mientras que internet borra rápidamente los gritos y las vociferaciones. En la web todo puede decirse sin autocensura (o sin civilidad, para utilizar una palabra más positiva)
Cuando las emociones se dan a publicidad
Esas denuncias, a menudo sin consecuencias en el flujo de las invectivas, funcionan como un desahogo, una movilización puntual, inmediata y singular, que los mecanismos tradicionales de la acción colectiva y de la toma de la palabra pública no canalizan ni enmarcan.
Los canales que informan las veinticuatro horas y los talk shows participan en el mismo mecanismo. En ellos, el comentario político y social se organiza como un juego de roles, que demuestra que nadie se engaña con las intenciones oscuras de quienes nos dirigen. En función de los temas abordados, se sabe que se denunciarán, cada uno a su turno, la islamización de la sociedad, las políticas neoliberales, Europa, a Donald Trump, Alemania y Rusia, la dominación masculina y la dominación femenina, la crisis de la escuela y el desprecio de los parisinos, etc. Lo esencial es que el debate prosiga, a fin de que cada telespectador encuentre el reflejo de sus propias aversiones, obsesiones, iras e indignaciones.
No es dar prueba de un apego excesivo a las formas institucionales de la democracia señalar que las experiencias de las desigualdades se manifiestan directamente en el espacio público y que las pasiones más sombrías se despliegan en este más allá de los movimientos sociales y su capacidad de construir una acción colectiva. Cualquiera puede indignarse, pero cualquiera puede también convertirse en malo, sádico, y denunciar a su chivo expiatorio favorito como ese que vive en mi espacio. Cualquiera puede lanzar su propia cruzada moral.
En esa pseudodemocracia de opinión, las iras y las indignaciones ya no necesitan partidos ni sindicatos. En vez de producir una oferta política y social, estos últimos pueden responder a las emociones de la web como reaccionaban ante los sondeos. Se sabe además que internet tiene un papel creciente en las campañas electorales y que los especialistas en big data saben focalizarse de manera extremadamente refinada en los electorados pasibles de ser seducidos. Como todos tienen derecho a tener una opinión, el 19% de los jóvenes de los colegios secundarios piensa que los medios no han dicho toda la verdad sobre los atentados de 2015; el 9% cree que los servicios secretos cometieron esos atentados, y más del 60% desconfía de los medios oficiales. La cuestión de la verdad ya no es verdaderamente pertinente: a cada uno la suya.
Ni el odio, ni las indignaciones, ni los rumores son nuevos. Pero la televisión e internet les dan un eco considerable. En especial, esta nueva economía de la palabra es adecuada para la individualización de las experiencias de las desigualdades: la prolonga directamente y sin mediación.
El “estilo paranoico”
La frustración y el sentimiento de injusticia se transforman en resentimiento cuando no tienen cabida en ningún relato social capaz de darles sentido y designar adversarios y razones para esperar. Michèle Lamont demuestra que la experiencia del racismo se vive de manera muy diferente en función de la existencia o no de relatos que propongan a los actores explicaciones, causas y un respaldo de su dignidad. La resiliencia ante la injusticia se apoya sobre un relato que la explica, la inscribe en una historia, indica sus causas y responsabilidades, devuelve el orgullo y las razones para actuar. Sin ese respaldo, lo que se impone es el resentimiento. Este no es solo una relación del débil con el fuerte. Contra el enjuiciamiento de nuestra valía, es también una manera de resistir el desprecio acusando a los otros y a la sociedad en general de ser las causas de nuestra indignidad.
Al cabo de una larga construcción histórica, el régimen de desigualdades de clase había terminado por construir una figura del adversario −burgués, capitalista, patrón− contra el cual era posible encauzar la ira. Con este adversario, la ira se transformaba en conflicto. Este entrañaba movilizaciones y luchas, pero no era la guerra civil. No exigía la aniquilación del adversario y suponía incluso que existía propensión a negociar sobre la base de intereses comunes: la producción, el desarrollo económico, el progreso técnico, la cohesión social y demás.
El conflicto enfría las pasiones, crea sentimientos de solidaridad, socializa la resolución de las tensiones entre los contrarios. Así, el capitalismo se insertó en la sociedad industrial, en sus sistemas de regulación y de relaciones profesionales. Desde ese punto de vista, el conflicto es lo contrario del motín, de las emociones y de las represiones masivas. Evita también que el resentimiento se desplace hacia otros blancos y la emprenda contra los judíos en los pogromos de Rusia y Europa Central, como contra los italianos en Aigues-Mortes en 1893.
Las transformaciones del capitalismo diluyeron las relaciones de dominación que se identificaron progresivamente con el funcionamiento de un sistema ciego y sin actores: la globalización, las finanzas, el neoliberalismo, las tecnologías. La dominación está por encima de nosotros, fuera de alcance y lejana. De forma paralela, parece perderse en el flujo de las interacciones sociales y los intercambios cotidianos, las miradas y las actitudes, el desprecio: dominación masculina, dominación poscolonial, dominación de las clases medias parisinas, etc. También aquí el sentimiento de desigualdad tiene dificultades para aprehender a un adversario proteiforme y difuso, un adversario convertido en la vida social misma. Cuando las tensiones y las desigualdades se tornan extremas, se oscila entre la paranoia, que ve la dominación en todas partes, y la violencia, que la revela mediante la acción. Internet multiplica los testimonios del estilo paranoico. Su principio es simple: la infelicidad del mundo procede de una causa única y oculta, pero cuyo poderío se revela por múltiples signos para quien sabe reconocerlos. El antisemitismo es el arquetipo de ese estilo: cuanto menos visibles, más poderosos son los judíos. Otras fuerzas pueden ocupar su lugar: las finanzas, los tecnócratas, etc. Con ello, todo es una prueba, desde el más mínimo suceso de la crónica diaria hasta las prolongadas evoluciones históricas.
Conocí a jóvenes, víctimas del racismo antimusulmán y de las discriminaciones, que inscribían su experiencia en la larga historia de las cruzadas y la colonización y para quienes todo confirmaba el eterno retorno de esa historia: los empleos penosos reproducen la esclavitud, el apartheid colonial, los ejércitos de ocupación y el racismo de Estado, sin olvidar el éxito escolar de las chicas que perpetúa la captación colonial de las mujeres.
Basta con recorrer los sitios identitarios de extrema derecha para descubrir exactamente la misma estructura de relato: tesis del Gran Reemplazo, corrupción de la raza y la cultura occidental, enemigo enmascarado y proteiforme. Para otros, Europa es la causa de todos los males: calentamiento climático, crisis económica, decadencia de la cultura. Y para otros más, los derechos humanos no son otra cosa que el caballo de Troya del neoliberalismo y hay que deshacerse de lo políticamente correcto que impide designar al enemigo. En todos los casos, las desigualdades tienen una causa única e invisible. ¡A cada cual su Gran Satán! Algunos eligen la guerra y la resistencia, mientras que otros quieren salir de un mundo impuro recuperando una relación directa con lo divino, ya se trate del Dios del Corán o del de los pentecostales.
Sin lugar a dudas, el estilo paranoico es extremo, pero basta con interrogar a los individuos sobre las causas de las desigualdades y las injusticias para notar que no siempre está muy lejos de su conciencia, ya que las causas y los responsables se les escapan. Nos equivocaríamos si consideráramos el estilo paranoico como una simple patología personal. Basta con ver el papel que desempeña en algunos países, en las campañas electorales y en los modos de ejercicio del poder, para convencerse de lo contrario.
Cuando cuesta señalar a adversarios sociales y construir un conflicto, aunque solo sea porque la dominación está en todas partes, el pasaje al acto violento puede servir para revelar al enemigo. Durante una encuesta realizada hace más de treinta años, los jóvenes de los barrios populares decían estar enfurecidos. Excluidos del mercado de trabajo, a menudo con un bajo nivel educativo, encerrados en su barrio, víctimas del racismo y de la mala reputación de los suburbios, tenían la sensación de que el mundo entero complotaba contra ellos y los abandonaba. Sensación aún más fuerte en un momento en que los partidos, las asociaciones y los movimientos juveniles se desmoronaban. Sin adversario identificable, sin encuadramiento político, esos jóvenes adultos pasaban de la apatía a la furia violenta a raíz de enfrentamientos con la policía.
Los motines se multiplicaron aún más porque los jóvenes vivían en un vacío político, en que los policías y los atropellos daban un rostro a la dominación y cristalizaban todas sus formas. La violencia revela el conflicto: se comienza a dar testimonio, a conversar con los representantes electos, quienes se muestran receptivos y escuchan hasta el próximo motín. Como lo muestra muy bien la película Do the Right Thing [Haz lo correcto o Haz lo que debas] de Spike Lee, el motín distiende las tensiones psíquicas porque devela al adversario, obligado a revelarse.
La cuestión de los barrios difíciles terminó por imponerse en la agenda política, pero se construyó por encima de los jóvenes y los residentes de esos barrios, que no entraron a ningún proceso político. En el mundo más controlado, pacífico y organizado de los conflictos laborales, se observa desde los años ochenta una disminución de la cantidad y los días de huelga, pero un aumento de las manifestaciones que, tanto más que combatir directamente a los dueños del trabajo y la producción, ponen en entredicho una política general. La manifestación tal vez sea menos la expresión de un conflicto que la tentativa de hacerlo surgir. Los black blocs llevan esta lógica a su extremo, ya que su violencia debe revelar la verdadera naturaleza violenta del Estado. Es la propaganda por el hecho de los nihilistas rusos.
Los mecanismos del resentimiento
El fenómeno más asombroso, y sin duda el más deprimente, es la asociación de la crítica de las desigualdades al odio a los pobres, los extranjeros y los más débiles. Para librarse del sentimiento de ser despreciado, ignorado, invisible, uno esquiva y se pone a distancia de quienes lo son aún más, aunque al parecer disfruten de la indulgencia y el apoyo de los poderosos.
Para ser reconocido como una víctima mientras se rechaza ese estatus, hay que denunciar a las falsas víctimas, esas que sacan ventajas indebidas de dicha condición. En Estados Unidos, los conocidos como white trash vivirían mal porque los afroamericanos y las minorías disfrutan de los beneficios del Estado de bienestar y las políticas de discriminación positiva. Los pobres del campo vivirían mal porque solo se presta oídos a los pobres de los suburbios, visibles en razón de sus motines y sus actos delictivos. Los obreros franceses perderían sus empleos porque los reemplazan obreros inmigrantes que aceptan bajos salarios y condiciones laborales degradadas. Los hombres perderían su rango y su dignidad porque solo los hay para las mujeres, etc.
El enemigo es el asistido. El 69% de los franceses piensa que hay demasiado asistencialismo: el 87% de los votantes de derecha, pero también el 55% de los votantes de izquierda. Los franceses estiman que pagan demasiados impuestos, mientras que los beneficiarios de las ayudas sociales cometerían abusos. Y lo creen con mayor firmeza cuando pertenecen a las categorías modestas, son jubilados, tienen bajo nivel educativo y votan a la derecha. Cuando se pide a los franceses que expliquen la pobreza, el 44% la atribuye a las injusticias sociales, sobre todo cuando trabajan en los servicios públicos y tienen empleos calificados; pero el 33% la tiene por inevitable, el 9% la atribuye a la falta de suerte y el 14%, a la pereza. Los jubilados poco calificados y los artesanos explican de buena gana la pobreza por la pereza y el fatalismo.
Al parecer, las minorías y los migrantes no respetan el contrato social. Ya son incontables las entrevistas hechas con asalariados que me explican que los inmigrantes siempre se les adelantan en las ventanillas del correo, en la Caja de Asignaciones Familiares, en el hospital ¡e incluso en la caja del supermercado! Es cierto que los medios ponen de relieve las desigualdades de sexo y raza mucho más que las desigualdades de clase, y que en ellos los blancos no privilegiados son personajes ridículos: los Simpson, los Deschiens, los exponentes de pretensiones y prejuicios que son como esos primos cursis e incultos que querríamos ocultar, etc.
Tal vez, el resentimiento obedece menos a las desigualdades sociales que al miedo a perder el propio rango en el orden de las desigualdades. Ya se trate de los obreros o de las clases medias, el miedo al desclasamiento excede con mucho el riesgo real de sufrirlo. El miedo a decaer está fuertemente asociado a la creencia en la meritocracia y la igualdad de oportunidades. Cuanto más se cree en la igualdad de oportunidades, más se vota a la derecha y más se aceptan las desigualdades. Pero, al mismo tiempo, se es más pesimista y se tiene más miedo al desclasamiento.
Conviene pues mantener las distancias, como si la proximidad con los más pobres corrompiera en algo y tirara hacia abajo. El separatismo social se despliega a lo largo de toda la cadena de las desigualdades, y no solo del lado de los muy ricos, separados desde hace mucho de la masa. Entre 1982 y 2013, la proporción de los ejecutivos se duplicó en París, pasando del 24 al 46%, mientras que la de los empleados y obreros pasó del 48 al 25%.
En el seno mismo de las categorías populares, este distanciamiento prosigue en función de los barrios, los edificios y las zonas residenciales. Aun en los casos en que existe cierta mixtura o mixidad social, esta se detiene en la puerta de la escuela: las clases medias altas que compran viviendas en el nordeste de París y en los suburbios populares se aseguran de que sus hijos asistan a establecimientos protegidos de la presencia de los niños del barrio popular. Las colonias de vacaciones, que fueron durante largo tiempo una muestra de cierta mezcla social, han experimentado un fuerte retroceso: 5 millones de niños en 1960, contra un 1.200.000 en nuestros días.
Basta con observar la imagen de los barrios problemáticos para ver dónde está el presunto peligro. Esos barrios se asocian al desempleo y la asistencia social para el 94% de los individuos interrogados en toda la población, y a la delincuencia para el 92%. Según el 64% de las personas consultadas, los desempleados encontrarían empleo si lo desearan. El 37% piensa que los pobres no hacen ningún esfuerzo para salir de la pobreza; el 44% cree que las ayudas sociales desresponsabilizan a las familias, y la proporción de quienes estiman que hacen falta más ayudas sociales bajó del 43 al 35% entre 2009 y 2014.
Individualismo y deseo de autoridad
El régimen de desigualdades de clase se ha asociado a una concepción de la modernidad en la cual se consideraba que el individuo era autónomo porque creía en valores universales, pero también porque había interiorizado lo social, adhería a sus roles y a las morales asociadas y combinaba sus pasiones y sus intereses. Esta representación se deshace cuando el individuo, más libre y más igual, afirma su derecho a la autenticidad y la singularidad. Pero, en el mismo momento, el individualismo de los intereses también se extiende en un mundo que parece constituido por varios mercados. Las pasiones y los intereses personales parecen desplegarse en esferas independientes unas de otras. La cultura y el mercado se separan.
Este doble individualismo al cual nadie escapa, ni siquiera quienes lo condenan tiene dos consecuencias. La primera es el declive o la crisis endémica de las instituciones de socialización, entre ellas, desde luego, la escuela, sometida a la competencia de los intereses y al deseo de expansión personal. Así como antes había que ser un ciudadano virtuoso y patriota, ahora es menester tener más éxito que los demás, sin dejar de sentirse a gusto. La segunda consecuencia es una yuxtaposición de pasiones, ideales e intereses contradictorios. Me manifiesto contra la selección universitaria, pero hago todo lo posible para que mis hijos ingresen a las clases preparatorias para las grandes écoles. Me manifiesto contra el calentamiento climático, pero también protesto contra el alza de los precios de los combustibles, a la vez que vacaciono en lugares muy alejados de mi casa, gracias a las compañías low cost. Denuncio el aumento de los alquileres, pero utilizo Airbnb, y así sucesivamente.
Para resolver la contradicción entre convicciones e intereses, podemos sentir la tentación de denunciar la libertad de los otros y convocar a fortalecer la autoridad. Durkheim explicaba que el deseo de autoridad (característico de la Alemania imperial, a su juicio) no era un reflejo arcaico, sino producto del individualismo que, al no limitarse por sí mismo, esperaba que la autoridad lo hiciese por él. Hoy en día, los jóvenes de los secundarios reclaman más libertad para sí y más disciplina para los otros, más policía y vigilancia, más autoridad pública que los proteja de su propia autonomía. La economía moral del régimen de desigualdades múltiples invita a defender las libertades propias y a la vez reforzar el orden público.
El espíritu de la época es propicio a los Estados fuertes y autoritarios. Más libertad para mí y más seguridad para todos. Más libertad, más mercado y más autoridad contra los estragos de la libertad y el individualismo. Los éxitos de Donald Trump, Jair Bolsonaro, Vladímir Putin, Recep Erdogan, Matteo Salvini, Viktor Orbán y muchos otros, hoy y sin duda mañana, demuestran que esta extraña alquimia moral no tiene nada de paradójico. En ese sentido, no es un retorno al fascismo.
En definitiva, la economía moral del desprecio y el respeto defiende una representación de la sociedad fundada en el contrato social, la nación y el individuo tal como estos se constituyeron en las sociedades industriales nacionales y el régimen de clases sociales. Mientras esas sociedades se agotan y vivimos en el régimen de desigualdades múltiples, el imaginario colectivo de las víctimas de las desigualdades sigue siendo el de la sociedad perdida, el de la sociedad industrial donde cada uno está en su lugar, el de la nación homogénea y el Estado fuerte, protector y plenamente soberano. En el fondo, la situación no es diferente a la de las sociedades europeas que, en el siglo XIX, se habían vuelto románticas y nostálgicas de los estamentos perdidos, antes de aceptar la modernidad. No sin algunos retornos de lo reprimido.
☛ Título: La época de las pasiones tristes
☛ Autor: François Dubet
☛ Editorial: Siglo XXI
Datos sobre el autor
Sociólogo francés nacido en 1946, es director de la Ècole des Hautes Études en Sciences Sociales de París y enseña Sociología en la Universidad de Burdeos II.
Heredero de la sociología de Alain Touraine, es uno de los referentes en el campo de la sociología de la educación.
Sus investigaciones se centran en la marginalidad juvenil, las desigualdades sociales, la inmigración y el carácter inclusivo o excluyente de las instituciones escolares.
Uno de sus últimos libros es ¿Por qué preferimos la desigualdad? (aunque digamos lo contrario).