DOMINGO
libro

“Yo”, el autosuficiente

¿Qué valor tienen los vínculos humanos?

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En Contactos frágiles, de Paidós, Esteban Dipaola y Luciano Lutereau cuestionan preguntas cotidianas, pero de respuestas tan complejas como: “No puedo entender que no quiera que tengamos un hijo”, o “Me cansé de gritar en esta relación”. | JUAN SALATINO

El 11 de septiembre de 2001 asistimos al último ritual de la violencia moderna y, por ello, al primero de la vida social contemporánea. Allí la violencia se hizo imagen definitivamente. 

Las imágenes de la violencia constituyen en el presente los modos regulativos de vidas individualizadas que deben afrontar los riesgos y las incertidumbres de estar con el otro. El otro sigue siendo la amenaza constitutiva de una relación y de una subjetividad, pero en la vida contemporánea esas relaciones carecen de la seguridad que aportaba el registro de una totalidad y de sus significados comunes. 

En las experiencias globales de la vida presente, los montajes y las imágenes de la violencia abren a la expresión de ritualizaciones que no persiguen racionalizaciones de la conducta social sino afecciones, emociones y pasiones de individualidades nunca afirmadas y ajustadas a la estructura societal.

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Esta articulación que establecemos entre, de un lado, las sociedades individualizadas de la vida global, que constituyen estructuras desencajadas de la comunidad y, de otra parte, la problemática de la violencia en tanto ritualidad constituyente de los lazos sociales, es lo que acaba definiendo la problemática evidente de lo que ahora se entiende como nueva normalidad y que insufla la idea de una posnorma, es decir, una normatividad que no se ajusta a reglas morales prescriptivas y atendidas por el conjunto de las personas, sino a ritos prácticos que redefinen los caracteres de la vida social dinámicamente.

En esta nueva normalidad, que ya comprende una genealogía de medio siglo, el individualismo aparece como formación fundamental de las acciones en el marco de los vínculos sociales, y esto se traduce en que la renegación del conflicto social originario tiene como efecto una crisis de los modelos organizacionales de las conductas morales entre agentes sociales y su consecuente representación en las figuras cada vez más frecuentes de los haters, los indignados y una rabia generalizada que carece de encauzamiento y se libera incluso hasta alcanzar la opresión del propio sujeto del enojo.

La vida en comunidad, bajo estos aspectos aquí explicitados, no se extingue, aunque sí ingresa en un universo donde las comprensiones de lo que es lo común no tienen entidad adquirida. Lo que se conoce como era de la posverdad tiene su marco de referencia justamente en esta condición, porque, si se pierde la referencia comprensiva del lazo social, cualquier interpretación puede ser validada como ordenamiento del vínculo. Supone esto una flexibilidad constitutiva de los lazos entre individuos: cada quien puede decidir cómo involucrarse con los demás desde la suposición de una moral privada que se presenta como antecediendo cualquier regulación pública. 

Así también las fake news revelan un carácter apropiado para la época porque, si las referencias lógicas del saber y morales de la acción se distienden, cualquier cosa puede aceptarse como formadora de opinión. El crecimiento impactante de los “discursos de odio” y de la ahora llamada “cultura de la cancelación” se inscribe en estas mismas condiciones. Porque allí donde no hay ley de referencia, tampoco hay transgresión organizadora del lazo social; y sin la posibilidad de la transgresión, el linchamiento de la disidencia está permitido.

Vidas rígidas

La vida no es un suplicio, pero requiere esfuerzo. Nuestro sufrimiento tiene fuentes diversas, algunas inevitables; por ejemplo, ¿quién está a salvo de la enfermedad física? En nuestros días, si bien vivimos obstinados en mantenernos sanos, lo cierto es que la ampliación de la expectativa de vida incluye que buena parte de ella la transitemos con alguna enfermedad crónica. En esta época, salud y enfermedad dejaron de ser dos modos opuestos; quizá la pregunta actual sea: ¿cómo pensar una vida sana que no sea solo la conservación del organismo, sino que implique plenitud? ¿Cómo conservar la jovialidad cuando ya no se es joven? Este tipo de preguntas nos llevan del campo de la salud física al de la salud mental. Aquí tenemos que un motivo frecuente de sufrimiento es la relación con los demás. El amor nos hace sufrir, no solo en el sentido erótico de la pareja (para quienes buscan y no encuentran; para quienes están en un vínculo conflictivo, etc.), sino también en el seno de una familia, en el contexto de una pasión vocacional que no encuentra el entorno social en que desarrollarse, etc. La vida con otros nos confronta de manera permanente con el dolor, y este puede ocasionar que, en busca de una respuesta, se consulte a un o una terapeuta.

La vida con otros es fuente de dolor. ¿Por qué nos cuesta tanto vivir con los demás? En principio, porque quieren cosas diferentes a las que queremos nosotros. Esto puede parecer una obviedad, pero los problemas comienzan cuando queremos establecer una serie de prioridades o acuerdos, incluso cuando invocamos un “sentido común” y, del otro lado, nuestro interlocutor nos dice que no. 

Por esta vía, la relación interpersonal se puede volver tensa, eventualmente agresiva; aunque sin llegar a tanto, alcanza con decir que la presencia del otro es el origen de las más diversas frustraciones. 

A veces tenemos que esperar; otras, cancelar alguna expectativa, reformular un interés íntimo, pero ¿no sería más fácil acusar al otro de “loco” o simplemente alejarnos? Es lo que muchas veces, sin más rodeos, hacemos. Sin embargo, la situación se repite a la vuelta de la esquina. Ni hablar cuando algo de esto ocurre con una persona a la que amamos.

“No puedo entender que no quiera que tengamos un hijo”, “Ya le dije mil veces que no me gusta que me llame por teléfono cuando estoy en el trabajo”, “Me cansé de gritar en esta relación”, etc., son algunas expresiones que escuchamos en boca de nuestros pacientes y amigos, cuando nos hablan de sus frustraciones. ¿Qué podemos hacer en circunstancias semejantes? 

Primero, lo que nunca habría que hacer y que, sin embargo, es lo que más frecuentemente se hace: justificar la frustración a partir de algún tipo de versión malvada del otro. “Lo que ocurre es que tu pareja es un psicópata”, “Lo que pasa es que él (o ella) es una persona tóxica”, etc., son enunciados que socialmente están difundidos, pero que pueden ser muy perjudiciales desde una perspectiva terapéutica. Por un lado, porque llevan a una suerte de victimización implícita, que se basa en una disociación trivial: el otro es malo… yo soy bueno. Dejemos en claro en este punto, no se trata de que no existan las víctimas, sino que las víctimas no suelen victimizarse, por eso deben ser reconocidas como tales. 

Por otro lado, junto a esta disociación, tenemos otro mecanismo que acompaña la dificultad para transitar una frustración y que consiste en buscar gratificaciones sin matices, que se den tal como las esperamos, porque de lo contrario pensamos que perdimos algo que era muy importante. 

Esta idealización de la satisfacción no solo nos hace poco tolerantes a lo inesperado, sino que nos conduce a verlo anticipadamente como algo negativo, sin considerar que esa decepción puede ser el inicio de una experiencia novedosa.

Ahora sí, entonces, digamos cómo se orienta el trabajo con este tipo de coyunturas, que son cada día más frecuentes, en torno a la frustración que nos impone la presencia del otro, con su voluntad inasimilable y un deseo enigmático. 

Por supuesto que todas las situaciones anteriores son más que atendibles (querer tener un hijo, no ser interrumpido en el trabajo, querer conversar en calma); en todo caso, lo complejo del malestar con que se asocian radica en el intento de que el otro sea diferente, la impotencia con que se denuncia la frustración muestra que está relacionada mucho más con una relativa dificultad personal: nos cuesta cambiar, somos más o menos rígidos, nuestro carácter es una especie de coraza que, con el tiempo, hizo que viviésemos una vida automatizada y en la que hay poco lugar para los demás. 

Revisemos los ejemplos: ella quiere tener un hijo y se queja de que él no quiere, pero no se trata de que él no quiera, sino de que él no quiera cuando ella quiere, entonces ella se fastidia y acusa su desamor, pero ¿qué clase de amor es este? Por cierto, un tipo de amor muy infantil, basado en la renuncia y en la prueba que se reduce al consentimiento caprichoso.

Veamos el otro ejemplo: el padre le dijo mil veces a sus hijos que no lo interrumpan cuando está en el trabajo, pero en realidad lo que le molesta no es la interrupción, sino la pérdida de concentración, que lo enoja porque lo saca de un modo de hacer las cosas en el que no hay chance de que haya otra mirada; está acostumbrado al ensimismamiento, y todo aquel que se cruce en su camino es un obstáculo al que le cobra sus distracciones, como cuando se puede poner de malhumor por no haber terminado lo que tenía previsto y, entonces, descarga su ira en los otros, sus hijos, su pareja o quien sea. Nuevamente, se trata de un caso de rigidez de carácter. Él se puede calificar como exigente y superdetallista, rasgos que explican su éxito relativo, pero un terapeuta no podría soslayar el costo psíquico de esta forma de ser, su condición restrictiva y eventualmente difícil en la relación con los demás.

Pasemos ahora al tercer ejemplo, en la medida en que seleccionamos estas tres situaciones, ya que pueden variarse y representar una serie diversa de casos. Alguien dice que se cansó de gritar en las conversaciones (con su pareja, con sus padres, su jefe, etc.), pero usa ese cansancio como una conquista. En esta declaración, antes que abatido, se muestra con la altura moral que solo otorga la autocomplacencia. Esta es otra modalidad que adquiere la rigidez de carácter, junto con el capricho y la exigencia. De esta manera es que puede perfilarse que la vía de trabajo de las frustraciones se relaciona con poner en la mira no lo que los demás hacen, sino el carácter como una estructura definida, que atenta contra los vínculos, pero mucho más contra nuestra capacidad de experiencia.

En última instancia, la fijación del carácter es una estrategia adaptativa que apunta a que el mundo se vuelva predecible. Todos lo necesitamos de alguna manera, pero esto no deja de tener un costo. Con el tiempo, la respuesta que al principio era facilitadora se empieza a anquilosar, ya sea porque se usa en demasía y se vuelve inflexible, o bien porque no permite producir nuevos medios para situaciones en las que podríamos crecer, volvernos diferentes a nosotros mismos, si conserváramos el criterio de la jovialidad, que consiste en permanecer flexibles psíquicamente a pesar del tiempo (que no es lo mismo que la edad).

La mayoría de nosotros, con los años, pierde su capacidad creativa; se apega a esa corteza de la personalidad que es el carácter y renuncia –ya por miedo, ansiedad u otros factores que nos hacen necesitar la tranquilidad y lo estable– a la plasticidad emocional. Como dijimos antes, esto nos predispone a mayores frustraciones y hace que la vida con los demás se vuelva especialmente sufriente. Al mismo tiempo, hace que vivamos con un esfuerzo mayor del necesario, del indispensable para mantenerse vivo y, además, nos priva de conocer diversas fuentes de placer (no idealizadas) que nos enriquezcan. En la práctica terapéutica, esta cáscara caracterológica se pone de manifiesto en el inicio del tratamiento, cuando muchas veces los pacientes cuentan que aquello que su analista les dice no les gusta; es decir, viven la palabra del analista como algo invasivo, que los hiere, que los interpela.

En definitiva, un tratamiento psicoanalítico no deja de apuntar a que alguien se depure de sí mismo, a que se reencuentre con sus aspectos más lúdicos y, para que algo así pueda ocurrir, es preciso desarticular ciertas convicciones indulgentes que nos acompañan y nos blindan ante los otros. Para volver a jugar, se trata de que primero nos animemos a poner un poco en cuestión, a dejar a veces de lado ese “yo” (victimizado, veleidoso, hiperexigente y autocomplaciente) que nos inventamos para decir “Soy así”.

Si sufrimos tanto en el amor y en el vínculo con los demás, entonces, quizá no sea solamente por los otros, sino por aquello que en nosotros mismos se cierra al cambio y hace que interpretemos como frustraciones todo lo que no confirma lo que esperamos.

Vidas sin comunidad

Una pregunta fundamental para cualquier tiempo histórico, pero que cobra sentido singular en la contemporaneidad, es la que interpela: ¿qué somos en común? Se trata de una pregunta reflexiva que se sostiene en una reflexividad que interviene sobre los modos de relación social presente, es decir, es una interrogante que señala las prácticas y acciones de los individuos.

Esa pregunta reflexiva y general se expande en otras que interrogan, por ejemplo, ¿qué tipo de individuo es el que asiste hoy a la constitución de algo en común? O también: ¿es posible en tiempos de individualismo la idea de comunidad? O la que revela el problema sociológico fundamental: ¿podemos vivir juntos?

Esta última cuestión concentra una condición necesaria pero no suficiente: la reciprocidad; porque para vivir juntos es imprescindible el acto simbólico del intercambio, considerando que en esto se constituye buena parte de lo que podemos llamar un lazo común que alberga una práctica material que se denomina vida social. Los actos de reciprocidad fundan, entonces, alianzas y filiaciones afines que nos conforman como sujetos que participamos activamente en algo que es la relación social.

Sin embargo, resulta importante situar las condiciones y características de esa reciprocidad que nos conforma en una situación común, cuando las formaciones sociales de nuestro presente se fundamentan en las valoraciones y los actos plenamente individuales. Es decir, en una época que cada acción que un individuo realiza está supuesta como una estrategia vital personal y no en la expectativa de la acción recíproca del otro, parece algo incongruente definir lo común de la vida social.

Una línea que aquí podemos esbozar para arriesgar un planteo que en épocas pospandémicas y de nueva normalidad nos posibilite indagar en la cuestión es acerca de la función que todavía cumplen los ritos en las percepciones y orientaciones simbólicas de la vida común y las relaciones sociales. Un rito es aquello que vuelve posible la relación activa con otra persona, y en ese sentido es lo que carga de vitalidad cualquier vínculo; en este aspecto puede sugerirse que los ritos son la efervescencia o el fervor de la vida en común. Es bien cierto que pareciera a simple vista que ya no hay tantos rituales: estadísticamente hay menos casamientos que en tiempos anteriores, es notorio que los bares y cafés ya no tienen sus asistentes frecuentes que ritualmente ocupaban siempre la misma mesa, y apenas se sigue recibiendo y leyendo el diario del domingo, por dejar sentados solamente algunos ejemplos de rituales en extinción.

De todos modos, deben también apreciarse las instancias de rituales menores que afianzan capacidades y estrategias de vinculación. El individualismo contemporáneo desfondó los rituales, los despojó de sus fundamentos estables, pero para cargarlos de ritos mínimos que se intercambian permanentemente. La era a la que asistimos es una de intercambios rituales evanescentes que se disuelven una vez efectuados, y que como en la canción de Babasónicos, que justamente se titula Como eran las cosas, muestran “que es momento para otra bomba de humo y batirme en retirada”. Es una revelación de época la canción, porque concretamente el pase mágico de desaparecer luego de una bomba de humo confronta con enfrentarse a la retirada. Retirarse nunca es fácil porque implica despojarse de lo que hasta ese momento se pudo ser, y por esto mismo esos mínimos rituales consiguen otras formas de relación social, donde ya no se trata del rito constante y repetitivo que consagra una sólida forma de vivir con otros, sino de composiciones y trazos afectivos y emotivos que despliegan vinculaciones situacionales.

Sobre esta última idea alcanzamos una primera explicación de las condiciones de la vida social, esto es, que para que haya efectivamente una comunidad, la misma debe ser dinámica y expuesta a sus conversiones. La idea sostenida de la estabilidad de las comunidades o, también, de las sociedades se justificaba precisamente en la dimensión ritual: porque ante rituales fijos y persistentes los lazos se perciben sólidos. Esto es correcto, aunque no es suficiente, porque esa percepción de la estabilidad y la solidez del lazo se debe a que los ritos se contienen en fundamentos institucionales que ordenan regulaciones morales compartidas, sin que esto contradiga que el acto fundacional de la vida social es el conflicto y, más plenamente, la violencia fundacional del sacrificio. Pero todas las sociedades cambian y la cualidad del tiempo presente es que estos cambios aparecen como más intempestivos y corrientes porque los dinamismos comunitarios han desarraigado a los ritos de su permanencia, ligándonos ahora a lo que el sociólogo francés Michel Maffesoli define como una “impermanencia vital”.

En Las formas elementales de la vida religiosa, un libro de 1912, quien es considerado el padre fundador de la sociología, Émile Durkheim, escribió: “En una palabra, los antiguos dioses o envejecen o están moribundos, y no han surgido otros”. Esta maravillosa idea señala, para lo que aquí nos interrogamos, dos cuestiones fundamentales: primeramente, lo que indicamos anteriormente respecto a que las sociedades están siempre en tránsito hacia algún cambio, pues Durkheim a principios del siglo XX ya revelaba esa conversión social; y esto se atribuye a que las relaciones sociales conllevan las expectativas de las acciones sociales de los individuos, lo que nunca es estrictamente equilibrado, aunque sí pueda ser ordenado moralmente para formalizar la vida en común. Por otro lado, y a esto nos proponemos llegar, es que la actualidad de esa sentencia de Durkheim no se debe al hecho de que pueda afirmarse actualmente con la misma nitidez que frente al envejecimiento de los antiguos dioses todavía no aparecieron otros sino, más elocuentemente, a que en el presente ya no se espera nada de los dioses. Esa es la clave de elaboración de un pensamiento para la vida en común en tiempos de individualismo: si los rituales han sido desfondados y ahora se cubren de ritos mínimos y efímeros, si ya no se espera nada de dioses ni tampoco de instituciones, ¿cómo es posible ser recíprocos y hacernos en común a partir del intercambio con los otros?

Asistimos a formas de convivencia de una era sin represiones, aunque esto no significa sin renegaciones. Paradójicamente, mientras menos represiones morales refuerzan conductas y entonces los individuos se realizan como socialmente abiertos a la pluralidad de perspectivas de la vida, a la vez existen mayores renegaciones del conflicto y la hostilidad que conforma la vida social, y cualquier sociedad que reniegue la hostilidad que significa la actividad recíproca con otros se enfrentará a la consecuencia de perecer.

Del hecho de que las conductas de los individuos no estén constreñidas por estructuras morales que se perciban fijas y estandarizadas no se sigue con necesidad que la vida en comunidad se ha vuelto más libre. El sociólogo Alain Touraine, en un libro que titula El fin de las sociedades –para explicar que los modelos institucionales de la vida en común se han evaporado o pasaron a constituir instancias secundarias del lazo social–, señala que lo que anteriormente el pensamiento sociológico definió como actores sociales, es decir, individuos que en el ejercicio de la acción implicaban la reciprocidad y expectativa de sentido para el otro, ya ha dejado de existir como tal, y que ahora afrontamos una “situación postsocial” con “actores morales”, lo que significa individuos cuyas acciones están referidas a una personal referencia moral sin adecuación al vínculo con otros, pero que además considera que su referencia moral es universalizable, es decir, que todos y todas deberían pensar y actuar de la misma manera.

Esto que argumentamos conforma una idea de libertad como ausencia de constricciones, lo cual forma tipos de subjetividades restrictivas y cada vez menos libres, y simplemente porque nadie está capacitado para hacer lo que quiere. Los individuos de la vida “postsocial” se entregan a una constricción implacable donde se obedece el mandato de hago lo que quiero con el costo de dejar de decidir lo que se quiere hacer.

 

☛ Título: Contactos frágiles

☛ Autores: Esteban Dipaola y Luciano Lutereau

☛ Editorial: Paidós
 

Datos de los autores

Esteban Dipaola es doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Es investigador del Conicet y profesor regular de grado y posgrado en la UBA.

También es profesor de Filosofía en la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales (UCES). Ha publicado artículos en revistas científicas y los libros Cuando el otro es Otro (con Luciano Lutereau), Lo inmediato y Las formas del deseo.

Luciano Lutereau es psicoanalista, doctor en Filosofía y doctor en Psicología por la UBA, donde trabaja como docente e investigador.

Dirige la revista de psicoanálisis y filosofía Verba Volant e integra el comité de redacción de prestigiosas publicaciones.