DOMINGO
Una mirada filosófica de candente actualidad

Zizek contra los populistas

En este texto de 2006 –que acaba de aparecer en español–, el filósofo esloveno adelanta con clarividencia la deriva “protofascista” de la revolución bolivariana de Hugo Chávez, que hoy continúa Nicolás Maduro. Y advierte que detrás de la práctica populista de construir un “nosotros contra ellos” subyace el riesgo de que ese “otro” se vuelva un estereotipo, como “los judíos” o “los inmigrantes”, al que se pueda culpar de todos los males.

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Multitudes. “Transformar el antagonismo social inmanente en un antagonismo entre el pueblo unificado y su enemigo exterior, alberga una tendencia protofascista a largo plazo”. | Palacios

El No de los franceses y los holandeses al proyecto de una Constitución Europea fue un rotundo ejemplo de lo que en la “teoría francesa” se designa como un significante flotante: un no lleno de sentidos confusos, inconsistentes, sobredeterminados, una suerte de contenedor donde conviven la defensa de los derechos laborales y el racismo, las reacciones ciegas a lo que se percibe como una temible amenaza y las esperanzas utópicas más o menos vagas. Se nos dijo que el No era en realidad un no a muchas cosas: al neoliberalismo anglosajón, al gobierno de Chirac en Francia, al flujo inmigratorio de los obreros polacos que hacía que cayesen los salarios de los obreros franceses, y más. La verdadera lucha está en pie hoy: una lucha por el significado de este no. Porque ¿quién va a apropiárselo?, ¿quién –si es que alguien lo hace– va a traducirlo en una coherente visión política alternativa?

Si hay una lectura del No que es la predominante, se trata de una nueva variación del viejo eslogan de Clinton “¡Es la economía, estúpido!”, donde el No sería una supuesta reacción al letargo económico de Europa –rezagada respecto de los nuevos bloques emergentes de poder económico–, una reacción a la inercia de Europa en lo económico, en lo social y en lo ideológico-político. Pero una reacción paradójicamente inapropiada, reacción en favor justamente de esa inercia de los europeos privilegiados, de los que buscan aferrarse a los viejos privilegios del estado de bienestar. Se trató de la reacción de la “vieja Europa”, disparada por el miedo a cualquier cambio auténtico, el rechazo a las incertidumbres de ese mundo feliz de la modernización globalizante.

No es extraño que la reacción de la Europa “oficial” haya expresado un temor, casi lindante con el pánico, ante las peligrosas pasiones “irracionales”, racistas y aislacionistas de quienes apoyaron el No desde una negación pueblerina a la apertura y el multiculturalismo. Uno está acostumbrado a escuchar a los que se quejan de la creciente apatía de los votantes o de la cada vez más baja participación popular en política; los liberales, alarmados, hablan constantemente de la necesidad de que las personas se movilicen en iniciativas surgidas de la sociedad civil, de que se involucren más en el proceso político. Sin embargo, cuando la gente se despierta de su modorra apolítica, lo hace invariablemente bajo la forma de una revuelta populista de derecha, y acaba no siendo raro que muchos tecnócratas liberales ilustrados se pregunten si aquella “apatía” no era, en el fondo, una bendición.

Y en este punto hay que prestar atención al hecho de que incluso esos elementos que en apariencia constituyen un puro racismo de derecha son, en realidad, una versión desplazada de las reivindicaciones de los trabajadores. Por supuesto que es racista el reclamo por ponerle freno a la inmigración de trabajadores extranjeros que ponen en riesgo nuestros empleos; lo que sí habría que tener en cuenta es que la afluencia de trabajadores venidos de los países poscomunistas no es el resultado de cierta forma de tolerancia multicultural, sino que es parte efectiva de la estrategia del capital para contener las demandas de los trabajadores. Por eso es que en Estados Unidos el republicano Bush hizo más por la legalización de los inmigrantes ilegales mexicanos que los demócratas, sometidos a las presiones de los sindicatos. Irónicamente, el populismo racista de derecha es la mejor demostración actual de que la lucha de clases, lejos de haber quedado obsoleta, está en crecimiento. La lección que la izquierda debería extraer de esto es la de no cometer un error equivalente al del populismo racista en sus mistificaciones/transferencias de odio al extranjero que acaban tirando el agua de la bañera con el niño adentro, y no volcarse simplemente al repudio del racismo populista antiinmigratorio en nombre de la apertura multicultural pero tapando el contenido desplazado de lucha de clases.

Por muy bienintencionada que se pretenda, la mera insistencia en un aperturismo multicultural es la forma más artera de lucha contra la clase trabajadora.

Es típica, en este sentido, la reacción de los integrantes del mainstream político alemán ante la formación, en 2005, del partido Die Link (La Izquierda), una coalición del PDS de Alemania Occidental y los disidentes de izquierda del SPD. El propio Joschka Fischer (del partido ecologista y centroizquierdista Los Verdes) tocó uno de los puntos más bajos de su carrera cuando dijo que Oskar Lafontaine (La Izquierda) era “un Haider alemán” –Jörg Haider, líder de la derecha xenófoba en Austria–, porque Lafontaine denunciaba que la importación de mano de obra barata de Europa del Este provocaba la caída de los salarios de los obreros alemanes. Es bastante sintomático que el establishment político (y cultural) reaccionara de modo tan exagerado y casi como en pánico al escuchar a Lafontaine usando la expresión “trabajadores extranjeros”,   lo mismo ante las palabras del secretario del SPD cuando este dijo que los especuladores financieros eran una plaga de langostas, como si estuviéramos ante la presencia de todo un revival neonazi. Esta ceguera política total, esta pérdida de la capacidad misma de diferenciar entre izquierda y derecha delata un pánico a la politización en sí. El rechazo automático a albergar cualquier forma de pensamiento que se salga de las coordenadas pospolíticas establecidas tachándolo de “demagogia populista” es, hasta el momento, la mejor prueba de que hoy vivimos concretamente bajo un nuevo Denkverbot. (La tragedia, claro, reside en el hecho de que el partido La Izquierda es concretamente un partido de pura protesta, sin un programa de cambio que sea viable y global).

El populismo: de las antinomias al concepto

El No franco-holandés nos entrega, de este modo, la más reciente aventura en la historia del populismo. Para la élite ilustrada tecnócrata-liberal, el populismo es intrínsecamente protofascista, es la renuncia a la razón política, una rebelión que es desbordamiento de pasiones ciegas y utópicas. La réplica más sencilla a toda esa desconfianza sería sostener que el populismo es intrínsecamente neutral: una suerte de dispositivo político trascendental-formal que puede incorporarse a diferentes compromisos políticos. Tal es la opción que Ernesto Laclau desplegó con sumo detalle.

Para Laclau, en un lindo ejemplo de autorreferencia, la lógica misma de la estructuración hegemónica se aplica también a la oposición conceptual entre populismo y política: el populismo es el objet a lacaniano de la política, la figura particular que representa la dimensión universal de lo político, cosa que lo convierte en el “camino real” (royal) para la comprensión de lo político. Hegel suministró un término para ese solapamiento de lo universal por medio de una parte de su propio contenido particular: “determinación por oposición” (gegensatzliche Bestimmung), el punto en que el género universal se encuentra a sí mismo en sus especies particulares. El populismo no es un movimiento político específico sino lo político en estado puro: la “inflexión” del espacio social capaz de afectar a cualquier contenido político. Sus elementos son puramente formales, “trascendentales”, no ónticos; el populismo surge cuando una serie de demandas “democráticas” particulares (por más seguridad social, mejores servicios de salud, menos impuestos, más compromiso con lograr la paz, etc.) se encadena en una serie de equivalencias, y ese encadenamiento genera al “pueblo” como sujeto político universal. Lo que caracteriza al populismo no es el contenido óntico de esas demandas sino el mero hecho formal de que, por medio del encadenamiento de estas, el pueblo emerge como sujeto político y las distintas luchas y antagonismos particulares toman la forma de un enfrentamiento antagónico global entre “nosotros” (el pueblo) y “ellos”. De nuevo, el contenido del “nosotros” y el “ellos” no es algo previamente establecido sino justamente lo que se pone en juego en la lucha por la hegemonía: incluso elementos ideológicos tales como el racismo o el antisemitismo más brutales pueden ser un eslabón en una cadena de equivalencias populista, según el modo en que el “ellos” se construya.

Queda claro ahora por qué Laclau prefiere el populismo a la lucha de clases: el populismo brinda una matriz “trascendental” neutra de enfrentamiento abierto, cuyos contenidos y apuestas se definen a sí mismos en razón del enfrentamiento ocasional por la hegemonía, mientras que la lucha de clases presupone un grupo social particular (la clase obrera) como agente político privilegiado, con un privilegio que no es consecuencia de la lucha por la hegemonía sino que se basa en la “posición social objetiva” de ese grupo; la lucha ideológica y política queda, en última instancia, reducida a un epifenómeno de procesos y poderes sociales “objetivos” y sus conflictos. Para Laclau, por el contrario, el hecho de que una lucha particular se vea elevada a la categoría de “equivalente universal” de todas las luchas no es un factor determinado de antemano, sino el resultado de la lucha política contingente por la hegemonía. En determinado contexto, esa lucha puede ser la lucha de los trabajadores; en otro contexto, será la lucha anticolonialista patriótica, y en otro, la lucha antirracista en favor de la tolerancia cultural. No hay nada en las cualidades positivas inherentes de cada lucha particular que la predestine a cumplir ese rol hegemónico de “equivalente general” de todas las luchas. La lucha por la hegemonía, de este modo, no solo presupone una grieta insalvable entre la forma universal y la multiplicidad de los contenidos particulares, sino también lo contingente del proceso por el que uno de esos contenidos se “transustancia” en la encarnación inmediata de la dimensión universal, como sería el caso –el ejemplo es del propio Laclau– de las demandas particulares de Solidarnosc en la Polonia de los años 80, elevadas a encarnación del rechazo general del pueblo al régimen comunista, de modo que las distintas versiones de la oposición anticomunista (desde la oposición nacionalista-conservadora, pasando por la oposición democrática-liberal y la disidencia cultural, hasta llegar a la oposición de la izquierda obrera) se reconocían a sí mismas en el significante vacío Solidarnosc.

Así es como Laclau intenta diferenciar su postura a la vez del gradualismo (que comprime la dimensión misma de lo político: lo único que queda es la realización gradual de demandas “democráticas” particulares dentro de un espacio social diferenciado) y de la idea opuesta de una revolución total que desembocaría en una sociedad plenamente autorreconciliada. Lo que ambos extremos pierden de vista es la lucha por la hegemonía en la que una demanda particular se eleva a la dignidad de Cosa, pasando a ser representativa de la universalidad del “pueblo”. Así, el campo de la política queda atrapado en una tensión irreductible entre significantes vacíos y flotantes: algunos significantes concretos comienzan funcionando como vacíos, encarnando de manera directa la dimensión universal, incorporando en la cadena de equivalencias –que estos totalizan– una buena cantidad de significantes flotantes.

Laclau moviliza esa grieta entre la necesidad “ontológica” de un voto de protesta populista (condicionado por el hecho de que el discurso del poder hegemónico no puede incorporar toda una serie de reclamos populares) y el contenido óntico coyuntural al que ese voto va unido, para así explicar el supuesto giro hacia el populismo de derecha del Frente Nacional adoptado por muchos votantes franceses que hasta los años 70 habían apoyado al Partido Comunista. La elegancia de esta solución es que nos evita el aburrido tópico de una supuesta solidaridad más profunda (y totalitaria, por supuesto) entre la extrema derecha y la “extrema” izquierda.

Aunque la teoría de Laclau sobre el populismo sobresale en nuestros días como uno de los grandes (y, por desgracia para la teoría social, raros) ejemplos de auténtico rigor conceptual, habría que señalar, de todos modos, un par de rasgos problemáticos. El primero de ellos atañe justamente a su definición de populismo. La serie de condiciones formales que Laclau enumera no basta para justificar que a determinado fenómeno se lo llame “populista”, y uno también debe tener en cuenta el modo en que el discurso populista emplaza el antagonismo y construye al enemigo. En el populismo, el enemigo se externaliza o se reifica en una entidad ontológica positiva (aunque esa entidad sea espectral) cuya aniquilación restablecerá el equilibrio y la justicia. De manera simétrica, nuestra propia identidad –la del agente político populista– se percibe como preexistente al ataque del enemigo. Observemos el preciso análisis que hace el mismo Laclau del cartismo (movimiento popular británico en el siglo xix) como un populismo:

“Su leitmotiv dominante consistió en situar los males de la sociedad no en algo inherente al sistema económico sino, al contrario, en el abuso de poder de los grupos parasitarios y especulativos que detentaban el control del poder político: la ‘vieja corrupción’, en palabras de Cobbett. (…) Fue por esta razón que el rasgo más fuertemente resaltado de la clase dirigente fue su ociosidad y parasitismo”.

En otras palabras, para un populista la causa de los problemas nunca es el sistema como tal, sino el intruso que lo corrompe (son los especuladores financieros, por ejemplo, y no necesariamente los capitalistas); no se trata, en definitiva, de un vicio fatalmente inscripto en la estructura, sino de un elemento que no desempeña correctamente su rol dentro de ella. Por el contrario, para un marxista (como para un freudiano), lo patológico (el comportamiento desviado de ciertos elementos) es síntoma de lo normal, un indicador de lo que está mal en la estructura misma en la que se integran como amenaza esos arrebatos “patológicos”. Para Marx, las crisis económicas son la clave para entender el funcionamiento “normal” del capitalismo; para Freud, los fenómenos patológicos, como los brotes histéricos, suministran la clave de la constitución (y de las contradicciones ocultas que sostienen el funcionamiento) de un sujeto “normal”. Por esto es que el fascismo es, sin duda, un tipo de populismo. Su figura del judío es el punto equivalente de la serie (heterogénea y, por lo demás, inconsistente) de amenazas que experimentan los individuos; el judío es considerado con todas características en simultáneo: un individuo demasiado intelectual, sucio, sexualmente voraz, exageradamente trabajador, un explotador financiero. Y aquí encontramos otro rasgo crucial del populismo, y uno que Laclau no menciona. Laclau subrayaba con buen criterio que el significante maestro populista para el enemigo es vacío, vago, impreciso y demás:

“Afirmar que la oligarquía es responsable de la frustración de las demandas sociales no es afirmar algo que puede ser comprendido a partir de las mismas demandas sociales, sino que es provisto desde afuera de esas demandas por un discurso en el cual estas pueden inscribirse. (...) Es aquí donde necesariamente surge el momento de la vacuidad, que sigue al establecimiento de los vínculos equivalenciales. Ergo, hay ‘vaguedad’ e ‘imprecisión’, pero que no resultan de ningún tipo de situación marginal o primitiva, ya que se inscriben en la naturaleza misma de la política”.

Sin embargo, en el populismo en sentido estricto este carácter “abstracto” siempre se complementa con la pseudoconcretitud en la figura que se selecciona como el enemigo, ese agente particular que está detrás de todas las amenazas al pueblo (...).

Este añadido a la definición de populismo de Laclau no implica en modo alguno un regreso al nivel óntico; seguimos en el nivel ontológico-formal y, al tiempo que aceptamos la tesis de Laclau de que el populismo es una determinada lógica política formal que no está atada a ningún contenido, lo que hacemos es añadirle este rasgo (no menos “trascendental” que los otros) de su reificación del antagonismo en una entidad positiva. En tanto tal, el populismo por definición contiene un mínimo, una forma elemental de mistificación ideológica, y esa es la razón por la que, aun cuando efectivamente no sea más que un marco formal o una matriz de lógica política capaz de encauzar distintas torsiones políticas (nacionalismo reaccionario, nacionalismo progresista, etc.), aun así, y en la medida en que su propio sentido es el de transformar el antagonismo social inmanente en un antagonismo entre el pueblo unificado y su  enemigo exterior, alberga en última instancia una tendencia protofascista a largo plazo.

Muchos de los que están a favor del régimen venezolano de Hugo Chávez hacen una distinción entre el extravagante y por momentos payasesco estilo de su caudillismo y el amplio movimiento popular de los pobres y los desposeídos autoorganizados que sorprendentemente lo llevaron de vuelta al poder después del golpe apoyado por Estados Unidos que lo había derribado. El error en esta concepción está en pensar que lo segundo puede darse sin lo primero: el movimiento popular necesita la identificación con la figura del líder carismático. La limitación de Chávez reside en otro aspecto, en un factor que es justamente el que hace que su rol sea posible: los ingresos por el petróleo. Es como si el petróleo fuera siempre una bendición complicada, si no directamente una maldición. Gracias a este recurso, Chávez puede seguir teniendo gestos populistas sin tener que pagar su verdadero precio, sin inventar algo verdaderamente nuevo en lo económico. El dinero le permite adoptar medidas populistas y anticapitalistas inconsistentes, dejando incólume el edificio capitalista, lo que significa no actuar sino posponer la acción, el cambio radical. (Pese a su retórica antiestadounidense, Chávez vela por la salud de los contratos entre Venezuela y Estados Unidos: es, realmente, “un Fidel con petróleo”).