Por Teresa A. Veccia*
Se habla cada vez más del bullying. Ocupa mucho espacio en los medios y generalmente aparece asociado a desenlaces trágicos. Aunque poco se reflexiona acerca de cómo llega a producirse, cuáles son los escenarios favorables a su desarrollo y cuáles las consecuencias, no solo para la subjetividad de los implicados, sino para la comunidad que lo aloja y para la sociedad en su conjunto.
La violencia instalada en las relaciones de convivencia en la escuela tiene alcances y consecuencias severas. Valores como la solidaridad, la cooperación y la tolerancia al diferente, van siendo erosionados y algunas prácticas escolares instituidas incluso los contradicen. Niños y jóvenes están siempre atentos a tales contradicciones y miran expectantes las discrepancias entre lo que se dice y lo que se hace. Entre las palabras y las acciones.
Nuestro trabajo continuo en las escuelas nos ha permitido constatar que esa violencia, una vez instalada, solo deja víctimas. Son víctimas los ejecutores, los instigadores, los testigos y todos los actores institucionales directa o indirectamente involucrados. Porque en todos y cada uno de ellos quedará una huella. Una marca en la subjetividad que puede contribuir a instalar la desconfianza en el otro y puede expandirla, más allá del escenario escolar, en la vida social de cada cual.
Con un acto violento no solo se destruyen realidades físicas, sino también estados psicológicos y sociales: afectos, conciencias, pensamientos y relaciones entre personas. Se perturban y debilitan los lazos sociales. Es por eso que, hace cinco años, desde la Facultad de Psicología, pusimos en marcha un Programa de Extensión Universitaria cuyo objetivo es implementar acciones para promover la convivencia pacífica y prevenir el acoso en las escuelas.
El acoso entre pares es una de las múltiples violencias que pueden ocurrir en contextos escolares. Sucede cuando una relación que se espera simétrica y confiable, como la relación entre compañeros de escuela, se transforma en asimétrica y amenazante. El acoso se configura al modo de un vínculo dominador-dominado, en el cual son partícipes (por acción u omisión) otros actores que resultan necesarios para que el fenómeno se despliegue. Los testigos o espectadores, los que saben pero callan en función de un pacto de silencio que prolonga la situación de acoso.
Ese pacto, presente en otros episodios colectivos, como en el caso de la muerte del joven estudiante tras el ataque por un grupo de rugbiers en Villa Gesell, implica tanto un medio de autodefensa ante posibles consecuencias futuras, como un pasaporte de pertenencia grupal: “sos de los nuestros”. El estilo de “hermandad” queda entonces determinado por la cercanía al supuesto poderoso y no por lazos de cooperación, solidaridad y empatía.
Frecuentemente, estos hechos se difunden a través de los medios y de las redes, multiplicando los espectadores. El poder, en tales casos, no se obtiene mediante instrumentos o procedimientos consensuados entre los integrantes de un grupo, sino por la mera aniquilación del débil o del diferente, que en realidad representa el aspecto más temido del fuerte.
El acoso es violento porque el daño y la agresión resultan disruptivos: el sujeto violentado no lo espera, no lo prevé o no puede defenderse. Y, además, porque existe un desequilibrio de poder entre las personas implicadas: la violencia sería así una manifestación extemporánea y desmesurada de la fuerza o del poder físico, psicológico o social, que descarga un sujeto o grupo de sujetos sobre otro/s que no puede defenderse ni está preparado para ello.
Si nos detenemos un poco en el origen del término, vemos que el anglicismo bullying (viene de bull, que significa toro en inglés), tiene
origen en la tauromaquia, definida como el “arte de lidiar con toros”, de librar una contienda entre un jinete y un toro hasta enfurecer al animal y luego matarlo. Su equivalencia en español es el término acoso, que, en su origen, se utilizaba para designar la persecución a caballo y en campo abierto de una res vacuna, generalmente preliminar a su derribo y tienta.
Entre las enmiendas que presentó la RAE en 2017 a los significados usuales del término, figura la incorporación de la sinonimia con “acoso escolar”: “acoso. … [Adición de forma compleja]. ‖ acoso escolar. m. En centros de enseñanza, acoso que uno o varios alumnos ejercen sobre otro con el fin de denigrarlo y vejarlo ante los demás”.
Pero más allá de la expansión etimológica, la crueldad y el maltrato, en tanto fenómenos destructivos generados en la convivencia entre pares, asumen características violentas y disruptivas cuando se cronifican y pasan a formar parte de una organización estructural. Entonces, sus manifestaciones pueden ser asimiladas, toleradas y naturalizadas, hasta convertirse en sistemas relacionales, en formas de convivir y relacionarse, que los sujetos internalizan y eventualmente replican en otras situaciones sociales distintas.
Los adultos encargados de la formación de los niños muchas veces ajustan sus creencias y expectativas a un modelo heredado de relaciones entre pares que ya no corresponde a la época actual. La forma en que niños y jóvenes construyen sus propios códigos de convivencia ha cambiado y sabemos poco al respecto. La diferencia entre una broma y una agresión, por ejemplo, no parecen muy nítidas entre los niños, y los adultos pueden con facilidad malinterpretar estos códigos y fallar en las medidas contingentes que emplean. Esto explicaría el fracaso al tratar de imponer ciertas normas disciplinarias.
Lo que llamamos bullying es pues un fenómeno complejo, que involucra, de distintas maneras, al conjunto de la comunidad educativa, y que debe analizarse en función de las diferentes formas de grupalidad que actualmente construyen niños y jóvenes, así como de los contextos específicos en los que se desarrolla, y de los aspectos institucionales que lo enmarcan. Para erradicarlo se requiere de prevenciones eficaces y sustentables en el tiempo, no solo de medidas puntuales. La convivencia violenta entre estudiantes es un llamado de alerta para toda la sociedad.
* Profesora titular de la cátedra Teoría y Técnicas de Exploración y
Diagnóstico Psicológico de la Facultad de Psicología de la UBA. Profesora a
cargo de la Práctica Profesional Abordaje y Prevención del acoso entre
pares (Bullying).