EDUCACIóN
Tendencia planetaria

Clases virtuales: ¿Cielo o Infierno?

El escritor y docente Gonzalo Santos analiza y reflexiona sobre los nuevos modos de enseñanza que impone la pandemia.

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Clases virtuales vía Google classrroom. | SHUTERSTOCK

Martes, diez de la mañana, y los más de trescientos trabajos en el Classroom siguen ahí, más amenazantes que el dinosaurio de Monterroso, lo mismo que las ganas de convertirse en un insecto kafkiano y no volver a salir del cuarto. Junto coraje y abro uno. En la primera línea advierto enseguida tres errores de ortografía, un gerundio innecesario y una sintaxis que adolece de todo tipo de fallas; en la segunda, un problema de coherencia: “No conecta bien con la anterior”, le escribo en un comentario al margen, mientras me pregunto cómo le explico que la oración anterior está mal construida sin utilizar un vocabulario técnico del que probablemente el alumno carezca. A veces, por pereza, en estos casos sólo les indico que hay un error de sintaxis y apelo a esa competencia lingüística de la que hablaba Chomsky: espero que ellos, como usuarios del castellano, adviertan un ruido en el orden de las palabras y puedan al menos intuir el error. Trato de ser optimista. Digamos que hasta las tres o cuatro de la tarde lo soy. A partir de entonces empiezo a experimentar la corrección como una forma de la tortura y me pregunto de qué clase de castellano serán usuarios los alumnos.

Cada trabajo me lleva alrededor de quince o veinte minutos. Ayer saqué la cuenta: estoy trabajando más o menos el doble de lo que el Estado me paga; aunque no es el Estado, por cierto, el que me exige este sobreesfuerzo, sino yo mismo. Pienso que a lo mejor me pasa lo que decía el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, eso de que hoy uno se explota a sí mismo figurándose que se está realizando. Pero no. En mi caso, me autoexploto y ni siquiera siento esa realización. Incluso tampoco me queda claro si la plusvalía le estaría sirviendo a alguien; durante la mañana, tiendo a pensar que sí.  

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De todas maneras, creo que hay algo bueno en todo esto, que es algo que, en las clases presenciales, no suele abundar: el reconocimiento de los alumnos. La mayor parte de ellos, cuando recibe el texto corregido —con más de cuarenta comentarios al margen, en algunos casos—, agradece el esfuerzo y asegura que va a tener en cuenta esas correcciones en las futuras actividades. Eso gratifica mucho y, al mismo tiempo, resulta un poco extraño, o más bien bastante, tal vez porque los docentes en Argentina no estamos muy acostumbrados a que se valore lo que hacemos. Lo dice siempre Jaim Etcheverry: más allá de lo que se enuncia, de lo declamativo, la educación no le suele importar a nadie —al menos en términos de logros académicos, o de calidad educativa—, y por añadidura la figura del maestro está cada vez más desprestigiada. Hay quienes incluso aventuran —tal vez porque lo desean— que vamos hacia un mundo donde los docentes seremos innecesarios: una prospectiva que la realidad demuestra cada vez más inverosímil.

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Los avances tecnológicos harán que en el futuro se pierdan millones de puestos de trabajo; eso nadie lo duda. Pero en el caso de la docencia, la ecuación parece otra: a mayor tecnología se hacen necesarios más docentes, salvo que la opción sea autoexplotarnos todavía más. Es una de las tantas enseñanzas que nos está dejando esta pandemia. Estamos lejos, tal vez más lejos que nunca, de poder prescindir de los maestros. No hay, de momento, ningún algoritmo capaz de hacer un recorte epistemológico más o menos personalizado; ni uno que permita incorporar el “modo de leer” que requiere un texto académico; ni tampoco hay una IA que sepa, entre otras tantas cosas, explicarle a un alumno por qué una oración está mal construida sin utilizar ningún término técnico —sujeto, predicado, objeto directo y, en suma, toda esa terminología aberrante que los pedagogos se encargaron de desterrar de la currícula—, cosa que por cierto, y si me disculpan, me recuerda que debo seguir trabajando.

*Es profesor de literatura y escritor. Su última novela es El juez y la nada (Aquilina ediciones). 
@gonzalosantos84