Una peronista histórica le planteó, aunque con ingenua esperanza, el problema de la inacción en el tema del robo de las manos de Perón al entonces presidente Néstor Kirchner y a su esposa, Cristina. Como todo buen político, prometió ocuparse manteniendo viva una ilusión que después defraudó. Fue en una larga conversación mantenida con Inés Valerga de Delú, quien había sido una de las principales colaboradoras de Evita y compartido el exilio venezolano con Perón. Fueron amigos de confianza. En Caracas, el General fue padrino de su casamiento postergado con el mayor Marcelo Delú, a quien había conocido en la Casa de Gobierno en el segundo gobierno del General, y también del bautismo de su hija Laura. Tal era la carga emotiva de Inés con la violación del cuerpo de Perón que un día, en una reunión realizada en la quinta presidencial de Olivos, le planteó al matrimonio Kirchner que algo había que hacer para resolver el caso todavía impune y encontrar las manos y a los profanadores. Le entregó un ejemplar de este libro para que se informara de los detalles. Nada hicieron a pesar de las promesas de rigor.
Ese mismo año 2007, el juez de la causa, Alberto Baños, tomó la iniciativa y le envió un escrito al presidente Kirchner solicitándole los antecedentes de más de cincuenta personas, entre civiles y militares, con fundadas sospechas y oscuros pasados con la dictadura y que tenían algún grado de vinculación con la profanación. El magistrado solicitó al gobierno toda la información clasificada disponible en el Estado como también de las actividades desarrolladas por la denominada Orden de la Rosa Mística. Pero dos años después recibió de Jefatura de Gabinete, con la firma de su titular, Aníbal Fernández, una lastimosa carilla, obvia e inservible, con un par de párrafos de solo uno de los nombrados. En los archivos periodísticos hay más información acumulada de la mayoría de esos sujetos que la brindada por el propio Estado.
La inesperada muerte de Néstor Kirchner en octubre de 2010 reavivó el fantasma de la profanación del cuerpo de un ex presidente. Al menos en su núcleo familiar. A su viuda y por entonces presidenta de la Nación, Cristina Fernández, la invadió la horrible sensación de que a su esposo le pudiera pasar lo mismo que al cuerpo de Perón. Empezó a obsesionarse con la seguridad del cadáver. Fue el empresario, socio y amigo de la familia Kichner, Lázaro Báez, quien se encargó de construir y financiar un imponente mausoleo de dos pisos y 625 metros cuadrados. Allí montó extremas medidas de seguridad con vigilancia de veinticuatro horas y cámaras que transmitían imágenes hasta el propio despacho presidencial. Dicen testigos directos que Cristina tenía miedo de que le robaran el cuerpo de su esposo y, especialmente, que se llevasen sus manos.
Un año antes, el juez Baños soportó presiones y persecuciones. En 2009 un comando entró a su domicilio de Adrogué en un operativo de pocos minutos, los que demandaban ir hasta la casa de su suegra, distante a pocas cuadras. Los supuestos ladrones solo se llevaron los últimos dos cuerpos del expediente, el teléfono celular, su agenda electrónica y la computadora portátil. No robaron nada más. Lo hicieron solo en doce minutos, tras desactivar en cuatro segundos los sensores de la alarma de la vivienda de la empresa Prosegur. Testigos afirmaron que una semana antes se había visto un sospechoso auto estacionarse por horas cerca de las vías del tren y de una plaza que está a poca distancia del domicilio del juez. Para Baños, fue un “operativo de inteligencia y de intimidación psicológica”. Y parece que no fue casualidad. El magistrado había llevado esa información a su casa con la intención de preparar un nuevo escrito reiterando el pedido, ahora al gobierno de Cristina Kirchner, de que dispusiera el levantamiento del secreto de los organismos de inteligencia del Estado. El día del robo, un cuñado de Baños que lo había acompañado a revisar el lugar después de la instrucción recibió varios llamados telefónicos que con voz simulada le preguntaron por un tal “Justino Valentino”. Analistas de inteligencia afirmaron después que el nombre era una clara referencia a quien “hace justicia” y a quien “se hace el valiente”. Al año siguiente, el magistrado recibió una carta con un pequeño ataúd de madera donde había una bala y una foto de él con un punto rojo en la frente. Por lo visto, mientras el Estado y los gobiernos miran para otro lado hay gente que se mantiene atenta, dispuesta a que no se hable del tema y, menos aún, se investigue y se sepa la verdad.
Años después, Atilio Neira fue informado por el periodista David Cox, radicado en EE.UU., de que la CIA tenía documentación clasificada sobre la profanación del cuerpo de Perón pero que se la había denegado. La respuesta oficial llegó mediante una carta fechada en agosto de 2012 y firmada por el secretario ejecutivo de la Central de Inteligencia Americana, Michael Meeks. Allí se contestó que esa información seguirá protegida de su publicación y que no se pondrá a disposición a menos que lo solicite la Justicia norteamericana. El abogado de Isabel Perón puso en conocimiento al juez de la novedad, quien luego elevó un pedido oficial a través de la Cancillería argentina para que la CIA desclasificara esa información con la intención de ser sumada a la causa. Al no haber respuesta, en 2016 reiteró la solicitud amparado en convenios bilaterales de intercambio de información cuando se trata de causas judiciales. Silencio. Un nuevo misterio que aporta más intriga con su negativa.
¿Fue el robo de las manos un hecho delictivo y extorsivo que buscó una recompensa económica? Esta es la pista más débil de todas a pesar de que fueron los propios profanadores los que exigieron públicamente el pago de ocho millones de dólares para devolverlas. Se supone que para cobrar un rescate o quedarse con una fortuna, una de las premisas más elementales es mantener discreción, operar sigilosamente, que nadie se entere. Pero los delincuentes premeditaron todo de tal manera que se produjera un escándalo y una conmoción pública nacional y mundial. Además, jamás reclamaron el dinero que habían pedido en sus cartas enviadas a los líderes del peronismo de entonces.
¿Se trató de una venganza esotérica, realizada por una logia con poder para vengarse de Perón? Si bien las propias organizaciones nunca lo han confirmado, se sabe que con las logias, como las citadas Masonería y P2, suelen convivir otras irregulares que tienen códigos internos que contemplan represalias si sus miembros no cumplen con los pactos asumidos o cometen traición, según explican distintas investigaciones. Como se caracterizó la última dictadura militar en cuanto a que los trabajos más sucios se realizaron con sistemas paralelos a la estructura de las Fuerzas Armadas, las venganzas de logias también suelen hacerse desde la informalidad. Además, y más allá de que Perón tuviera relaciones políticas con ambas grandes logias, lo cierto es que no hay pruebas documentales que acrediten haber sido miembro activo y formal de ellas como para merecer luego un castigo. Si el objetivo fue vengarse por algún supuesto compromiso no cumplido, al menos llama la atención por qué no se hizo antes de 1987. Por ejemplo, durante la propia dictadura, en la que la masonería, y especialmente la P2, estuvieron fuertemente ligadas a los más altos funcionarios del régimen. Si fue un atentado solo por un motivo económico o de castigo esotérico o de logia, entonces, ¿cómo se explica semejante operación de profanar una bóveda y un cadáver robando sus manos, ejecutar cuatro asesinatos, montar acciones de inteligencia para desviar la atención del juez y amedrentar en España a la viuda de Perón, manteniendo aún hoy presiones y amenazas sobre la Justicia?
Todos los análisis y las interpretaciones desarrolladas en estos treinta años implican manejarse, casi en forma obligada, con especulaciones, atar cabos sueltos, entrecruzar hechos y personajes en un juego de conspiraciones cruzadas, y permitir así construir una explicación creíble y razonable. Este libro está plagado de información histórica, de todos los actores que intervinieron, de lo ocurrido en 1987 y los años posteriores, y los contextos políticos. Por momentos, es un sistema de laberintos que no conducen a nada más que a nuevas especulaciones y nuevos laberintos. Pero vale detenerse en datos objetivos e incontrastables que permiten hacer una aproximación a la verdad buscada, separando el humo impuesto para ocultar y distraer:
El robo de las manos se produjo en un momento político bisagra para el país.
La operación tuvo apoyo político interno desde un sector del Estado.
El gobierno radical sabía más de lo que aportó a la causa.
Al juez Far Suau lo mataron.
Vinculados al caso hubo un total de cuatro asesinatos y un atentado que casi le cuesta la vida al comisario que trabajaba con el magistrado.
Se sembraron más de cincuenta pistas falsas para distraer la investigación.
Si impulsaron cinco juicios políticos para sacar al juez de la causa.
Todos los encubridores que trataron de impedir la investigación fueron ex integrantes de servicios de inteligencia militar, especialmente del Batallón 601.
Muertos el juez Far Suau y el comisario Ángel Pirker, la causa se cerró rápidamente.
No había cuentas secretas en Suiza que pudieran abrirse con las huellas dactiloscópicas de Perón.
Nadie insistió en cobrar la recompensa solicitada en la carta de los profanadores.
La masonería, en su versión tradicional, y la P2 tuvieron una activa presencia en el último gobierno de Perón y especialmente durante la dictadura. Y lo hicieron como agentes políticos internacionales.
Poder y logias, regulares e irregulares, son desde hace siglos parte de un mismo sistema de intereses.
Todavía permanecen activos grupos que quieren evitar que se investigue.
Existe de hecho un pacto de silencio de tres décadas que nadie se atreve a romper.
El peronismo se desentendió de la violación del cuerpo de su fundador.
Muy lejos de ser un simple caso delictivo o esotérico, las evidencias probadas apuntan a que el robo de las manos fue una operación de alta política que buscó desestabilizar al país y condicionar a la dirigencia política y a la sociedad en su conjunto en un contexto de transición y de redefinición del poder real de la Argentina. Y este hecho inauguró una serie de atentados similares que, si bien separados en el tiempo y con grupos y objetivos distintos, reconocen una misma matriz e iguales resultados finales: zonas liberadas, apoyo de un sector político ligado a la estructura estatal, ensuciamiento de la escena del crimen, trabas a la investigación y garantía de impunidad judicial y política.
Los autores intelectuales de la profanación definieron con precisión la operación, buscaron producir conmoción en un momento político clave, a pocos días de las cruciales elecciones de 1987, cuando se decidía si continuaba el proyecto reeleccionista alfonsinista de quedarse en el poder largos años o si regresaba el peronismo a la Casa Rosada. Un país aún sensible e inestable por las secuelas de la última dictadura con parte de los antiguos represores volcados al delito en la marginalidad del sistema y en medio de la ebullición de las FF.AA. por los juicios.
Los profanadores dieron un mensaje que, sin dudas, llegó a destino; de allí el éxito que se confirma con el silencio cómplice de todos estos años. Hicieron sentir su poder e influencia política. El hecho alteró en esos años el escenario político argentino y fue determinante en una sucesión de acontecimientos que condujeron a cambios abruptos que derivaron en el quiebre del país a fines de ese siglo.
Esta siniestra historia es una trama entrecruzada de episodios oscuros e intereses que se han movido, y aún lo hacen, alrededor del robo de las manos de Perón. Se pudo hacer mediante una organización que funcionó en tres niveles: el más alto, donde estuvieron los autores intelectuales, políticos que idearon el plan y financiaron su ejecución; el segundo, el de organizador e inteligencia que conformó al tercero, el ejecutor, que se encargó de realizar el trabajo sucio y entregar el botín. Son niveles escalonados, que a su vez suelen tener objetivos propios y compartimentados que suman al objetivo final, pero que pueden ser diferentes al interés del núcleo intelectual. Esto construye complicidades que garantizan silencios. Solo un grupo mafioso con apoyo político pudo planificar los tiempos de la operación y hacerlos coincidir con el aniversario del fallecimiento de Perón; cortar sus manos y luego hacer lo propio, simbólicamente, con las figuras que estaban en el departamento madrileño que habitaba Isabel Perón y también en la quinta 17 de Octubre; matar al juez y a testigos; intentar asesinar al comisario que lo ayudaba, hacer desaparecer documentación, terminar con la investigación y conseguir la inacción y un silencio cómplice de todos los gobiernos que se sucedieron.
Durante la investigación de este libro se detectaron tres claras actitudes de las decenas de protagonistas y dirigentes que se entrevistaron, en especial del peronismo: los que dicen que el robo de las manos de Perón es un hecho del pasado y que forma parte de esas historias sin final; los que sintetizan el tema afirmando “de eso no conviene hablar”, negando lo ocurrido, y unos pocos que prefirieren esquivarlo porque saben fehacientemente que detrás de la profanación hay importantes intereses de poder involucrados.
Un antiguo comisario de la Policía Federal, experto en organizaciones mafiosas, entendió el problema desde otro lugar. Dijo que era muy probable que el silencio imperante fuera la clara comprobación de que el operativo había salido perfecto, exitoso para todos: el objetivo se cumplió y el aviso llegó a quienes debía llegar. Pero también es cierto que el aún hoy vigente “pacto de silencio” puede significar que el robo de las manos siga siendo un tema peligroso, intocable, y que lo mejor que puede ocurrir es que pase el tiempo y todo termine en el olvido, prescripto, y así evitar que se conozca la red de complicidades involucradas.
Recordarles a quienes manejaron el Estado argentino, especialmente a los herederos de Perón, la impunidad de estos treinta años de la que todavía gozan los autores intelectuales y materiales del robo de las manos de Perón puede parecer hoy un tema del pasado, necrómano, esotérico, clausurado por el olvido o porque la investigación judicial está de hecho en un limbo. Todas justificaciones que no hacen más que confirmar la desidia de quienes tuvieron la responsabilidad y obligación de buscar la verdad. Porque llama la atención que en un país donde la Justicia siempre funcionó bajo control, presiones, influencia y manoseos del poder político de turno, todos los gobiernos que se sucedieron desde entonces hayan hecho un acto de profunda fe de independencia de los poderes de la República dejando a su suerte la investigación judicial, sin comprometer al Congreso y prescindiendo de los organismos de inteligencia que maneja el Poder Ejecutivo.
El deliberado olvido peronista se muestra como una increíble constante. Es evidente, entonces, que los profanadores y sus jefes intelectuales son más consecuentes con sus lealtades y compromisos que los propios herederos de Perón con su líder político. Por poner un ejemplo de negación: Antonio Cafiero, uno de los principales afectados por la operación profanación, escribió sus memorias de más de 700 páginas, que tituló Militancia sin tiempo, y en cuya tapa hay una foto de él con Perón. Sin embargo, ni una línea puso del robo de las manos y la conmoción que hubo en el país a pocos días de ser electo gobernador de Buenos Aires. Eso sí, el prefacio termina con un ¡Viva Perón!
En las conversaciones mantenidas con dirigentes peronistas hasta 2017, la mayoría reconoció que nada se había hecho para descifrar el misterio a pesar de que desde 1989 el peronismo gobernó, en todas sus vertientes y facciones, durante casi 25 años manejando los principales resortes del poder estatal. Y no obstante la contundente hegemonía ejercida, su dirigencia y militancia no tuvo la más mínima intención ni decisión política de averiguar quiénes fueron los autores de la mutilación, por qué lo hicieron y dónde escondieron sus manos. Presidentes, ministros, secretarios de Estado, gobernadores, intendentes, legisladores, dirigentes sindicales y tres generaciones de militantes que conviven en el universo partidario coinciden en una extraña y hasta sospechosa inacción a pesar de tener todos los instrumentos disponibles para saber la verdad. El principal de ellos: las estructuras de inteligencia del Estado, a la que se deben sumar las de las fuerzas de seguridad, el sistema judicial y los fiscales del Estado, por citar algunos de los actores decisorios. Sus seguidores aceptaron mansamente, y aceptan aún hoy, la mutilación de Perón como algo inmodificable. Ortodoxos, renovadores, progresistas, menemistas, cafieristas, rodriguezsaaístas, duhaldistas, kirchneristas, sciolistas, duhaldistas devenidos kirchneristas, peronistas del Frepaso, disidentes y federales, de la Coalición Cívica y macristas, los históricos y los jóvenes maravillosos, moyanistas y gordistas, los custodios doctrinarios de las 62 Organizaciones, intelectuales y militantes periodistas tienen en común la negación permanente de la profanación. Aquí, también, la verdad perdió frente al pragmatismo y al oportunismo de la política. La absoluta impunidad de los ejecutores es, en los hechos, la clara evidencia de que la dirigencia peronista le ha dado la espalda a la tan declamada lealtad a Perón. Probablemente los instigadores de tamaña vejación discurran hoy con tranquilidad, y hasta sean escuchados con atención, por los espacios de poder del país.
La exitosa operación de la profanación de Perón y la impunidad vigente es, en el fondo, una contundente derrota de la democracia argentina. El silencio mantenido todas estas décadas no hace más que ratificar el claro triunfo de los profanadores y su comando intelectual. Y una vergonzosa derrota política de los herederos de Perón. Mientras la impunidad continúe burlando el Estado de derecho, no cabe duda alguna de que será más fácil y funcional a ella que el peronismo evada su responsabilidad histórica y, en su lugar, siga usando políticamente el recuerdo y el valor simbólico de Perón para conquistar o mantenerse en el poder.
Sucede que la cuestión de fondo es la ausencia de verdad y justicia. Y esto sí excede al propio peronismo porque, en definitiva, es la violación del cuerpo de quien en vida fuera presidente de la Nación electo democráticamente en tres oportunidades, independientemente de la valoración histórica y personal que se tenga de su figura. Este antecedente deja una peligrosa puerta abierta. ¿Quién puede asegurar que no pase lo mismo con los restos mortales de otros presidentes de la historia argentina como Bartolomé Mitre, Hipólito Yrigoyen, Marcelo T. de Alvear, Arturo Frondizi, Humberto Illia, Raúl Alfonsín, Héctor Campora o Néstor Kirchner? Y lo mismo vale para los que en el futuro se sumarán a esta lista de ilustres. Porque si el cuerpo de un ex presidente de la Nación es profanado en la intimidad de su tumba, ¿qué le queda, entonces, al ciudadano común?
El Estado y los gobiernos que lo administran tienen en este sentido una responsabilidad y obligación indelegable frente a la sociedad: investigar hasta las últimas consecuencias. Porque alguien fue, ¿no?, pregunta que bien puede caberles a los otros casos impunes. Ahí están como ejemplos las voladuras de la Embajada de Israel y del edificio de la AMIA; la desaparición forzada de Julio Jorge López luego de testimoniar judicialmente contra el ex comisario de la dictadura Miguel Etchecolatz, la sospechosa muerte del hijo de Carlos Menem; el asesinato del fiscal Federal Alberto Nisman. Operaciones mafiosas que van de Perón a Nisman. Una matriz delictiva que se reconoce también en el narcotráfico y la trata de mujeres y niños. Así, los instigadores y autores de los atentados logran imponer una falsa creencia de que tienen un poder superior al del propio Estado nacional, a la República, y que por eso las instituciones de la democracia no se animan a enfrentarlo. Dejan la sensación de indefensión.
¿De qué sirvió atentar contra el cadáver de Perón? ¿A quién benefició? Mutilar el cuerpo del ex presidente y mantener el misterio sobre el destino de sus manos y sus autores quizá no haya sido un objetivo en sí mismo. Probablemente, fue y es un medio para recordar que existen, en determinadas instancias del poder, pactos implícitos que están obligados a cumplir quienes lo habitan circunstancialmente.
Resolver el misterio de la profanación y el robo de las manos del ex presidente Juan Domingo Perón debería ser considerado una cuestión de Estado por lo que representa en la saga histórica de hechos impunes, por la institucionalidad del cargo que ocupó y por el derecho que tiene la sociedad argentina a saber la verdad, cualquiera sea.
*Periodista y escritor, Licenciado en Ciencias Sociales y Humanidades. **Abogado, fue defensor del juez Far Suau (falleció en 2007). Autores de La profanación.