La Argentina no había librado una guerra externa desde 1870. Una de las consignas de la radio y la televisión, difundida reiteradamente hasta excluir las usuales admoniciones autoritarias sobre el pago de impuestos o la vacunación de los perros, afirmaba que un país sólo alcanza la madurez con la experiencia de la guerra. ¿Cómo lo sabían?
Gran Bretaña también estaba deseando un buen conflicto desde la humillación de Suez en 1956. Esta sería su primera guerra propia, y la haría sola, para su propia gloria.
Una gran parte de la “Fuerza de Tareas” británica navegaba hacia la isla de Ascensión, la única tierra que se avistaba en un trayecto de 8 mil millas entre la costa de Southampton y las Malvinas. “La Tácher” (Mrs. Margaret Thatcher), la Fuerza de Tareas y esta disputa terriblemente aburrida podían hacer por Sudamérica lo que no habían logrado ni editores, ni artistas, ni guerrilleros: ayudar a los británicos a redescubrir el continente, promover el turismo. (...)
Pocos meses antes, el general Leopoldo Fortunato Galtieri había declarado al diario La Prensa, el 3 de noviembre de 1981, que la Primera Guerra Mundial había sido una confrontación entre ejércitos, la Segunda entre naciones, y la tercera sería entre ideologías. Seguramente lo había leído en un manual. Decía que los Estados Unidos y la Argentina debían mantenerse aliados para defender sus intereses y aspiraciones comunes. No parecía entender nada de todo eso, pero lo decía muy bien.
A veces no resultaba fácil comprender el motivo de la euforia o saber siquiera si ellos lo entendían. Había una necesidad muy fuerte de celebrar algo, aunque fuera incierto, y eso se mezclaba con cierta ansiedad. La palabra “Viva” podía deconstruirse para reflejar el sentir de la multitud. “Vi” ponía acento en el entusiasmo; seguido de un “va” más dudoso, una partida. ¿Deseaban la guerra? Seguramente que no; las pancartas pedían la paz. ¿Pensaban que se podía humillar a un poder extranjero, cualquier poder, grande o chico, sin represalias? Por cierto que no pensaban en ello; otras pancartas declaraban la necesidad del combate. (...)
El general Galtieri, presidente desde el mes de diciembre, se mostraba encantado. El también disfrutaba de su propia vista de la multitud. Desde un balcón histórico en la Casa Rosada, la gente parecía estar vivándolo a él. Pero cuando dijo “como presidente de la Nación, en representación de todos ustedes…”, lo silbaron. “La Sra. Thatcher y el pueblo británico no han oído una sola palabra que los ofenda o ultraje su honra y reputación... todavía [vivas]. Pero yo, como presidente de la Nación [silbidos], les pido a los británicos que moderen sus declaraciones… el gobierno y el pueblo argentinos podrían sentirse molestos y devolver las ofensas con ofensas mayores… [vivas]”.
No parecía haber nadie ahí que viera lo trágico de esta comedia. Los argentinos saben reírse de sí mismos, pero solamente mediante el recurso indirecto de reírse de un tercero. ¿Y los británicos? Se consideran propietarios del humor hasta que alguien se mofa de ellos. ¿Cómo podía haber guerra entre Gran Bretaña y la Argentina? ¿La historia había convertido a Gran Bretaña en tan afecta al combate que los británicos parecían haber perdido el sentido del ridículo? (...)
Hacia la tercera semana de abril la Cancillería argentina informó, no sin cierto orgullo, que la Argentina se había convertido en un centro de atracción mundial, dado que habían solicitado acreditación más de quinientos periodistas extranjeros.
Dos tercios de los corresponsales y sus equipos habían elegido el Hotel Sheraton, frente a la Plaza Británica. A cien dólares la noche, el hotel sería el único ganador de la guerra. Ah, sí, y las prostitutas también estaban en ganadoras ya que trabajaban en el Sheraton a cien dólares la noche. (...) Era imposible que Europa lo entendiera. Los corresponsales trataban de mantenerse dentro de los márgenes de la racionalidad, y los extremos de esa lógica criolla se les escapaban. En el hotel, el Estado Mayor Conjunto habilitó una sala de prensa para ofrecer durante las 24 horas un servicio de té, café, mate cocido y agua helada. Había teletipos con noticias de todas las agencias locales, fotocopiadoras gratuitas operadas por jóvenes bonitas que ofrecían parte de su tiempo libre a la patria para recibir pedidos de entrevistas que nunca se concretaban. Mapas de las Malvinas, sin cargo para los corresponsales, y otros de la Antártida decoraban las paredes. Frente a un mapa en una pared había un mástil con la bandera argentina y un escritorio detrás del cual se sentaba un oficial naval todas las noches para leer los comunicados oficiales e informar a la prensa extranjera con voz amable y paciente. Los resúmenes en el Sheraton se iniciaron para dar a los canales de televisión la impresión de que estaban cubriendo una guerra que se desarrollaba a un millón de kilómetros de distancia. Cerca del hotel algunos periodistas británicos y norteamericanos fueron secuestrados (y luego liberados) por agentes de seguridad mercenarios de causas políticas dudosas. Se deportó a hombres de prensa franceses y noruegos. El oficial encargado de suministrar los informes lamentaba cada incidente con su voz amable y paciente.
La prensa extranjera se alimentaba de sus propios rumores y sus historias desprovistas de fuentes. Corría el rumor, producto de alguna observación accidental, o no, de la Cancillería, de que todos serían expulsados tan pronto como comenzaran los disparos. La idea de la expulsión se convirtió en un consuelo más que una amenaza. La deportación podía ser la única forma en que ciertos jefes de redacción aceptaran los traslados de su personal. Pero la orden nunca llegó: el gobierno argentino quería mantener una imagen de apertura que no merecía. Los corresponsales británicos hablaban de “nosotros” y “ellos”, usaban frases como “¿estamos ganando?”, identificándose con su soberana y su reino en un estilo que se creía obsoleto desde la guerra de Vietnam.
Los periodistas de Estados Unidos se hablaban unos a los otros con voces estridentes varios decibeles por encima del volumen de las conversaciones europeas. Repetidamente preguntaban: “¿Qué pasa aquí? ¿Alguno puede decirme?”. Luego salían a buscar historias de derechos humanos vulnerados y regresaban henchidos de virtud profesional. La guerra de las islas era incompresible para ellos. Los reporteros argentinos aseguraban al círculo de los extranjeros que algunos de sus mejores amigos eran británicos; y lo terrible de este cliché era que constituía la más pura verdad. Los periodistas irlandeses parecían más desorientados pero a la vez más cómodos con los matices de la Argentina. Todo el mundo estaba de acuerdo con los estadounidenses en que si “las cosas” comenzaban a intensificarse podría llegar a ser una “linda guerrita” (lovely little war, en sus palabras), terminología que originariamente habían usado los Estados Unidos para referirse a la guerra con España en 1898.
Dos estaciones de radio, Mitre y Del Plata, comenzaron a transmitir informes provenientes de un London Radio Service (Servicio de Radio de Londres). Los programas sonaban como si fueran de fuentes independientes, pero había un énfasis inconfundible en las noticias que se originaban en Gran Bretaña. El locutor tenía acento argentino y el productor no identificado era un ciudadano británico nacido en Alemania. El servicio resultó ser un aporte gratuito del Servicio Central Británico de Información (Central Office of Information, COI), que se extendió rápidamente a toda Latinoamérica. El Servicio Central de Información no fue identificado como fuente. La penetración británica fue directa y eficiente.