A primera hora de la tarde del lunes 30 de noviembre de 1936, arribaba al puerto de Buenos Aires en el buque Indianápolis el entonces presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt. Lo acompañaban Cordell Hull, su secretario de Estado; su amigo Sumner Wells –quien ya había cumplido funciones diplomáticas en Buenos Aires– y su hijo James, edecán. Lo recibió al pie del muelle su par argentino, Agustín P. Justo. Era la primera vez que un presidente estadounidense visitaba la Argentina, y este año se cumplen ochenta años.
Ya en los primeros días de 1936, Roosevelt –enarbolando la bandera del New Deal– le había propuesto a Justo celebrar la conferencia ordinaria de la Unión Panamericana en Buenos Aires, para tratar las cuestiones de paz, principalmente el conflicto del Chaco. El norteamericano –que hacía poco había sido reelecto– impulsaba la creación de una comisión interamericana que mediara en los conflictos continentales. Chocaba con la postura argentina, proclive a la intervención de dicha comisión siempre y cuando la solicitaran los países en conflicto. Roosevelt también pugnaba por abroquelar a América ante la amenaza nazi y el fascismo italiano que se cernían sobre Europa.
Fue recibido formalmente por Justo en el Salón Blanco de la Casa Rosada y hasta se dio el gusto de saludar, desde sus balcones, a la gente que se había acercado. Y aquí lo esperaba el diplomático Spruille Braden, quien residía en Buenos Aires ya que participaba de las conversaciones por la paz en el Chaco. Nueve años más tarde tendría un antológico enfrentamiento con el coronel Perón.
La visita de dos días tuvo algunos condimentos adicionales que poco trascendieron.
El hijo del presidente. El 1º de diciembre, Roosevelt –en la principal actividad por la que viajó– brindó su discurso en el Congreso Nacional, ante la presencia de funcionarios, diplomáticos extranjeros e invitados especiales. En un momento, se escuchó nítidamente: ¡Abajo el imperialismo!
Pasados los primeros instantes de sorpresa, pronto los asistentes vieron que el autor de la frase había sido Liborio Agustín Justo, el hijo mayor del presidente, que había logrado colarse gracias a las gestiones de su madre, Ana Bernal. Su papá –parado junto a Roosevelt– fue el primero en darse cuenta quién había sido el responsable de la desafortunada frase, que para colmo se había escuchado hasta en la transmisión radiofónica. Bajando la cabeza, murmuró: “Ese fue Liborio…”.
Inmediatamente, fue sacado del recinto y encerrado una semana en un calabozo del Departamento de Policía. Hasta allí iría su padre a increparle su actitud, y discutieron acaloradamente. Liborio escribiría años más tarde: “… el presidente Roosevelt había convocado a dicha conferencia que, bajo el rótulo de ‘consolidación de la paz’, sólo tenía en vista la guerra y la esclavización, cada día mayor, de nuestros países (…) ¿Qué hacer? ¿Podría quedarme impasible y callado mientras ese gigantesco complot se consumaba, sabiendo yo su secreto y significado? ¡Nunca!”. Cuando lo liberaron, fue llevado a una estancia en La Pampa, cercana al río Colorado.
Mientras Justo fue presidente, desistió de verlo.
Un espía entre nosotros. Si bien Roosevelt contaba con sus edecanes, el gobierno argentino designó a sus representantes. Fueron el general Francisco Reynolds, el contraalmirante Francisco Stevert y el mayor Guillermo Mac Hannaford, que se desempeñaba como ayudante del jefe del Ejército. Hablaba perfectamente el inglés y ya había sido el acompañante de visitantes ilustres, como el general Pershing, en 1924, y el príncipe de Gales, en 1931. Ahora, le tocó asistir al mariscal Allenby y, en ese carácter, participó de todas las ceremonias oficiales. Sin embargo, lo que seguramente el mandatario norteamericano entonces ignoraba es que, apenas dejó la Argentina, Mac Hannaford sería detenido, acusado de espía y de traicionar a la Patria, por vender documentos secretos a Bolivia y Paraguay. Luego de un juicio militar secreto en el que no se probó fehacientemente su culpabilidad, pasaría veinte años en prisión. Sería indultado por Aramburu en 1956.
Festejo trágico. La noche del martes 1º, los custodios presidenciales yanquis fueron de parranda con sus pares argentinos. En un night club,
August Adolf “Gus” Gennerich, de 49 años, se desplomó muerto en pleno baile. Era un ex policía de Nueva York con una intachable foja de servicios y custodio de Roosevelt desde 1928, al que conoció en la campaña presidencial. En 1933 había ingresado al servicio secreto, luego de cumplir 25 años en la fuerza. Para el presidente, Gennerich era un amigo, quien le cuidaba las espaldas y lo asistía con su problema de movilidad. La noticia, que se manejó con suma discreción, golpeó al jefe de Estado, por su cercanía con la familia presidencial.
Sin embargo, casi no hubo tiempo de procesar los escándalos, ya que Roosevelt dejó el país un lluvioso 2 de diciembre, con rumbo a Montevideo.
Liborio Justo había estudiado medicina, fue obrero en Misiones y Paraguay, y había viajado varias veces a EE.UU. hasta comienzos del 30, cuando se convirtió en comunista. Extraordinario polemista y fotógrafo, fue autor de 16 libros y falleció a los 101 años, dejando un valioso legado. Por su parte, Guillermo Mac Hannaford moriría en 1961 aquejado por la tuberculosis que contrajo en el Penal de Ushuaia, olvidado por amigos y camaradas. En cuanto a Gennerich, el mandatario de EE.UU. organizó el 16 de diciembre su funeral en la propia Casa Blanca y suspendió las actividades oficiales en su homenaje.
El Indianápolis –que llevó a Europa los componentes de la bomba atómica que arrojarían sobre Hiroshima y Nagasaki– sería el último buque de superficie hundido en la Segunda Guerra Mundial. Tres meses antes, fallecería Roosevelt. En 1946, el gobierno lo recordaría con una estampilla: “Propulsor de la buena vecindad y abanderado de una nueva justicia social”
*Periodista y escritor.