El 17 de junio, dos semanas antes de su muerte, el presidente Juan Domingo Perón mantuvo la última reunión política pública, y fue con los dirigentes de la CGT, preocupados por las versiones que circulaban sobre su salud. Observaban con temor un desenlace que podía dejarlos en manos de una mujer a la que consideraban apenas como esposa de su líder. La posibilidad de una sucesión que dejara la responsabilidad del aparato estatal en Isabel Perón, los espantaba.
A todos espantaba. La sociedad vivía en la incertidumbre y se preguntaba qué consecuencias tendría una posible muerte del líder. Hasta el momento Perón había mantenido silencio sobre su posible sucesor. Pero en este discurso se refirió expresamente a ese delicado interrogante: “A todo ello se suma la fiebre de la sucesión, de los que no comprenden que el único sucesor de Perón será el pueblo argentino, que, en último análisis, será quien deba decidir” afirmó disgustado.
Planteó, además, su preocupación por el clima de violencia que existía en el país: “ahora ya no se sabe quiénes son los que asaltan, quiénes los que roban. Algunos dicen que son políticos, otros dicen que son delincuentes. Yo creo que son todos delincuentes. […] Pero ese proceso tenemos que encararlo y ya el gobierno lo va a encarar. Hasta ahora no hemos querido sumar a la violencia de ellos, la violencia nuestra. Pero, policialmente, se va a ir resolviendo ese problema, que es de la policía, dado que son delincuentes”.
Y finalmente dijo lo que quería decir, y que no debería haber dicho porque su palabra, él lo sabía perfectamente, alimentaba a los peores demonios: “Desgraciadamente, la descomposición del hombre argentino, practicada sin medida durante tantos años, nos ha llevado a esto […] Tenemos que erradicarlo de una o de otra manera. Intentamos hacerlo pacíficamente con la ley. Pero si eso no fuera suficiente, tendríamos que emplear una represión un poco más fuerte y más violenta también”. Ese fue su último mensaje.
Los sindicalistas obedecieron la orden y la represión de una o de otra manera, más fuerte y más violenta se lanzó a la calle a sangre y fuego. Si desde su llegada a Ezeiza las acciones ilegales se habían cobrado decenas de víctimas, a partir de ese momento, y con la ausencia del líder, las calles de la Argentina se convirtieron en campos de batalla. Con la policía actuando fuera de la ley y los matones sindicales que partían a la luz del día hacia violentas incursiones, el clima de muerte imperó hasta que se produjo el golpe de estado de 1976 y los militares decidieron incrementar hasta el paroxismo un sistema que les parecía muy eficiente.
Cuando el 1° de julio de 1974 murió el líder, su pueblo lo lloró amargamente. Con él se iba el hombre que durante treinta años había sido una figura decisiva en la política nacional. Ya fuera ejerciendo el poder o en el exilio, Juan Domingo Perón dejaba una impronta profunda en la Argentina. Impronta que perduró a lo largo de las siguientes décadas.
Fuera ejerciendo el poder o en el exilio, Juan Domingo Perón dejaba una impronta profunda en la Argentina
La muerte del líder extendió y agudizó la incertidumbre que atravesaba a toda la sociedad; ¿qué sucederá ahora? fue el interrogante ante el evidente vacío de poder. Las especulaciones acerca de las posibles sucesiones se expandieron entre políticos, sindicalistas, empresarios, todos inquietos por el devenir de la Argentina.
No obstante, hubo quienes se beneficiaron con la desaparición del hombre fuerte del peronismo; uno de ellos fue la organización Montoneros. A partir de ahora sus dirigentes ya no tendrían que soportar los escarnios dedicados a ellos ni las advertencias formuladas durante el año en el que habían sido los principales destinatarios de sus iras. Los había echado del Congreso, los había expulsado del movimiento, los había ubicado como enemigos de la Nación. Ahora ya no sufrirían las humillaciones y los insultos proferidos: gorilas, estúpidos, imberbes, imbéciles, microbios infiltrados o psicópatas a los que había que exterminar. Al no existir Perón ellos podrían interpretar libremente el pensamiento del líder y adjudicarse la presunta representación revolucionaria del peronismo. Se sintieron herederos. El Perón que ellos habían creado en su imaginario ya no podría desmentirlos; por lo tanto, lo investirían con el ropaje de un revolucionario que los volvía a respaldar, tal como había hecho durante su exilio. ¿Quién podía desautorizarlos ahora en su condición de verdaderos peronistas? ¿Acaso la burocracia sindical, el Consejo Superior del Movimiento? ¿Acaso el comisario Villar o su jefe López Rega? Esos no eran peronistas, eran residuos de un viejo peronismo fascistoide que Montoneros se ocuparía de depurar. Ya no haría falta ocultar su nombre cuando mataran a un dirigente sindical. Montoneros ingresó en el sendero de la metralleta, del que en verdad nunca se había retirado.
Hubo quienes se beneficiaron con la desaparición del hombre fuerte del peronismo; uno de ellos fue la organización Montoneros
No fueron los únicos en sentirse aliviados por esa muerte; las organizaciones marxistas que levantaban las banderas del Che Guevara, también suspiraron. Por fin se acababa la conciliación de clases, los pactos sociales, el liderazgo de un bonapartista que impedía el avance de la auténtica Revolución. Ahora todo estaba claro, enfrente estaba el enemigo de clase que había que vencer a través de los fusiles, de cuyas bocas, como bien se sabe, nace el poder.
El velatorio duró varios días. Miles de hombres y mujeres de todas las edades fueron a rendirle su último tributo. Entre ellos estaba Eduardo Romero, de 25 años, un muchacho que había viajado desde la localidad de Dean Funes, en la provincia de Córdoba, para despedir a Perón. Al cabo de algunas horas, cansado y hambriento, se apartó de la fila y se acercó ingenuamente para pedir un sándwich a los miembros de la UOM que los distribuían gratuitamente frente al sindicato. Los matones lo obligaron a subir a un automóvil y se lo llevaron. Al día siguiente apareció su cadáver a nueve cuadras del lugar, con una bala en la cabeza. Ese muchacho podría ser contabilizado como la última víctima desde el día en que Perón llegó a la Argentina, o la primera del baño de sangre que continuaría, ahora sin la presencia del líder, pero con todos los instrumentos necesarios para proseguir con la matanza iniciada en Ezeiza.
Lo que había comenzado con una tragedia el 20 de junio de 1973, terminaba con otra tragedia: la muerte de Juan Domingo Perón, un hombre crucial en la historia argentina. Pero su heredero no era el pueblo, tal como conjeturó. Tampoco una democracia afianzada; ni instituciones sólidas, ni un Partido Justicialista organizado, ni una cultura política basada en el diálogo y la tolerancia. Nada de eso. Lo que legó al morir fue un país sumido en la violencia, con un Estado en manos de bandas armadas, con una presidenta torpe, incapaz y manipulable, con miles de extranjeros perseguidos que habían buscado refugio en un presunto oasis democrático.
No era esa la respuesta que podía calmar las tensiones y expectativas. La vicepresidenta Isabel Martínez de Perón, una mujer a la que la historia le había concedido el privilegio de ser la esposa del líder, era absolutamente incapaz desde el punto de vista político e intelectual. Ocupaba ese cargo por el capricho de Perón que no había querido poner a su lado a cualquiera de los experimentados y leales dirigentes peronistas que hubieran aceptado gustosos acompañarlo en la gestión.
Desconfiado con sus propios amigos, su preferencia por Isabelita, sometida intelectual y personalmente por López Rega, demostraba su decisión de no dejar a nadie en condiciones de gobernar después de su muerte. ¿Era consciente de que su fin estaba cercano? Cualquiera sea la respuesta, la cuestión central es que un presidente con su experiencia y líder indiscutido del peronismo, tenía la obligación política y ética de haber previsto cualquier contingencia que le impidiera seguir a cargo del Poder Ejecutivo. Pero no lo hizo y dejó al país en manos de una secta intolerante y violenta, precisamente la secta que desde la caída de Cámpora y su asunción como presidente, controlaba desde el poder la violencia indiscriminada contra todos los sectores progresistas, incluyendo sus aliados.
Su ceguera abrió las puertas a una violencia todavía más sangrienta que la inaugurada desde su arribo en 1973. No fue el pueblo el heredero, sino una pandilla que sumió aún más a la Argentina en un caos de muerte.
*Coautor con Lucrecia Teixidó del libro Perón y la Triple A, las 20 advertencias a Montoneros.