Se termina un año histórico para la humanidad y el país, un tiempo plagado de incertidumbres sobre el futuro que nos espera en medio de múltiples crisis. A pesar de ello, hay una noticia muy buena para festejar: la Argentina cumplió 37 años continuos en democracia con la elección directa de 9 presidentes consecutivos realizando en el período un total 16 comicios nacionales entre las elecciones de medio término y las presidenciales.
Es el período más largo de la historia nacional desde la sanción de Ley Sáenz Peña de 1912 que consagró el voto secreto, obligatorio y universal. Todo un récord para un país signado durante gran parte del siglo pasado por reiterados golpes de Estado, débiles gobiernos de transición y pseudos procesos democráticos casi siempre ilegítimos.
En estas décadas, el peronismo en sus distintas versiones gobernó el país, y aún hoy lo hace, durante 24 años; el radicalismo, en diversas etapas y coaliciones, lo hizo por 14 años y la nueva fuerza PRO concluyó el último período de 4 años, rompiendo así la hegemonía bipartista.
En estas décadas, el peronismo en sus distintas versiones gobernó el país, y aún hoy lo hace, durante 24 años; el radicalismo, en diversas etapas y coaliciones, lo hizo por 14 años y la nueva fuerza PRO concluyó el último período de 4 años, rompiendo así la hegemonía bipartista.
Pero la mala noticia es que, a pesar de una democracia estable y funcionando, la Argentina experimenta el retroceso más inexplicable de su historia, un caso excepcional en el mundo, el de cómo un país, una sociedad, fue destruyendo con los años su capital material, humano y simbólico sin que mediara una guerra o una hecatombe, aunque ahora se presente la tentación de querer culpar de todos los males a la actual pandemia mundial.
Datos. En la academia se enseña que la política es una ciencia que trata sobre el gobierno y el Estado, y cómo se organizan y administran las sociedades. Discurre y se nutre de múltiples disciplinas como la filosofía, la sociología, la antropología, el derecho y la economía, por citar las principales. La acción política, esto es la gestión de gobierno, coincide con la economía en que sus éxitos o sus fracasos son medibles por los resultados concretos obtenidos.
Pasados estos 37 años que involucran a una generación y media de argentinos vale preguntarse: ¿se puede decir que esta Argentina de 2020 es un país mejor al del comienzo de la democracia? Los datos son categóricos y nos muestran una realidad contundente, y es que, hoy, la Argentina es un país infinitamente peor que aquel de los comienzos de la democracia. Es más pobre, débil, injusto, con desarticulación social, un Estado burocratizado y ganado por la corrupción, con intolerancia y agrietado, y una elite devaluada y ausente. Y nos pone frente al espejo de lo que supimos hacer con él.
Democracia y vigencia de los Derechos Humanos en América Latina
¿Es válido a esta altura de los tiempos el argumento de que estamos como estamos por culpa de la última dictadura militar? ¿O que es consecuencia de la explotación del sistema capitalista mundial? ¿O que es producto de una confabulación de países poderosos que quieren subordinar a la Argentina para aprovecharse de sus riquezas? Cualquier forma de justificación colectiva buscando un culpable de ayer o de hoy no es más que una evasión de la propia responsabilidad que tenemos como sociedad, empezando por su clase dirigente. Porque la Argentina de este presente es la que supimos hacer los argentinos en las últimas décadas, más allá de cualquier condicionante interno o externo.
Deterioro. “El deterioro argentino no encuadra en ninguno de los procesos que han tenido otros países del mundo que partieron de situaciones similares o peores. Argentina es uno de los pocos que ha desarrollado su propio subdesarrollo”, opina Agustín Salvia, director del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la Universidad Católica Argentina (UCA). El especialista encuentra una línea argumental en el pasado para entender la decadencia de esta época: “El desarrollo capitalista que conocíamos hasta los años setenta cuando Argentina tenía un desarrollo industrial tardío pero prospero, con una población relativamente baja, alto nivel de integración educativa y social, con bajos niveles de desigualdad, se quebró. La última dictadura tuvo la incapacidad de entender este cambio, se integró a la tenencia mundial manteniendo el estado de bienestar con déficit público que se sostenía con endeudamiento. La democracia hereda la situación de la crisis de la deuda y con un agotamiento de la capacidad instalada en materia de seguridad social, educación, salud, desarrollo urbano, y con crisis productiva. En ese contexto una democracia que no tenía los recursos y tampoco que no había descifrado correctamente qué había hecho la dictadura, no encuentra un horizonte de respuesta, no comprende que había que hacer en el contexto democrático una reconversión productiva y social con un plan económico de desarrollo. Fue una oportunidad histórica para hacerlo. Entonces, Argentina en los años ochenta no se reconvirtió en función de un modelo hacia el desarrollo sostenible. Porque los datos estadísticos de entonces, sin duda mejores que los de ahora, ya eran peores que los del setenta”.
La inflación y la pobreza, al final de cuentas, resultan de la cleptocracia
En esta línea coincide el politólogo Hugo Quiroga: “La decadencia argentina empezó antes de este período democrático. Y cuando digo decadencia no pienso solo en la dirigencia política, en general y salvo excepciones, una dirigencia mediocre, sino también de la dirigencia empresarial, que quiere que el estado garantice siempre sus ganancias; y la sindical que es clientelista. Tampoco existe una verdadera fuerza de voluntad de ruptura reformista. Hay que complejizar la democracia, ir más allá de las elecciones como forma de distribución del poder”.
Resultados. Se entiende que la declinación del país es un proceso complejo que se remonta más allá de las casi cuatro décadas. Aquella Argentina del “top ten” de las naciones más próspera de principios de siglo XX, aunque vale recordar con una gran inequidad social y ciudadana, figura hoy en el segundo pelotón de los casi 200 países del mundo en todos los rankings internacionales sobre desarrollo social, competitividad, inversiones, inflación, corrupción y transparencia, entre otros. En 1983 se suponía que la madre de todos los problemas era la falta de una democracia y de una institucionalidad que permitiera salir de la encrucijada de estancamiento que veníamos arrastrando desde hacía décadas. El entonces mensaje de campaña de Raúl Alfonsín de que con la democracia se come, se educa y se cura” no fue solo un eslogan político de coyuntura, supo reflejar una convicción y un deseo colectivo de transformarse en realidad. Pero también es cierto que estos 37 años son más que suficientes como para poder haber iniciado un proceso de cambio capaz de torcer el rumbo del pasado, tal cual nos enseñan los casos de Alemania y Japón, que partieron del infierno mismo.
La degradación sufrida por el país duele porque, en esencia, se trata de millones de argentinas y argentinos empujados a la desesperanza y a la sensación permanente de fracaso. De acuerdo con los datos del Observatorio de UCA, si se toman los extremos del almanaque: en 1983, con 29,4 millones de habitantes, había casi 8 millones de pobres (26,2%) y en 2020, con 45,4 millones de habitantes, la cifra llegó a 18,5 millones (40,9%). Es decir que hemos producido 10 millones de nuevos pobres en un país donde está todo por hacerse. Y los indigentes crecieron de 2 millones (6,9%) a casi 5 millones (10,5%) en la actualidad. Por eso la ayuda social paso de 0,6% del PBI al actual 5% (ver gráfico).
Economía. El aumento de la pobreza y de la indigencia está relacionado con políticas económicas erráticas, rígidas, inconsistentes, y hasta contradictorias, llevadas adelante por gobiernos que creyeron ser fundacionales de un nuevo país y, en la práctica, se manejaron con la premisa de “prueba y error”. Si la prueba era exitosa, el acierto era del gobierno. Si se imponía el error, era por culpa de otros. Se probaron planes basados en el mercado interno, más o menos estatistas, otros de apertura total indiscriminada, para volver sistemas cerrados de vivir con lo nuestro como respuesta defensiva a la apertura. De tener una moneda de ficción (el Austral) a una con tanto valor como el dólar (Convertibilidad) para terminar en un peso que nadie quiere en el mundo y que aquí sigue siendo territorio de disputas simbólicas.
En estas casi cuatro décadas de vida democrática, la Argentina tuvo un 218% de inflación promedio anual (8 mil por ciento en el período) contra un crecimiento de la actividad económica de solo 80,6 %, apenas un 2,1% anual de promedio. Dos hiperinflaciones y tres defaults de la deuda pública. Con estos antecedentes no hay sistema que aguante semejante desfasaje si no es pidiendo dólares prestados para poder financiar la “sábana corta” estructural e histórica. Planes esperanzadores que duraron poco tiempo, fracasos que derivaron en ajustes y nuevas transiciones para un volver a empezar y repetir el circuito.
Política. “La democracia de 1983 se ha degradado desde un punto de vista institucional y social con una fragmentación del sistema de partidos. No hay partidos, hay alianzas electorales, sobre todo a partir de la crisis de 2002. Existe una crisis de representación ciudadana”, entiende Quiroga. “Este período democrático se caracteriza por ser cortoplacista porque ninguno de los gobernantes ha tenido un proyecto colectivo de largo plazo y estratégico que pueda encauzar esta decadencia y satisfacer las expectativas de la ciudadanía”, agrega.
La Argentina de hoy... ¿es una democracia?
Para Salvia, "la Argentina tiene solución pero se necesita una profunda reforma política y cultural de sus clases dirigentes. El liderazgo político, económico, y social tiene que encontrar un cauce de autorregulación distinto. Sin un acuerdo político que exprese una agenda compartida entre las principales fuerzas políticas, económicas y sociales, que se traduzca en soluciones concretas, incluso con referéndum popular que le dé legitimidad, se hace muy difícil un camino de solución”, concluye.
Está claro que el problema no es la democracia. Quizás, y en el fondo, haya que pasar de la democracia delegativa a una de mayor intensidad y participativa que permita reformular una representación institucional acorde a las expectativas de la sociedad y desactivando a la corrupción que corrompe a todo el sistema. Al próximo presidente le tocará festejar las cuatro décadas interrumpidas de esta democracia constitucional. Es de esperar que, al menos, en ese tiempo hayamos podido encontrar una salida al laberinto que supimos construir en estos años.
* Periodista y escritor