La noticia, el 10 de septiembre, cayó como baldazo de agua helada: decía que el locutor Hugo Guerrero Marthineitz había sido desalojado de su monoambiente en Barrio Norte porque hacía dos años que no pagaba el alquiler. Agregaba que ese día revoleó enojado sus estatuillas Martín Fierro por la ventana y que salió en un taxi con la cabeza cubierta por una bolsa de consorcio. Ahora, en una mañana ajetreada en Buenos Aires, en el lobby del hotel Guido Palace que alguien accedió a costearle, este hombre de 85 años, emblema de la radiofonía de los '70, aparece envuelto en un persistente perfume, con la camisa abotonada hasta el cuello y el pelo engominado. Después sí, la mano extendida –“Buen día, señorita”– y la obstinada decisión de castigar a esta cronista por llegar al encuentro algunos minutos tarde.
A este guardián de las buenas formas, cuyas objeciones al gobierno nacional empezaron el mismo día en que Néstor Kirchner rompió las reglas de protocolo durante su acto de asunción, será difícil preguntarle sin que se moleste por algo. Su mayor riqueza hoy es este orgullo férreo y ampuloso. Porque económicamente está acabado. Apenas quedan vestigios de aquel periodista que organizaba grandes comidas, que a su novia de turno le compraba ropa en la 5ta. Avenida de Nueva York y que llegó a ganar US$ 20.000 mensuales. Hoy sobrevive con un litro de leche por día y pide fiados los diarios del domingo.
Vida convulsionada. Cuando habla desconcierta. Salta de un tema a otro y combina opiniones desencontradas (“Recién ahora recuerdan que los indígenas son ciudadanos argentinos” o “las Madres de Plaza de Mayo criaron terroristas”); resentimientos profesionales con recuerdos de la infancia en Lima; críticas al Gobierno con teorías conspirativas y la impronta de un cascarrabia con risas pícaras. Si con los gastos lo ayudan sus hijos –María Gabriela, de 46 años, Diego, de 43 y Hugo, de 27– no lo va a contar, porque esos “son asuntos de familia”.
La nota completa, en la última edición de la Revista Noticias .