La furia callejera nos dejó tristeza, impotencia y la plaza de los dos Congresos en escombros. Sin embargo, el parlamento pasó otra prueba de fuego en el camino de sincerar el estadío de desarrollo de nuestra democracia, un sistema de gobierno que desde hace algunos años no parece significar para todos lo mismo. Una parte de la dirigencia política descree del sistema que fundamenta su representación. Son los que llegan a las bancas del Congreso por elecciones libres pero luego no acatan las reglas de la democracia y por eso la ponen en riesgo; confunden ciudadanía con militancia, participación con movilización y hacen de la calle el lugar de la disputa política. En lugar del Congreso, la institución sobre la que asienta la democracia constitucional, el lugar del parlare, la deliberación de las diferencias y la casa política por excelencia. Precisamente lo que en estos días se intentó cancelar, Fuera y dentro del parlamento.
En el recinto, con argucias reglamentarias, las llamadas “cuestiones de privilegio” que le permiten a un legislador usar el micrófono antes del inicio de la sesión para “resguardar su decoro” y que sin embargo, han sido desvirtuadas ya que la utilizan para hacer declaraciones políticas coyunturales que terminan postergando el debate. Afuera, la furia callejera que fue sospechosamente invocada para pedir el levantamiento de la sesión, bajo la extorsión del miedo y la amenaza de posibles muertes, que sonaron casi como deseo. ¿No es acaso la función de un dirigente político la de impedir la irracionalidad cuyas consecuencias siempre son a futuro. Dado que la violencia no es poder sino coacción, la verdadera sustancia de las acciones violentas radica en la idea de que el fin justifica los medios, derrotada ampliamente por el fracaso de todas las experiencias políticas en las que los medios autoritarios terminaron distorsionando los fines nobles que invocaron. La violencia es la negación misma de la política, asesinada tantas veces en nuestra historia por la predica autoritaria y ensuciada por los que hicieron de los bienes públicos, botines privados.
Esta confusión democrática ha ofuscado y distorsionado la vida de convivencia. El que detrás de cada uniformado se vea a un represor es la mejor prueba del escaso desarrollo de nuestra cultura democrática. Sin que se termine de aceptar que el fin ultimo de la democracia es la pacificación, no una preparación para el combate. Y los derechos humanos la protección del ciudadano frente a los abusos del poder. Por eso, si las fuerzas de seguridad están subordinadas a la Constitución, deben reprimir el delito y disuadir, disolver las manifestaciones violentas. No las que se expresan en paz.
El Congreso es la institución fundamental para impulsar ese debate y construir el consenso indispensable para dotar a nuestro país de las leyes y el control necesario para salir del estancamiento y el atraso, con promesas de futuro y no amenazándonos todo el tiempo con nuestro tenebroso pasado. Sin la uniformidad ni la imposición de la mayoría. El monocolor político es antidemocrático hasta por definición. Al final, los escombros que quedaron en la plaza del Congreso son una metáfora de las ruinas políticas que nos dejó el 2001 y al que irresponsablemente se nos pretendió regresar. A juzgar por lo que vivimos estos días, sigue siendo más fácil tirar piedras, destruir que erigir sobre esos escombros el gran edificio de la democracia. Al menos, ya sabemos donde estamos parados.
(*) Periodista.