La vida de las personas desde su nacimiento a su vejez está dominada por los niveles escalofriantes de desigualdad que caracterizan al mundo moderno. Por ejemplo, un niño nacido en Buenos Aires o en Berlín tiene altas probabilidades de llegar a la vejez, pero si ese niño nace en un barrio de emergencia latinoamericano o en Haití, tendría una posibilidad entre cuatro de morir antes de los 40 años de edad.
Ese niño porteño y su amigo berlinés seguramente lograrán asistir a un colegio con razonables estándares de educación y también, probablemente, llegarán a una vejez acompañada y digna.
Aquel niño pobre, en cambio, irá a la escuela cuando le toque el turno de las zapatillas que comparte con los hermanos o cuando no tenga que salir a ganarse la comida.
Aquello que intento visualizar es que el mayor reto al que se enfrentan las democracias modernas es terminar con la teoría de la cigüeña o la lotería del nacimiento.
Para ello existe la Constitución y el derecho. Para asegurar una existencia con dignidad, sobre todo en aquellas etapas más vulnerables de la vida (niñez y vejez) en donde además, las consecuencias de la desigualdad se tornan más peligrosas y definitivas.
Todo sistema jurídico existe precisamente para equilibrar fuerzas y proteger al más débil. El Estado tiene una función definitoria y una causa origen: la protección y cuidado de su población a través de las herramientas que le brinda la democracia y la Constitución.
Es la democracia y la Constitución y nunca la violencia quienes deben garantizar a todos los mismos derechos y su desarrollo progresivo.
Es la democracia y la Constitución y nunca la violencia las que nos conducen a una sociedad justa, inclusiva y basada en el desarrollo humano.
En definitiva: es siempre la democracia y la Constitución y nunca en ningún caso la violencia.